7

La chica llevaba una falda bastante cortita que mostraba sus piernas opulentas. Sus piernas eran de tal categoría que a la gente que bebía en la barra se le caía el vaso o se le olvidaba el cambio. La chica era una clásica belleza del sur, una hembra morena, apasionada, intensa, pero al mismo tiempo humilde. Porque yo me he fijado en que las bellezas del sur, si no han nacido ricas, son las más castigadas por la vida.

Llevaba un ceñido uniforme blanco.

Y unas medias negras.

De las que a mí me marean.

Pero había en sus ojos una expresión de sufrimiento, de mujer acorralada. Sin duda le dolía estar allí, detrás de la barra, esquivando los zarpazos de algún cliente, diciendo que no a las proposiciones de otro y fingiendo no oír las frases ingeniosas de un camionero cuando aseguraba que no había visto tantas curvas ni cuando se perdió por una carretera del Himalaya.

Como la primera vez que la vi, estaba quieta a un lado de la barra. Pero entonces la pobre se había dormido de pie, sencillamente, de tan reventada que estaba. En aquel momento yo había tenido que despabilarla para que me diese una conferencia con Nueva York. Ahora, no. Ahora la chica vino hacia mí y me puso delante una servilleta de papel, un vaso y unos cubiertos.

—¿Va a comer algo, señor?

—Sólo un emparedado de jamón y una cerveza. ¿Mucho trabajo?

—Los domingos al mediodía no, porque apenas pasan camiones, y los coches que van de excursión no se paran aquí. La centralita telefónica tampoco funciona apenas. Las oficinas están cerradas.

—¿Por qué atiende al bar y al mismo tiempo es la telefonista de Wilbur? —pregunté—. ¿Es que usted no descansa nunca?

Vino hacia mí con la cerveza, contoneándose graciosamente, y explicó:

—Yo solo soy la telefonista, pero hace dos meses que sustituyo a una amiga enferma. Puedo hacerlo porque la centralita está aquí, al lado. Antes el bar y la oficina telefónica eran una misma cosa.

Fue a por el emparedado.

Se notaba que yo le parecía distinto de los demás clientes porque aún no le había hablado de sus curvas. Quizá eso le daba confianza. Eso y el hecho de que yo le hubiera pedido la noche anterior una conferencia con las oficinas centrales de la Policía Metropolitana, en Nueva York.

—¿Ha venido usted por lo del crimen? —musitó.

—No. Cuando yo vine aún no se había cometido.

—La gente no habla de otra cosa —murmuró ella—. Y son muchos los que dicen que tenía que suceder.

Iba a llevarme el emparedado a la boca, pero lo dejé suspendido en el aire.

—¿Suceder? ¿Por qué?

—En esa cripta estaban enterrados numerosos indios seminolas con sus tesoros, y los indios seminolas tienen sus solemnes tradiciones. Tienen también sus creencias, ¿sabe? Dicen que los que profanan sus tumbas mueren al poco tiempo.

Me encogí de hombros.

—Bueno —dije—, lo mismo contaban de la tumba de Tutankhamon y ya ve…

—Sí, ya veo —me dijo la chica, muy convencida—. Todos los que intervinieron en su descubrimiento murieron de una forma misteriosa, como si les hubiera castigado una maldición.

Como la cosa era cierta y a mí todas esas leyendas me desmoralizan, no quise discutir. Pero la muchacha insistió:

—La gente asegura que habrá más muertes. Dicen que ahora la maldición se ha desencadenado y no puede volver atrás.

—La gente siempre explica cosas raras —murmuré, mientras comía.

—Pero las excavaciones en aquella cripta fueron muy discutidas, ¿sabe? Aprovecharon para hacerlas, el que la dueña de la casa hubiese muerto. Y no sepultaron ni siquiera su cadáver… En fin, todo eso me parece horrible. Yo creo que morirá más gente.

—Hay un sistema para que en Wilbur mueran al menos cinco hombres por minuto —susurré.

Ella no me vio venir.

Tenía cara de buena chica.

Susurró:

—¿Sí? ¿Cómo?

—Ponte a tensarte las medias junto a la parada del autobús —le aconsejé—. ¡Verás qué infartos de miocardio!

—Serán de suyocardio —murmuró ella. De todos modos tengo la sensación de que aquello no le había hecho maldita la gracia.

Yo era como todos, un tío sobón que si no llegaba a sus caderas por encima de la barra era porque no tenía los brazos más largos.

Dejó de prestarme atención y se encerró en la cabina de la centralita. Desde allí oí confusamente que preguntaba por los resultados de la liga de fútbol a una compañera de Tegucigalpa.