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Los coches, ya se sabe, son las habitaciones secretas de los novios norteamericanos. Son los sitios donde uno le dice a su pareja: «Te amo». Y se lo demuestra. O le demuestra todo lo contrario. En los coches aparcados en los jardines se ven a veces unos besos tan de sacacorchos que ningún director se ha atrevido todavía a trasladarlos a la pantalla de un cine.

Y uno de esos besos estaba teniendo lugar en aquel coche.

Yo no sabía cómo había llegado allí, después de andar por mil sitios. Hundido en mis pensamientos, paseaba por el único parque municipal de Wilbur.

Un lugar hermoso donde los haya, lleno de castaños gigantes, de sauces llorones y de luces discretas.

Había algunos coches aparcados aquí y allá, pero yo no miré. Al contrario, me sentía molesto al pasar por allí porque la gente podía tomarme por un voyeur, uno de esos tipos raros que se excitan viendo maniobrar a los otros. Y me disponía a salir cuanto antes del parque, hundido en la tranquilidad del domingo al anochecer, cuando casi tropecé con aquel coche.

Y en la «cascara» o sea en el cacharro, lleno de cromados por todas partes, les juro que no me fijé.

Me fijé en la chica.

¡Qué cara!

¡Qué líneas superiores!

¡Y qué modo de besarla, el tío bestia que estaba con ella!

Era un beso estilo vampiro.

Ni que quisiera dejarla seca.

La cosa no iba conmigo —por desgracia, ya que con aquella chica valía la pena hacer el vampiro—, de modo que fui a pasar de largo.

Pero en aquel momento oí removerse a la muchacha. Oí que gemía, mientras intentaba desasirse de los brazos de aquel tipo.

—¡Basta! ¡Ya está bien! ¡Basta, animal, basta!

Él la soltó un momento, sólo un momento. Separó los labios lo justo para decir:

—No hemos venido aquí a leer versos, nena. ¡Y si no te gusta te aguantas! ¡No haber venido!

Ella le dio un fuerte empujón.

Él le dio una bofetada.

Ella gimió.

Y él dijo que gimiendo le gustaba más todavía.

Ella me vio venir.

Él, no.

Ella susurró:

—Cuidado, Tom…

Él no susurró nada.

Ella vio cómo yo abría la portezuela.

Él sólo notó que alguien tiraba de su americana y que le hacía volar por los aires.

Ella gritó:

—¡No le pegue!

Él se acordó de mi mamá.

Ella oyó un chasquido.

Él vio mi puño.

Ella vio que un cuerpo volaba.

Él vio las estrellas.

Ella dijo: «¡Oh!»

Él dijo: «¡Tu padre!»

Ella quedó medio tumbada en el asiento, después de que con mis dos ganchos hice temblar el coche.

Él quedó entre las ruedas, espatarrado y con la mirada fija, como si de pronto se hubiera acordado de que tenía que revisar los amortiguadores.

Me froté los nudillos y miré a la chica.

Ahora, sentada como estaba, tenía la falda muy arriba.

Una barbaridad.

Y si ya me había parecido que estaba muy bien por arriba, de repente comprendí que aún estaba mejor por abajo.

Le hubiera dicho mil barbaridades.

Pero lo único que se me ocurrió fue:

—Siento haberle dado tan fuerte. Pero he tenido la sensación de que ese individuo era capaz de cualquier cosa.

—Está…, está loco por…, por mí.

—Me parece algo muy razonable —murmuré—. ¿Quiere que avise a un guardia para que usted haga la denuncia? No creo que se le ocurra levantar las alas mientras tanto. Ese tío va a estar fuera de combate hasta la próxima paga de Navidad.

—No…, no lo haga. Ya habrá comprendido usted que si estaba en mi coche es porque somos amigos.

—¿Muy amigos? —pregunté, mientras sentía que toda mi piel se erizaba de envidia.

—Más que amigos, somos socios. Tenemos un negocio juntos y habíamos acordado encontrarnos aquí. Él venía desde Filadelfia y yo desde Carson City.

Antes me había fijado de una manera maquinal, en efecto, en que el coche llevaba matrícula de Nevada. Pero ese era un detalle que no tenía importancia para mí. Viniera de donde viniese, la chica estaba bomba.

—Habíamos acordado encontrarnos aquí —siguió ella— para una cuestión de trabajo. Le he dicho mil veces que…, que los negocios nada tienen que ver con los sentimientos. Pero él dale que dale. Quiere que nos casemos. A mí ya me gusta que me besen un poquito, pero de eso a que a una se la co… co… co… coman…

Yo tragué saliva, bruscamente.

De modo que le gustaba que la besaran un poquito…

—¿Sabe una cosa, nena? —susurré—. Creo que se me ha pegado el tartamudeo.

—¿De veras?

—El mismo tartamudeo que a usted. ¿Quiere que co… co… co… comencemos otra vez? Tengo un sistema de beso sacacorchos que quise patentar el año pasado y me dijeron que no podía ser porque pondría en peligro la vida de mi pareja.

A ella no le gustó aquella frase.

Se me puso seria, de pronto.

No sé si era una mujercita de su casa, pero al menos era una mujercita de su coche. No me dejó ni poner la mano en el parabrisas. Hizo un mohín de fastidio y me preguntó si el otro estaba bajo las ruedas.

Apenas le dije que no, arrancó y me dejó con un palmo de narices y con un fulano fuera de combate al que habían puesto de grasa hasta las narices. Porque el cárter del coche perdía. Lo miré, vi que no tenía nada serio y decidí olvidarme de él. Volví a la casa.

Mientras caminaba, oí otra vez las campanadas del reloj. Las ocho de la noche. Las ocho de la noche en un paraje lleno de sombras, lleno de misterios, cargado de encrucijadas.

Cuando vi las líneas elegantes y estilizadas de la vieja mansión del sur, otra vez sentí algo que ya creía desterrado para siempre.

Sentí miedo…