8

El que estaba rabioso era Gordon. A Gordon lo encontré al anochecer en la calle principal de la ciudad, muy cerca de la iglesia donde, según los expertos, sonaba la campana más cristalina de Norteamérica. Estaba aporreando el capó de su coche, de lo cual deduje que o las cosas no iban bien o estaba «ablandando» el automóvil para zampárselo luego.

—¿Qué ocurre? —musité.

—¡Maldita sea! ¿Y lo pregunta?

—Lo pregunto porque no lo sé —dije, con una de esas frases razonables que hasta los policías hacemos de vez en cuando.

—¿Ustedes cómo actúan en Nueva York?

—¿Actuar? ¿En qué?

—Me refiero a cuando viene un cochino leguleyo que quiere sacar en libertad a un cochino interrogado que está en un cochino despacho.

—¿Diciendo cochinas mentiras?

—¡Sí! ¡Y llenando la escupidera de cochina baba!

—Pues eso depende —susurré—. Depende de quién sea el pájaro que está encerrado. Y de quién sea el leguleyo. Y de qué cargos se hagan. Pero por lo general no los soltamos tan fácilmente, cuando se trata del asesinato de una menor.

—Lo mismo pensaba hacer yo, pero en el sur todo es caciquismo —se lamentó Gordon, como si él no viviera de eso—. Hay abogados pertenecientes a buenas familias a los que no puedes desairar si no quieres perder las relaciones, ¿comprende? Y ese bestia de Oscar Forrestal ha tenido la idea de llamar a uno de ellos. Total, que o presentaba pruebas inmediatas al fiscal del distrito para justificar la detención, o lo soltaba en seguida.

—Y ha tenido que soltarlo…

—¡Claro! ¿Qué pruebas tenía? ¿La de que esa muerte le beneficia en un puñado de dólares? ¡Un puñado de dólares tan insignificante que nadie mataría por eso! Total, que todo eran presunciones y he tenido que soltarle.

Me quedó la sensación de que Gordon no le hubiera soltado tan fácilmente si en vez de intervenir un abogado de los que allí eran «alguien» por su dinero y sus influencias, llega a intervenir otro de los que sólo llevan por armas la verdad y la justicia. Pero me callé.

En Nueva York estaba cansado también de ver aquello.

—De modo que está libre… —susurré—. ¿Y adónde ha ido?

—Se ha metido en un hotel de Wilbur.

—¿Por qué no se ha largado?

—¿Cree que voy a permitírselo? Oscar Forrestal no se aleja ni cien metros de aquí sin que yo lo sepa. Además, él ha dicho una cosa sorprendente: que se queda porque quiere dar con el asesino.

—Hum…

—O sea que, encima, se chotea —masculló Gordon.

—Haga una cosa: vigílelo.

—¿Va a enseñarme mi obligación? ¿Se cree que porque venga de Nueva York lo sabe todo? ¡Claro que lo vigilaré! ¡Le voy a meter un policía hasta debajo de la cama! ¡Y le voy a instalar un micro hasta en la tapa del inodoro! ¿Pues qué se ha creído ese tío? ¡No faltaba más!

—Gordon —murmuré—, eso complica las cosas. A mi entender, el asesino vuelve a estar suelto.

—¡Pues que mate otra vez! ¡Le juro que va a tener que hacerlo con permiso del gobernador, de tan vigilado que pienso tenerle!

No tuve duda de que Gordon decía la verdad.

El tío estaba rabioso.

Habían matado en su distrito a una chica muy mona y él las chicas monas las quería para otras cosas.

Por el lado de Oscar Forrestal —me parecía a mí— podía estar tranquilo.

Pero las dudas me atosigaban.

No me dejaban vivir.

¿Maldiciones de ultratumba?

¿Voces que llegaban misteriosamente hasta una clínica de Nueva York? ¿Asesinos que no dejaban huellas?

¿Qué infiernos era todo aquello?

¿En qué planeta vivía? ¿Tendría razón Nancy y habríamos entrado de verdad los dos en el mundo de los muertos?

Pronto tendría nuevos motivos para inquietarme, para llegar hasta el paroxismo de la duda.

Pronto tendría nuevos motivos para volverme loco.

Pero los motivos fueron, de momento, para sentir envidia.

Y si no, juzgue usted.

Verá.

La cosa estaba ocurriendo dentro de un coche.