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Al jefecillo Gordon no solo le habían fastidiado el domingo, sino que le estaban fastidiando también la madrugada del lunes. Traía una cara de mala baba tan grande que, cuando pasaba por debajo de un árbol, uno tenía miedo de que fueran a caerse las hojas. Hizo instalar los focos y bramó:

—¡Luces!

Solo entonces permitió que los dos agentes tiraran del cadáver con un bichero. Cuando el gancho se hundió en las ropas, yo ya supe de quién se trataba. La oscuridad no me había permitido reconocerlo antes, pues la claridad lunar lo deformaba todo. Pero ahora los focos me lo mostraron bien. Se trataba de otro de los Forrestal. Se trataba de…, ¡del melenudo!

Gordon lanzó una maldición.

Y se acercó a mí dando saltitos como un gran sapo irritado que hubiera perdido el número de teléfono de su sapa.

—¿Cuándo lo descubrió, Stirling?

—No lo he descubierto yo solo. También lo ha descubierto Nancy.

—Sí, ¿pero cuándo?

—Hará una media hora. En seguida ella ha corrido a avisarle a usted por teléfono.

Gordon hizo crujir los nudillos con un gesto de impotencia. Y contempló el cadáver, que era lo que estábamos haciendo todos. En especial el forense, que acababa de llegar y se frotaba los ojos cargados de sueño.

—Hum… Es raro que tenga las manos manchadas de sangre después de haberse hundido en el agua —murmuró—. Eso significa que no ha estado en el lago demasiado rato.

Examinó más atentamente el cadáver y continuó:

—Le han matado exactamente igual que a la muchacha: con un golpe de estilete en la sien. Ha sangrado mucho, y la víctima, con un gesto impulsivo, se ha llevado las manos a la herida, tratando de protegerla. Sus dedos se han empapado de sangre.

Y quedó un momento pensativo, como si quisiera resumir sus pensamientos. Pero el que los resumí fui yo, porque ya sabía lo que iba a decir:

—Mientras estaba aún vivo, pero inconsciente —murmuré—, lo han arrastrado hasta el lago. El trayecto no habrá sido demasiado largo, pero si lo suficiente para que la sangre se secase. Al caer al agua y estar tan poco rato en ella, las manchas no se han limpiado. Seguro que dentro de poco, a la luz del día, veremos el sitio exacto en que se cometió el crimen.

Gordon masculló:

—¿Cuándo le parece que ha sido eso, doctor? ¿A qué hora exacta? El médico consultó su reloj.

—Pues… —murmuró, como si aquella frase no le gustara—, pues… a juzgar por el aspecto de la herida yo diría que… Bueno, no se puede asegurar el minuto exacto, pero yo juraría que… cuando sonaban las campanadas de las doce…