No recuerdo cuánto tiempo estuve así.
La cabeza me daba vueltas.
De una forma maquinal, casi sin advertirlo, cerré la puerta. Me apoyé en ella y respiré ansiosamente. Aquello no despedía ningún hedor. No eran muertos, sino momias. Bueno, una cosa y otra son, en parte, lo mismo. Me estaba haciendo un lío con las palabras. Lo cierto era que no me tenía en pie y que me parecía haber sido trasladado más allá del tiempo.
Poco a poco fui recuperándome.
Miré la escalera alumbrada por las bombillas amarillas, aquella escalera que parecía conducir desde el infierno —en que yo me encontraba ahora— hasta un mundo también misterioso, pero quizá mucho más acogedor. Un mundo donde me esperaba la dueña de la voz.
La mujer que era capaz de conseguir que la oyesen en una clínica de Nueva York. Alguien que poseía poderes que nunca han poseído las brujas.
Subí poco a poco.
Mis dedos casi temblaban al acariciar la pulida superficie de caoba.
Y al llegar arriba me encontré ante aquella puerta, la que sin duda daba al interior del armario. Vacilé un momento porque sabía que iba a hacer algo ilegal, pero la desazón que sentía pudo más que mis escrúpulos. De modo que tiré de la puerta y me encontré, efectivamente, dentro de un armario.
Había colgadas en él unas cuantas prendas.
Y más allá se escuchaba la música con tanta claridad como si, efectivamente, la orquesta estuviera junto a la cama. La voz también lo había dicho. Y además debía ser la emisora local, la que cada hora desgranaba el limpio sonido de las campanas de Wilbur.
No tiene nada de extraño el que yo me sintiera como alucinado.
Ahora sí que me sentía de verdad en el reino de los muertos.
Empujé la puerta, con un gesto de repentina decisión, y entonces me encontré en el inundo de los vivos.
O de las vivas.
Porque no estoy hablando de tíos, sino de tías.
Me quedé alelado.
¡Cuerno, qué señora!
¡Qué piernas tan bien cruzadas! ¡Y qué delantera! ¡Y qué boca que se entreabría! ¡Y qué ojos almendrados, los que me miraban con indefinible asombro! Ella sí que era «modelo especial» y no su coche.
Un monumento así no lo producen en cadena.
Quedé detenido en una posición absurda, porque cualquier cosa podía ocurrir. Lo lógico era que ella gritase. Pero, en lugar de eso, recobró la serenidad en seguida y dijo con aquella voz que yo ya conocía perfectamente:
—¿Quién es usted? ¿Pertenece a la policía?
Por lo visto estaba esperando que la policía llegase, lo cual todavía me dejó más confuso. Pero me había hecho una pregunta y la contesté.
—Sí —dije—, pertenezco a la policía.
Realmente, yo no estaba mintiendo.
Mientras el expediente no se resolviese en contra mía, yo era un sucio polizonte perteneciente a la brigada de Narcóticos. Los demás detalles no importaban ahora.
Ella se movió un poco y desconectó la radio. Al hacerlo, la línea larga y turbadora de sus piernas se me mostró con mucha más generosidad todavía.
Realmente me mareé.
—Celebro que haya venido —dijo—, pero no esperaba que llegase por la puerta del armario. ¿Cómo ha sabido que existía?
—No es tan secreta como parece —dije, buscando una respuesta lógica—. Se puede llegar a ella desde el jardín posterior.
—Eso es cierto. Y a veces tengo miedo, se lo juro. Supongo que, hace cien años, las personas que usaban este dormitorio tenían así una manera de salir sin que nadie les controlase. O podían recibir visitas discretas. Las señoras podían verse con los criados guapos y los señores con las criadas guapas. ¡La deliciosa sociedad de entonces…! Pero a mí no me gusta que esa puerta exista, y creo que la haré tapiar. Por cierto que… Bueno, todo ha sido tan repentino que no le estoy atendiendo de ninguna manera. ¿Quiere usted un poco de güisqui? ¿Cigarrillos?
Negué con la cabeza.
—No, gracias, señorita Nancy.
Parpadeó.
—¿Sabe mi nombre?
—Me he enterado antes de venir —dije, sin comprometerme.
—Entonces sabrá que soy la heredera de todo esto. O quizá de todo no… Pero al menos soy la heredera de la casa y de otras posesiones importantes. Los restantes familiares se repartirán unas cuantas cosas que no le detallo a usted porque ese no es ahora asunto suyo. Usted ha venido aquí por lo de los muertos.
Ahora el que parpadeé fui yo.
Aquella mujer me desconcertaba del todo. Su modo de enfocar el asunto con tanta franqueza me dejaba sin saber qué pensar. Y sobre todo, por irreal que parezca, yo seguía sin saber si estaba ante una mujer de verdad o ante una aparición del otro mundo. Porque su modo de hacerse oír en mi clínica de Nueva York aún me tenía trastornado.
—Sí —dije—, he venido por lo de los muertos.
—Supongo que ya conoce la historia.
—¿La historia? —murmuré, sintiendo cada vez más que estaba en terreno resbaladizo.
—Sí… Supongo que ya conoce lo que pasa.
—Me gustaría que usted me lo repitiese —dije—. En realidad, tengo que hacer un informe completo y antes me gustaría escucharla.
—Verá… —susurró Nancy poniéndose un cigarrillo entre sus golosos labios—, yo he avisado a la policía porque no puedo aguantar ya más. He avisado esta noche y me han dicho que estaban enterados del asunto y que ya vendrían mañana. Por eso me ha extrañado tanto que usted apareciera.
—Personalmente —dije, sin querer comprometerme a nada—, no veo la razón para que la policía, en un caso así, no acuda enseguida.
—Es que, como ya conocen el asunto, no quieren intervenir.
—¿Ya conocen el asunto?
—Sí. Y me han dicho que no tienen más remedio que aguantarse.
—¿No tienen más remedio que aguantarse?
—Esto corre a cargo de la Secretaría de Cultura del Gobierno. Han dado la orden desde Washington.
Yo sentí que me tambaleaba. Si antes tenía la aprensión de haber entrado en un inundo irreal, ahora ya no me cabía ninguna duda. Las frases de la muchacha eran para mí un jeroglífico, pese a la naturalidad con que las pronunciaba. La verdad era que no entendía absolutamente nada. Ella lo notó.
—Veo que no me comprende —dijo.
—No acabo de entenderla del todo. Los informes que tenemos en la policía no son enteramente claros, ¿sabe?
—Pues sin embargo es muy sencillo. Ya saben ustedes que esta casa tiene un alto valor histórico.
—Sí, claro —accedí, para no comprometerme.
—Tía Agatha, antes de morir, pidió que su cuerpo fuera embalsamado, al igual que los cuerpos de sus antecesores. Así se hizo, y al ir a depositar la momia, alguien se dio cuenta, por pura casualidad, de que la cripta era mucho más profunda. Se hicieron algunas excavaciones y aparecieron otros muertos. Pero esos muertos no pertenecían a la familia, sino a los primitivos pobladores de esta tierra. Eran indios enterrados con sus joyas, con sus utensilios y hasta con pergaminos que tenían un enorme valor histórico. En resumen…, ¡esta casa estaba edificada sobre un viejo cementerio! ¿Qué ocurrió entonces? Pues que un catedrático se enteró y dio el soplo a Washington. ¿Y qué hizo Washington? Meter las narices en esto y enviar a un experto. ¿Y qué cuerno dijo el experto? Pues que este era el hallazgo histórico más importante que había tenido lugar en el país en los últimos treinta años, y que una serie de historiadores y arqueólogos se ocuparían de los trabajos. Cada momia tenía que ser sacada cuidadosamente, analizada, numerada y llevada a una central de investigación. ¡Pero resulta que hay docenas de momias! ¡Y hay docenas de objetos de oro y plata que el Gobierno quiere hacer suyos, pagándome su valor! ¿Sabe usted lo que significa tasar todos esos objetos? ¿Se da cuenta de la cantidad de horas perdidas por una cosa así?
Yo cabeceé afirmativamente.
Claro que me daba cuenta.
Para los arqueólogos, los investigadores y según qué científicos, el tiempo no existe. Se pueden pasar años examinando una momia. Y mientras, ¿qué…?
—Y mientras, ¿qué? —preguntó Nancy, como si hubiera adivinado mis pensamientos uno a uno—. Mientras tanto los muertos están ahí abajo, en esa habitación horrible. ¡Incluso tía Agatha permanece sin sepultar! Según los científicos, no hay peligro sanitario porque está embalsamada, y además con no acercarme a esa habitación todo terminado. Pero yo ya no puedo aguantar más…
—¿Cómo fue posible que esto empezase? —pregunté—. ¿Cómo consintieron que los científicos y los investigadores se metieran aquí y empezaran a trajinar por su cuenta? Esta es una propiedad privada…
—Claro que lo es. Pero con tía Agatha muerta y sin que ningún heredero hubiese llegado aún aquí, los criados no se atrevieron a oponerse. He sido yo la que me he opuesto, pero ya ve que no me hacen demasiado caso. Lo único que he obtenido ha sido la promesa de que la semana próxima los muertos de la familia serán sepultados de nuevo, que se cerrará la cripta y que las momias de los indios serán llevadas a otro sitio. Pero mientras tanto, ¿qué? ¿Usted cree que puedo soportar esto? Y he llamado a la policía con la esperanza de que…
Se interrumpió.
Dio un par de nerviosas chupadas a su cigarrillo.
—Pero ahora ya está usted aquí —dijo—. Ahora las cosas ya van a ir mejor. ¿Qué piensa hacer? Realmente, yo no lo sabía. Por eso la pregunta me produjo tanto sobresalto. No sabía ni por qué estaba allí. No sabía cómo yo había podido escuchar la voz de aquella mujer a miles de kilómetros de distancia. No sabía si estaba de verdad en el reino de los muertos (en todo caso no andaba muy lejos, puesto que los cadáveres se amontonaban abajo), ni sabía cómo iba a salir de aquel atolladero.
Pero conseguí hacer un gesto desenvuelto, como el que está muy seguro de sí mismo.
—De momento he venido a hacerme cargo de la situación —dije—. Mañana por la mañana hablaré con mis jefes y resolveremos alguna cosa. Mientras tanto, podré instalarme en Wilbur, supongo.
—Ah… ¿No vive usted en Wilbur?
Comprendí que acababa de cometer un desliz. Si yo, teóricamente, pertenecía a la plantilla de policía de Wilbur, lo lógico era que viviese allí.
—He venido de Nueva Orleans —dije—. Me han avisado telefónicamente hace poco.
Ella volvió a cruzar las piernas de nuevo, ofreciendo una exhibición seductora. Hice esfuerzos por mantenerme neutral, pero mis ojos no conseguían apartarse de aquella línea turbadora en la que terminaba la falda.
—En ese caso considérese mi invitado —susurró Nancy—. No puedo consentir que vuelva ahora a Wilbur, teniendo aquí tantas habitaciones disponibles. Es decir…, si no le espera su esposa.
—Soy soltero —dije suavemente. Y me pareció que la pregunta de la chica y mi respuesta estaban cargadas de sentido. ¡La de cosas que imagina uno ante unas piernas mórbidas y largas y ante unas caderas de potentes curvas! ¿A usted no le ha pasado nunca?
Pues imagine lo que me pasaría a mí, después de estar tanto tiempo metido en una clínica. Dije que sí, que me quedaría a dormir en la mansión, con la secreta esperanza de que ella me soltase una frase parecida a esta: «Pues para dormir ya estás bien, cariño; no hace falta que cambies de habitación». En lugar de eso, me señaló muy dignamente la puerta.
—Puede ir a la pieza que hay al fondo del pasillo; está siempre dispuesta para recibir huéspedes. Por cierto, aún no sé ni su nombre. Si lo ha dicho antes, no lo recuerdo. ¿Cómo se llama usted?
—Me llamo Stirling —dije quedamente—. Si me necesita, acudiré. No creo que duerma demasiado esta noche.
Efectivamente, no iba a dormir. Las curvas de la chica por un lado y los muertos por el otro formaban un cóctel demasiado fuerte para permitirme cerrar los ojos…
La habitación que me había indicado Nancy era magnífica y hasta tenía, para que no faltase nada, una cama con dosel. Era como si me hubiese hundido de golpe en el viejo, en el profundo sur, el de las leyendas y el de los misterios. Ah, me olvidaba de algo: Y también el de las señoras que están como trenes.
No ocupé la cama con dosel que me había sido asignada. Encendí un cigarrillo, di unas vueltas por la habitación e intenté trazarme un plan. Ante todo, debía vencer la muralla que significaba el que al día siguiente viniese la auténtica policía.
Pensando cubrirme, decidí ir en secreto a la pequeña población de Wilbur.
Telefonearía desde allí a mis jefes de Nueva York.
Les diría que tenía entre manos algo extraordinario, algo que bordeaba la magia (ya veríamos luego lo que decían de mí) y les pediría que me apoyasen durante media semana. No era demasiado. Así conseguiría que la policía titular de Wilbur tuviera paciencia con una especie de intruso como yo.
Ese era el primer paso.
Pensado y hecho.
Volví sobre mis pasos, fui hacia la puerta y la entreabrí con cuidado. Entonces hubo algo que me sobresaltó, algo que me hizo permanecer quieto, expectante, con la respiración en suspenso. Algo que me pareció un misterio flotando en la niebla, viniendo hacia mí como una mano que me ahogaba.
Y sin embargo, no podía ser más sencillo.
Eran las campanadas que llegaban desde la torre de Wilbur.
Claras, solemnes, como de cristal, atravesando la noche, dejando en el cálido aire del sur como una estela de poesía. Las conté una a una. Doce campanadas. ¡Diablos, cómo había pasado el tiempo! ¡Era ya medianoche! Consulté mi reloj y vi que, en efecto, eran las doce. Abrí del todo la puerta, procurando no hacer ruido, y descendí en silencio a la planta baja.
Vi los retratos de los antepasados.
Y me estremecí.
Estaban allí erguidos, solemnes, heroicos los hombres. Suaves y delicadas las mujeres. Estaban allí en los cuadros, desafiando al tiempo… ¡mientras un poco más allá estaban sus momias silenciosas! ¡Mientras un poco más allá empezaba el reino de los muertos!
La puerta no tenía ningún sistema de seguridad, de modo que pude abrirla fácilmente. Me encontré en el altísimo porche y rodeé la casa. El gran parque, al fondo, aparecía lleno de susurros y de misterios, pero creo que jamás he visto nada tan hermoso. Aceleré mis pasos y me encontré en la parte posterior.
Allí empezaba, si yo no recordaba mal, el sendero que llevaba directamente a Wilbur.
Pero antes de seguirlo me volví. Acababa de oír algo que me helaba la sangre en las venas. Acababa de oír un sonido la mar de natural y que sin embargo me producía una sensación de ultratumba.
Era la puerta que daba a las empinadas escaleras y a la habitación de los muertos.
La puerta crujía a impulsos de la brisa.
Ya había ocurrido lo mismo cuando yo llegué, pero ahora el sonido me pareció mucho más espectral, mucho más profundo. Quizá era que yo estaba perdiendo el dominio de mis nervios. Me detuve y escuché durante algunos minutos aquel crujido como si llegara de las entrañas de la casa.
¿Por qué me volví? ¿Qué fue lo que me dio la oscura sensación de que yo tenía que hacerlo?
El caso fue que volví poco a poco hacia la casa, atravesé aquella puerta, miré las escaleras y me dejé embeber por la luz de las bombillas amarillentas. Luego empujé la puerta de lo que yo ya llamaba «el reino de los muertos». Y los vi todos allí, alineados, con sus órbitas vacías, con sus uniformes ajados, con sus ramos de flores terriblemente mustias… Como cuerpos hechos de polvo y de olvido, como cuerpos sin sangre.
¿Sin sangre…? Entonces, ¿qué fue lo que sentí entonces? ¿Por qué aquella gota caliente, espesa, cayó sobre mi cabeza?