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El doctor Manson era el forense del distrito judicial al que pertenecía Wilbur. Había llegado allí a primera hora de la mañana, lanzando pestes por el hecho de que le molestaran en día festivo. Porque hay que decir que era domingo, un domingo de radiante sol, el cual no impedía sin embargo que un ambiente gélido flotara sobre el depósito de cadáveres.

Fue Manson el que examinó la cabeza de la chica y dijo que el crimen había sido una cosa rápida, certera, casi una obra maestra. Con un punzón habían atravesado la sien izquierda de la víctima, que había muerto casi instantáneamente. Para colgarla habían empleado el gancho del techo, subiéndola hasta él por medio de una banqueta que existía en la cámara de los muertos.

Eso significaba que el asesino era una persona de excepcional corpulencia, pues había podido subir a la banqueta con el cadáver a cuestas y encima izarlo hasta el gancho, para clavar en él una de las medias de la chica y dejarla así colgada.

Esas fueron las conclusiones del forense.

Las emitió con voz impersonal, helada, como si en el fondo aquello no le importase. Pero yo tenía los ojos clavados en el cuerpo de la chica y no podía apartarlos de allí. Aquello me obsesionaba. No podía dejar de mirar los ojos de la muerta, que estaban muy abiertos, que parecían mirar a la luz irreal de la sala, que parecían vernos aún a todos, extraños fantasmas de aquel mundo donde se mezclaban los vivos y los muertos…

Gordon se acercó a mí.

Yo oí sus pasos y entonces salí de mi sueño.

Permitan que les presente a Gordon.

Gordon es el típico jefe de policía del sur, el policía a sueldo del cacique, el que pega un puntapié a un niño negro si le ve entrar en una escuela para blancos, el que se atiza una tonelada de güisqui por semana mientras multa a todos los borrachos de la localidad, el que dice que hay que ir a la absoluta separación de razas mientras persigue hasta por debajo de los armarios a la última criadita negra que ha entrado a su servicio.

Ese era Gordon.

El tripón, el babeante jefe de policía que me dio un codazo y me dijo:

—Hala, vamos, fuera de aquí, Stirling. En el banco donde está sentado tendremos que echar, si no, una tonelada de desinfectante.

Conmovido por lo amable que era el tío, salí con él. En el exterior del depósito de cadáveres había un jardincillo, y el sol nos dio en la cara cuando nos detuvimos en él. Gordon bizqueó mientras con las dos manos se rascaba la tripa.

—He hablado con sus jefes de Nueva York —me soltó—. Y me han dicho que está usted sometido a expediente por drogadicto, pero que es posible que la cosa acabe en nada.

Asentí.

Yo ya había hablado con Nueva York cinco minutos antes de telefonear a la policía de Wilbur desde la misma población. Y desde Nueva York me habían dicho que me apoyarían, pero sin deshacer la trama según la cual yo era un drogado, un cerdo, una alimaña, un bicho babeante que estaba ahorrando para comprarse un solar en las alcantarillas de la ciudad. Todo eso porque como drogado y como bicho babeante aún podía ser útil a la policía para meterme en ciertos ambientes.

Gordon gruñó:

—Me han informado de que usted se escapó de la clínica tras golpear a un médico, lo cual tendrá malas consecuencias para usted, Stirling. Pero como eso ocurrió fuera de mi jurisdicción, no me importa. En cambio, sí que me importa lo que ocurre aquí, donde yo mando. ¿Qué pretendía, al llegar hasta tan cerca de Nueva Orleans? ¿Tomar un barco clandestino que le llevase a México?

—No hay para tanto —dije, muy serio, sin soltar una palabra de la verdad—. Simplemente, me gusta el sur. Un hombre que acaba de pasar por una cura de desintoxicación, siente a veces el deseo angustioso de cambiar de aires.

—Está bien, eso no lo discuto. ¿Pero cómo le invitó la señorita Nancy a dormir en su casa? ¿Qué era eso? ¿Un plan?

Y sus ojillos de cerdo relucieron de envidia.

También él se había fijado en las piernas de Nancy.

Bueno, que se chinchase.

—Puede que sea un plan —dije, con la mayor cara dura—, pero en todo caso se trata de un asunto mío, sobre el que no tiene derecho a interrogarme nadie.

Se tragó lo que pensaba decirme. Se notaba que el muy jabalí tenía ganas de preguntar: «¿Y qué? ¿Es una chica cariñosa? ¡Cuente, cuente…!» Para luego, cuando yo hubiese terminado de contar, darme dos guantazos. En lugar de eso preguntó:

—¿Cómo descubrió a la chica?

Yo ya lo había explicado todo la noche anterior, pero lo repetí. Gordon seguía bizqueando mientras le daba el sol en la cara. Al fin gruñó:

—Usted es un profesional. ¿Qué opina de eso?

—Pues que cualquiera pudo entrar por la parte trasera de la casa. Desde que los técnicos del Estado andan por allí, todo aquello está absurdamente abierto. Tuvo que ser, además, alguien dotado de mucha fuerza, porque no es fácil subir a la banqueta con el cadáver en brazos y encina alzarlo hasta el gancho. Yo apostaría por un hombre alto, robusto, una especie de catcher[4]. Dos metros de altura, pianos rudas, pies grandes… ¿Han encontrado huellas?

—Sí.

—¿Cuáles?

—Las suyas.

Con aquello, el bestia de Gordon quería indicarme que yo era el primer sospechoso, pero no me impresioné. Desde el momento en que denuncié el crimen, sacando de su sueño a la amable telefonista de Wilbur, sabía que corría ese riesgo.

—Me refiero a huellas del presunto asesino —susurré.

—A eso me refería yo también —dijo Gordon—. No había otras.

—Es absurdo…

—No tanto. El asesino pudo llegar desde el interior de la casa.

—Es que no hay entrada más qué desde el exterior y desde la puerta semisecreta que da al dormitorio de Nancy.

—Por allí pudo entrar el culpable.

—¿Sin que Nancy lo viera?

—Nancy no está todo el día en su dormitorio.

—Eso por descontado —murmuré—, pero cuando se cometió el crimen, sí que estaba.

—El asesino pudo haber utilizado antes la puerta del armario y la escalera —explicó Gordon—, poniéndose a esperar en la cripta, que es un siniestro sótano, como usted sabe. Allí era imposible que alguien le viese. Cuando usted entró en la habitación de los muertos por primera vez, ya debía estar allí, pero no se movió porque contra usted no iba nada. Luego entró esa pobre chica y… ¡zas! Para huir no tuvo grandes dificultades. Pudo subir hasta el tejado de la casa, desde la puerta, valiéndose de las rugosidades de la pared del edificio. Le estoy hablando de un hombre joven y fuerte que de ese modo no pisó el suelo exterior y no dejó huellas. Una vez en el tejado, se descolgó hasta su habitación… ¡y a dormir en paz hasta la mañana siguiente!

Yo puse maquinalmente un cigarrillo en mis labios mientras escuchaba con la mayor atención a Gordon.

Bruscamente, ya no me pareció tan cerdo.

Al menos, me excluía a mí de la lista de los sospechosos.

Según él, el asesino vivía en la casa.

Claro que yo también estaba en ella, pero…

—¿Se da cuenta? —murmuré—. Usted limita mucho el número de los sospechosos. Según su teoría, tuvo que ser alguien que estaba en la casa.

—Por supuesto.

—¿Yo mismo?

—Sí, pudo, ser usted mismo, y por eso analizaremos cuidadosamente las huellas que haya en el cuerpo de la víctima. Pero creo que tengo un sospechoso mejor. Venga.

Me llevó hasta su coche oficial, que esperaba fuera. Mientras andaba, por poco tropieza dos veces al mirar las caderas de una negra. Luego susurró:

—¿Sabe a qué hora se cometió el crimen, según el doctor Manson?

—No. ¿A qué hora?

—A las doce. A medianoche casi exactamente.

¿Por qué me estremecí? ¿Por qué me pareció oír otra vez el sonido limpio y cristalino de la campana? ¿Por qué me pareció que el sol se había oscurecido de repente?

Gordon lo notó. Y preguntó con un gruñido:

—¿Qué le pasa?

—Na… nada.

—Pues entonces no perdamos tiempo. Sígame.

Y fue a entrar en el coche.

Pero la negra de las caderas opulentas acertó a pasar otra vez. Y Gordon tropezó de tal modo, que por poco acaba no con la cabeza metida en el volante, sino además con un dedo metido en el agujero del encendedor eléctrico.

Otro argumento más para demostrar que los negros —y las negras— tienen la culpa de muchas cosas.