No sé si usted, amigo, o usted, amiga, han sentido alguna vez resbalar sobre su frente una gota de sangre. Me refiero a sangre que no sea suya. A sangre que mancha, a sangre que asusta, a sangre de otros que nos deja como marcados para el resto de nuestras vidas.
Eso fue lo que sentí yo entonces.
Y me estremecí.
Pese a ser un sucio polizonte de los que se las tienen con cualquiera, me estremecí. Esa es la verdad. Porque aquella gota de sangre… ¡parecía haber caído del cielo!
Claro que del cielo no podía ser.
Tenía que haber caído del techo.
El sentido de la realidad volvió poco a poco a mí, mezclado con algo así como un miedo espantoso, un miedo más fuerte que yo mismo. Alcé los ojos y entonces la vi. ¡Era una muchacha de apenas diecisiete años! ¡Tenía una profunda herida en la sien, de la que manaba la sangre! ¡Y… y estaba colgada cabeza abajo! ¡La habían colgado de una argolla del techo por medio de una de sus pantis!
A mí personalmente las pantis no me gustan, porque no tienen picardía, pero en ese momento no pensé una cosa así. En ese momento me pareció milagroso que la seda resistiera tanto. Claro que se estaba rasgando, y la muchacha caería de un momento a otro. La habían clavado a la altura de la rodilla y ahora la abertura, que se había ido haciendo más grande al resbalar el cuerpo, estaba a la altura del tobillo.
Sus cabellos rubios flotaban al aire.
Yo nunca había visto algo tan espantoso.
¡Una preciosa muchacha colgada como una res!
¡Asesinada y colgada de un garfio!
Sentí que todo daba vueltas en torno mío.
La habitación, los muertos, la argolla… ¡Todo!
Pero conservé la suficiente serenidad para tender los brazos cuando me di cuenta de que la muchacha iba a caer. Los últimos palmos de seda se rompieron desgarrados por el gancho. La chica cayó mansamente en mis brazos con un chasquido de carne joven, con un susurro de telas finas, con un acre olor de sangre recién derramada…
La dejé en el suelo mientras mis rodillas temblaban y mientras de mi boca escapaba una brusca exclamación de asombro.