2

El hombre que me había recibido me ayudó a sacar el equipaje del coche. Él también me preguntó si era un modelo exclusivo, y yo le contesté lo de siempre: que la casa constructora me lo había dejado probar y hacer observaciones antes de ponerlo definitivamente en cadena. Después de eso me quedé quieta, con los pies hundidos en la hierba del prado y mirando fijamente la casa.

La casa me obsesionaba.

Era como esas viejas y señoriales estampas del sur. Solo faltaban unos cuantos negros y unos cuantos elegantes militares con sus uniformes sudistas. Era un edificio de otro tiempo que ya no volvería. Quizá por eso era tan hermoso, porque había muerto con su época. Tenía esa belleza serena y a la vez horrible de las cosas que ya no volverán a ser.

Me sentía fascinada.

Y me parecía increíble que yo pudiera estar allí, mirando aquella casa que al fin y al cabo era mía.

El hombre volvió.

—¿Tiene más equipaje, señorita Nancy?

—No, nada más.

—Permita que me presente. Yo soy Talbot, el mayordomo. En la casa hay tres sirvientes fijos y dos eventuales, todos los cuales le serán presentados mañana si usted lo cree oportuno. Mientras tanto, cualquier cosa que necesite me la pide, por favor, a mí. Pero…, ¿pero qué le pasa?

El hombre estaba extrañado.

Tenía que estarlo por fuerza.

Yo no había puesto ni por un momento los ojos en él. Miraba fascinada la casa. Supongo que mis ojos estaban muy abiertos y habían adquirido un color casi transparente. El caso fue que Talbot se asustó.

—¿Necesita algo, señorita Nancy?

—Nada, gracias.

Fue a alejarse.

Y yo, de pronto, barboté:

—Ah, sí, una cosa.

—¿Qué?

—He oído siete campanadas. ¿De dónde vienen?

—De la iglesia que hay en la población. ¿No se ha fijado usted en una torre?

—Sí, desde luego. Y me ha llamado la atención porque es muy hermosa.

—No solo eso. Se dice que tiene las campanas de mejor sonido de todo el país. La emisora de radio local siempre da las horas en conexión con esa torre.

—Gracias por su explicación —dije—. En efecto, el sonido era perfecto.

Y volví a quedar abstraída en la contemplación de la casa, aquella pieza esencial del reino de los muertos en el que yo acababa de poner los pies. Cada vez me sentía más segura, más convencida de haber penetrado en un reino de ultratumba.

Sin embargo, todo continuaba siendo tan normal como en la gasolinera de las luces amarillas. Un par de criados se movían silenciosamente en el porche. Cuando atravesé el vestíbulo y me metí por un pasillo de servicio, noté un apetitoso olor a asado.

¿El reino de los muertos?

El único muerto allí, en todo caso, era el apetitoso pato ala naranja que estaban preparando. Cómo, por lo visto, esperaban mi llegada, lo habían dispuesto todo para recibirme bien. Cuando volví a pasar por el vestíbulo, de paso otra vez hacia la planta noble del edificio, vi los cuadros de mis antepasados que cubrían las paredes. Dos de ellos, al plenos, llevaban uniformes de altos oficiales del ejército del sur. Había unas cuantas damas otoñales con ramos de flores en el regazo, como estuvo de moda en las colecciones de pintura del pasado siglo. Y vi también unos cuantos lienzos del Picasso de la primera época que encajaban a la perfección en todo aquel ambiente. Pensé de nuevo que yo era realmente tonta, al haber llegado a creer que estaba en el reino de los muertos.

Me instalaron en la mejor habitación de la casa, cuyas ventanas daban al amplio jardín posterior. Allí no faltaba nada, ni siquiera un romántico lago con cisnes flotando en él. Yo, acostumbrada a mi modesto piso de Manhattan, nunca había vivido en un sitio tan maravilloso. El pensamiento de que todo aquello era mío, me llenaba a veces de incredulidad.

En el tocador había una fotografía enmarcada de tía Agatha.

Ella sí que pertenecía al reino de los muertos.

Tía Agatha, con la que no había tenido más que lejanos contactos durante mi infancia, me había dejado todo aquello al morir, seis meses antes. Ahora, al ir centrándome en la realidad, yo recordé bien los detalles. Claro que no todo era para mí, pues éramos cinco sobrinos. Pero los demás tenían una parte mucho menos importante.

Me cambié de ropas y bajé a cenar. Ya no me acordaba para nada de mis pensamientos anteriores: de que yo acababa de penetrar en el reino de los muertos. En todo caso, si el reino de los muertos era esto, valía la pena visitarlo de vez en cuando. Vajilla de plata, copas de cristal de Bohemia, legítimo champaña francés… Talbot no había escatimado nada para causarme buen efecto. Y he de reconocer que el pato a la naranja estaba delicioso. Resultaba tan excelente como el famoso canard au sang que probé cierta vez en un restaurante de París, cuando me invitaron los jefes de la empresa. Creo que hasta comí demasiado, porque cuando me levanté de la mesa estaba un poco mareada.

—Y ahora descanse —me recomendó Talbot—. Ha hecho un largo viaje y estará fatigada. Mañana se lo enseñaré todo.

Me encerré en mi habitación y traté de dormir, pero demasiado sabía que eso iba a ser imposible. Desde el momento en que vi la luz de la luna penetrando a raudales por las ventanas, me di cuenta de que mis aprensiones eran ciertas: acababa de entrar en el reino de los muertos. No bastaba el que yo sintiera en mi cuerpo el alegre calorcillo del champaña francés. También sentía en el fondo de las venas el frío de la muerte. Y, en especial, cuando vi que los rayos de la luna daban de lleno sobre el retrato de tía Agatha.

Me sentí tan turbada que lo volví del revés.

Entonces me puse a oír la radio, pensando que eso me distraería. El equipo instalado en el dormitorio era de alta fidelidad y daba la sensación de que una tenía la orquesta al lado mismo de la cama. Dejé sintonizada la emisora local porque transmitían un magnífico concierto de Vivaldi. Luego me senté en una de las butacas y cerré los ojos.

No supe cuánto tiempo estuve así.

Pero la verdad era que temblaba de miedo.

Me resistía a meterme en la cama porque en la cama me hubiera sentido más indefensa. Así, vestida, sabía que podía saltar hacia cualquier sitio y repeler una agresión. Pero a cada minuto que pasaba me sentía más y más hundida en el reino de los muertos.

De pronto oí las doce campanadas.

Me levanté de un salto.

Parecían estar sonando dentro de la habitación.

Con los ojos desencajados, miré en torno mío. Las tinieblas, al recibir la luz de la luna, formaban una suave penumbra. Todo se había rodeado de sombras que parecían moverse. Y el sonido de cada campanada sonaba en mi cerebro como una amenaza o una maldición.

De pronto me di cuenta de la realidad.

Talbot me lo había dicho.

La emisora local daba las horas transmitiendo en directo los tañidos de aquella campana que sin duda funcionaba automáticamente, y que tenía —según el mayordomo— el sonido más puro de Norteamérica. Yo no podía dudarlo, porque realmente me había sobresaltado. Y además el equipo de alta fidelidad las transmitía tan nítidamente que era como si los tañidos sonaran dentro de mi propio cráneo.

Apagué la radio.

Estaba sobresaltada.

Todo aquello podía ser muy natural, pero a mí me había parecido algo así como una obra de brujería.

Poco a poco salí.

Toda la inmensa casa estaba en silencio.

Por las altas ventanas —porque los techos de aquellos inmensos salones del sur también eran altísimos— entraba a raudales la luz de la luna. Todo estaba alumbrado como si fuera de día, pero con una luz sobrenatural, una luz que parecía llegar desde más allá del mundo y desde más allá del tiempo. Mi miedo iba en aumento, tanto que sentí castañetear mis dientes. La sensación de que me hallaba de verdad en el reino de los muertos se hacía más intensa, más angustiosa cada vez.

Vi aquella puertecilla a un lado del vestíbulo.

Pero no me atreví a entrar en ella.

La sensación de que por allí se iba directamente al infierno, me encogía el corazón.

Qué tontería, ¿verdad?

Pero no podía evitarlo. El miedo ya estaba penetrando en la masa de mi sangre y ya llegaba hasta mis huesos, haciendo que mis movimientos fueran más torpes cada vez.

Volví a mi dormitorio.

Y entonces lo revisé como si fuera un sitio del todo nuevo, como si yo no hubiera estado jamás allí. Abrí los armarios como si en cada uno de ellos hubiera de ocultarse algún esqueleto. Y de pronto mis ojos se desencajaron de horror.

Pero no, no era un esqueleto.

Simplemente se trataba de una puerta que estaba al fondo de la pared del armario. Una puerta secreta, para que nos entendamos todos, pero poco disimulada, de forma que no creo que engañase a nadie.

Me parece que sonreí.

La tía Agatha, o las antepasadas de tía Agatha, debían haber sido unas buenas piezas. Por medio de aquella puerta salían al encuentro de sus citas amorosas o recibían a sus amiguitos sin que se enterara nadie. ¡Menuda tierra la tierra caliente del sur! Yo había oído decir que todas las viejas casas señoriales tenían «pasillos del corazón» como aquellos, pero ahora la prueba estaba ante mis ojos. Mi miedo se disipó y se transformó en una sensación de curiosidad. Abrí la puerta y vi las escaleras que descendían hasta las profundidades de la casa.

Mejor que verlas, las adiviné.

Porque no había ninguna luz allí.

Pero mis manos palparon la pared y encontré el conmutador. Se hizo una luz amarillenta y pálida. Fue entonces cuando vi bien las escaleras, que descendían casi verticalmente, tan verticalmente que aquello daba horror. Claro que a un lado estaba la pared, y al otro una sólida barandilla con pasamanos de caoba. Descendí poco a poco mientras miraba las bombillas, y me di cuenta de que todo aquello estaba bastante bien arreglado y hasta limpio. No tenía nada de misterioso. Daba la sensación de que era usado con frecuencia.

Me estremecí.

¡Y pensar que yo había tenido aquella puerta delante de mis narices, en el fondo del armario!

¡Y pensar que alguien podía haber llegado hasta mi dormitorio, desde las profundidades de la casa, sin que yo me diera cuenta!

No sé cuánto tiempo estuve descendiendo.

El corazón me hacía daño en el pecho.

Me golpeaba locamente.

Vi que al final de la escalera había dos puertas más. Una daba al jardín posterior y estaba solo entornada. Eso significaba que hasta mi habitación podía llegar… ¡cualquiera que estuviese en el jardín! La otra puerta no sabría yo adónde daba, hasta que la abriese. Hurgué en la cerradura y no pude abrir, lo cual excitó aún más mi curiosidad. Al fin hice toda clase de esfuerzos, hurgué con una horquilla y pude forzar la entrada.

La habitación estaba iluminada.

Era quizá la más antigua de la casa. Era grande, siniestra. Tenía fuertes arcadas de piedra.

No sé por qué me fijé en eso.

Aun ahora no lo comprendo.

O, mejor dicho, sí que lo comprendo.

Yo tenía miedo.

Un miedo invencible, espantoso, a conocer la verdad, a conocer lo que estaba… ¡Un poco más allá!

Y de pronto lo vi.

Mi cabeza había girado como un resorte.

Ya no podía aguantar más aquella tensión.

Fue entonces cuando me di realmente cuenta de que había supuesto desde el principio la verdad. De que estaba verdaderamente… ¡en el reino de los muertos!

Porque allí se encontraba el cadáver de tía Agatha.

Mirándome fijamente.

Y porque allí se encontraban los cadáveres de los hombres y mujeres que yo había visto en los cuadros del vestíbulo. ¡Todos allí, con sus uniformes, con sus sables! Con… ¡Con sus ramos de flores!

Y eso no era todo.

El universo de horror no acababa ahí.

Aún había más.

Mis ojos desencajados, mis ojos que ya eran incapaces de ver, los miraron uno por uno.

Los rostros de los muertos.

Muertos, con sus cuencas vacías, con sus alanos tendidas hacia mí, con sus huesos brillando en la penumbra…

Mis rodillas temblaron. Creo que lancé un grito.

Un grito de horror, un grito que atravesó las murallas de tinieblas que rodeaban la casa.

Y luego ya no sentí nada más. Sólo que todos aquellos muertos avanzaban hacia mí. Y que la habitación entera daba vueltas, vueltas, vueltas…

Vueltas… Vueltas… Vueltas…

También mi cerebro daba vueltas cuando la voz se disipó. También yo sentía la boca terriblemente seca y las rodillas me temblaban cuando alguien me gritó casi en la cara, mientras me zarandeaba:

—¡Eh, Stirling! ¿Cómo se encuentra? ¡Despierte, Stirling, despierte, maldita sea!

Abrí los ojos.

La penumbra me rodeaba.

Pero más allá de la penumbra vi la cara de Stanton con sus ojos de pez. Stanton me ofrecía un vaso de agua mineral, y eso fue lo que me obligó de pronto a despertarme. Tenía la boca tan seca que hubiese ido a pie hasta un oasis del Sahara con tal de saciar mi sed.

Después de beber, me sentí mejor. Vi que Stanton estaba con un ayudante, porque no se fiaba de mí. Por la ventana entraban de nuevo las sombras de la noche.

Stanton murmuró:

—Ha dormido casi veinticuatro horas. ¿Cómo se siente?

—Muy…, muy mal.

—Claro. Está más débil que un caballo muerto.

Y me señaló un carro mesita donde yo tenía preparada una razonable cena. Pero hice un gesto de impotencia, porque realmente ale sentía incapaz de tragar.

—Entonces —dijo Stanton—, tendré que clavarle un par de inyecciones intravenosas. Su organismo necesita alimento.

—Haga lo que quiera.

Mientras me preparaba el brazo y me buscaba la vena, Stanton dijo con su acostumbrada risita malévola:

—Parece no haberse dado cuenta de la situación, Stirling. Usted es un sucio drogado. Le van a expulsar de la policía por eso. No es más que basura, basura hedionda de la que llena los barrios bajos de Nueva York. Yo creo que en su situación, debería colaborar un poco.

Yo dominé las ganas de escupir.

Stanton no sabía más que una cara de la verdad, pero la otra cara no podría saberla quizá nunca. Stanton no estaba enterado de que si empecé a drogarme, poniendo así en grave peligro mi salud y mi vida, fue obedeciendo las normas de la misión más difícil que mis jefes me habían encargado jamás. Tenía que convertirme en eso: en basura. Tenía que drogarme hasta las amígdalas para que los traficantes y los círculos cerrados del vicio me admitieran en su seno. Tenía que ser un caso perdido más, para poder descubrir las redes por las que circula toda esa mandanga que está ensuciando hasta la médula de los huesos de nuestro país. Tenía que ser un borracho de los que han absorbido porquería hasta por las orejas, y al mismo tiempo tener los ojos bien abiertos y la inteligencia bien lúcida. No era poco lo que habían pedido de mí.

Y encima con esta frasecita:

«Si las cosas salen mal, si un día te encuentran tirado en una calle, si un día te recogen y te llevan a un hospital hecho un higo, nosotros no sabremos oficialmente nada. Te pagaremos los gastos, eso sí, pero para salvar la cara iniciaremos un expediente de expulsión del que saldrás absuelto. Aunque en el fondo no te vaya a pasar nada, a los ojos de todo el mundo serás una filfa. Serás una piltrafa, un asco. Eso es lo que arriesgas, chico».

Y yo me había arriesgado.

Yo esperaba llegar muy arriba, ¿saben?

Aspiraba a ser el gran j efe de todos los policías bribones de la ciudad. El tío que les metiera broncas. El que limpiara las calles de tanta carroña como ahora hay suelta por ahí. El que cobrara un sueldo de chuparse los dedos. El que tuviera un par de secretarias guapas.

Aspiraba a ser el gran jefe Cara de Caballo ante cuyas plumas y cuya hacha de guerra temblaran todos los polizontes de la ciudad.

Pero ya ven.

No había llegado muy arriba, sino muy abajo.

Había llegado a esto.

A una clínica para drogados donde cuidaban de mí las manos amorosas de Stanton. Donde la enfermera más joven tenía dos siglos. Y donde aún sufría los horrores de la recuperación, después de mi etapa de «viajero», mientras la policía me tramitaba, con todo cariño, un expediente de expulsión, por muy falso que fuese.

Pero lo peor no era esto.

Lo peor era que yo tenía miedo de volverme loco.

—Stanton… —susurré.

—¿Qué?

—He oído otra vez aquella voz.

Stanton se rio en mis narices, mientras me pinchaba.

—¿La misma? —balbució.

—Sí, la misma,

—Usted no es sólo basura, Stirling. Usted está hecho ya una gelatina.

—¿Por qué no me cree?

—Porque para hablarle ha tenido que entrar alguien en la habitación, ¿verdad?

—Eso no lo dudo —concedí.

—Pues bien, le aseguro que no ha entrado nadie, sino yo mismo. Le tengo tanto cariño que le vigilo personalmente. Durante mi turno no ha entrado nadie, y durante los demás le garantizo que tampoco.

Retiró la inyección y lavó el vaso en aquel lavabo que ya apenas funcionaba.

—No sé cuándo diablos le instalarán del todo el otro —dijo—. Claro, ¡cómo no dejo entrar a nadie! Tome, beba esto. Es alimento líquido.

Tragué porque lo necesitaba y porque seguía teniendo sed. Al mismo tiempo aquel vaso era una cosa real que me unía a este mundo. Por lo menos, mientras bebía no soñaba. Y no oía aquella condenada voz.

Luego me volví a tender en la cama.

Me sentía mejor.

—Stanton —murmuré.

—¿Qué le pasa ahora?

—Le juro que no he soñado. La chica que me hablaba se llamaba Nancy. Y estaba en el reino de los muertos.

—¿Ah, sí?

—No lo tome a broma, Stanton. Yo sé que a los drogados les pasan cosas raras, pero yo ya estoy mucho mejor. Ya no tengo alucinaciones. Usted sabe que hasta ayer mi conducta fue normal.

—Bueno, a ratos.

—Le estoy diciendo la verdad.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde estaba ese bendito reino de los muertos?

—En una mansión del sur.

—No me diga… Con cuadros de antepasados y todo.

—Sí —dije, sintiéndome avergonzado—. Con cuadros de antepasados y todo.

—Bueno, amigo, ¿sabe qué le digo? ¡Váyase al cuerno! ¡Ya empiezo a estar harto de usted! ¡Menos mal que termino mi turno dentro de media hora!

Y salió dando un portazo.

Nunca he esperado media hora con tanta ansiedad como la que faltaba para que Stanton emprendiese el vuelo. Yo sabía que aquella noche estaba de servicio Hughes, que era un buen chico. Y apenas hubieron transcurrido los treinta minutos, y cinco más de margen, cuando me puse a apretar ansiosamente el timbre.

Hughes entró con sus revistas para pasar distraído la noche y con su cara de buen muchacho.

—Bueno, Stirling… ¡Ni que alguien hubiera pegado fuego a la habitación! ¿Qué le pasa ahora?

—Quiero pedirle un favor. Quiero que me traiga un libro de la biblioteca. Sólo con eso podré dormirme.

—Si quiere, le dejo alguna revista.

—Oh, no… Es un libro concreto el que me interesa. Cuando estuve en la biblioteca hace una semana lo vi. Ya sé que ahora no me lo pueden prestar porque no está la bibliotecaria, pero usted puede tomarlo como si lo quisiera leer. Me haría un inmenso favor, Hughes.

—Está bien; se lo haré si no va a dar la lata en toda la noche. ¿Qué libro es ese?

—La guía del viejo sur, de Carlyle.

—Hum… Una especie de guía turística para intelectuales. No sé para qué demonios le interesa una cosa así, cuando lo que debiera preocuparle es que no le expulsen de la policía.

—Así distraigo mis preocupaciones —dije, tímidamente.

Y el tío me creyó.

Cuando Hughes me trajo el libro, lo hojeé con ansia. Yo sabía que estaba lleno de datos históricos, de fotografías y de planos. Sobre todo de planos, para que el turista, el excursionista o el enamorado del paisaje que quisiera conocer bien el sur, encontrara los mejores caminos. Por supuesto, estaban señaladas las gasolineras, sobre todo las viejas. Y la voz me había dicho que la gasolinera donde empezaba el reino de los muertos era vieja.

Al pensar esto, casi me reí de mí mismo.

El reino de los muertos…

¿Pero qué tonterías estaba creyendo?

Como el sur es una zona inmensa de los Estados Unidos, desde Texas a Nuevo México y desde Virginia a Luisiana (estoy hablando del viejo sur), me ocupó varias horas revisarlo todo. Pues la voz no me había dado ningún dato geográfico, ninguna localización. No me había dado nada, excepto miedo. Por fin encontré una gasolinera situada al principio de un camino estrecho y recto (aquel camino del reino de los muertos de que hablaba la voz) y al final del cual, a la salida de una curva, estaba una vieja casa de sur que el libro señalaba como «histórica y notable».

La cabeza seguía dándome vueltas.

¿Podía ser aquello?

Todo lo que yo había oído en sueños, ¿podía existir?

Mis ojos miraban obsesionados el plano.

Cada vez la sensación de pesadilla se hacía más intensa.

Porque además, a una milla de la casa había una población. La pequeña población se llamaba Wilbur. Y el libro anotaba: «Vale la pena detenerse a oír la campana de su iglesia, que está sincronizada a un reloj de gran exactitud, y que según los expertos tiene el sonido más limpio y perfecto del país».

Ya no lo dudé más.

¡Por todos los infiernos!

¡Yo no había sufrido ninguna pesadilla!

Lo que acababa de oír era… ¡la voz de la propia muerte!

¡Pero la muerte me había hablado de algo real! ¡De algo que existía!

Curiosamente, no tuve miedo, a pesar de saber que iba a atravesar las fronteras del más allá. Peor sería si me quedaba en la habitación esperando que la voz volviese. De modo que tomé una de las decisiones más graves de mi vida, una decisión que podía hacer que el expediente de expulsión de mentira se transformase en un expediente de expulsión de verdad. Pero no lo dudé mientras me arreglaba, me afeitaba en silencio, me vestía y mientras reunía el poco dinero del que podía disponer. Abrí la puerta y en el pasillo silencioso vi a Hughes leyendo revistas, como todas las noches.

Aquella hora solía ser tranquila.

Los drogados daban la lata al amanecer.

En la Escuela de Policía me habían enseñado a escabullirme de los sitios y a andar sin hacer ruido, pero ¿qué quieren que les diga? Con el tiempo uno pierde la práctica. De modo que causé un pequeño roce y Hughes alzó de pronto la cabeza, mirándome como si yo fuese un aparecido.

—Stirling —barbotó—, ¿pero qué hace?

Yo lamenté de verdad aquello.

Lamenté tener que mover el puño derecho con tanta fuerza. Lamenté tener que partirle lo que se dice la cara. Lástima que no fuera Stanton. En este inundo siempre se la carga el que menos culpa tiene.

Y se la cargó el pobre Hughes.

Cuando le dejé para el arrastre, tumbado de tal forma que un árbitro le hubiera contado hasta sesenta, me largué hacia la sala de visitas, tomé un par de periódicos y me dirigí tranquilamente al ascensor. Todo era cuestión de echarle cara a la cosa. Allí no conocían a todos los médicos, y yo, con mi aire desenvuelto y mis dos periódicos bajo el brazo, parecía uno que hubiese terminado la consulta algo tarde. Para entrar me hubiesen preguntado tal vez algo, pero para salir no me preguntarían nada. Y así fue. El conserje me saludó respetuosamente. Un poco más, y el tío me pide propina por abrirme la puerta. O me ofrece participaciones para el sorteo de Navidad.

Cuando me vi libre, no perdí el tiempo. Hughes se recuperaría en cinco minutos, si no lo descubrían antes. De modo que tomé un taxi, me hice conducir a la estación del metro de Times Square (y allí que me echaran un galgo, con el lío de pasadizos que hay) y salí en la Quinta Avenida, donde tomé un taxi. En el taxi me hice conducir al aeropuerto de Newark, en el vecino estado de Nueva Jersey.

Desde Newark salen una barbaridad de aviones hacia el sur. Unos directamente y otros procedentes de escalas. Los mostradores de las diversas compañías tienen empleadas guapas hasta altas horas de la noche.

La ciudad a la que me interesaba ir era Jackson, en el centro del estado de Luisiana. Desde Jackson podría dirigirme en coche hasta el lugar donde el plano situaba la vieja gasolinera.

La compañía Air América tenía un vuelo hacia aquella ruta media hora después. Compré un billete sin pagarlo, empleando mi tarjeta de crédito del Diner’s, que conservaba en la cartera. Eso me permitiría disponer de dinero en efectivo para atender cualquier eventualidad. La media hora de espera se me hizo angustiosa, pues temía que la policía diera una orden muy lógica: vigilar los aeropuertos. Y yo era lo bastante conocido para que me echaran el guante apenas me viesen asomar las narices.

Pero no ocurrió nada, porque mi desaparición de la clínica tampoco tenía tanta importancia. Yo no era un pájaro de esos gordos, tras los que se moviliza toda la bofia. O quizá media hora fue un plazo demasiado corto para que reaccionaran, no sé. El caso fue que, cuando me vi a bordo del DC9 respiré tranquilo.

A pesar de que iba al encuentro de la cosa más intranquilizadora con que me había tropezado en mi condenada existencia.

La ciudad de Jackson empezaba a dormir plácidamente cuando yo me planté en ella, cerca de la medianoche. Como ya era tarde para alquilar un coche sin conductor, me quedé a dormir en un hotel próximo al aeropuerto, un delicioso y tranquilo hotel donde, cada vez que pasaba un reactor, la cama se levantaba del suelo. Pero yo dormí hasta el mediodía siguiente sin enterarme de nada, quizá porque aún subsistía el efecto de las inyecciones calmantes que me daba aquel podrido de Stanton.

Pagué la cuenta, desayuné con buen apetito en un restaurante de paso y me dirigí a la agencia de alquiler de coches, que estaba en el mismo aeropuerto. Me llevé un Pontiac y empecé a rodar hacia el Sur, hacia lo desconocido.

Desde Jackson parte una gran carretera, la Nacional 55, que pasa cerca de Brookhaven y le deja a uno en Hammond, desde donde puede ir a Baton Rouge o a Nueva Orleans. En todo caso, aquello es el sur profundo y nostálgico, el de las viejas esclavitudes, el de la segregación racial, el de las leyendas de brujería y el de —todo hay que decirlo— las señoras que están como trenes. Un par de veces, mientras conducía, estuve a punto de estrellarme porque había confundido la popa de una señorita negra con una señal doble de curva peligrosa.

Yo no necesitaba llegar hasta Hammond. Siguiendo el plano que había arrancado del libro, me detuve en Amite, en el condado de Tangipahoa, desde donde parte la carretera comarcal que va a Bogalusa. Muy cerca de allí, y muy cerca también de un río llamado Boyné Chitto, tenía que estar la gasolinera.

Mientras rodaba a buena velocidad, las sombras iban adueñándose otra vez del paisaje. Mis aprensiones aumentaban sin que yo supiera bien por qué.

Es vergonzoso decirlo.

Pero tenía miedo.

Deseaba que todo aquello fuese un sueño, una pesadilla. En cambio, si todo aquello era realidad, yo me sentiría perdido. Hubiera dado en este momento todo lo que tenía porque la gasolinera no existiese.

Pero de pronto la vi.

Mis ojos se entrecerraron.

Mis manos hicieron temblar el volante de tal modo, que el coche por poco se sale de la calzada.

Me detuve porque quería verla. Aún confiaba en que todo aquello no fuese verdad. Pero vi, en efecto, las luces amarillas que apenas disipaban las tinieblas. Vi las paredes de pintura desconchada. Vi el anuncio que proclamaba las excelencias de un nuevo tipo de neumático lanzado por la Firestone.

Era como si la voz me hablase otra vez. Yo vivía en la realidad lo que me había parecido vivir en sueños. Y entonces se me aproximó el tío gordo y sonriente. El tío que mascaba chicle.

Me preguntó:

—¿Cuántos litros le ponemos, señor? Cerré otra vez los ojos porque acababa de verlo. De uno de sus bolsillos sobresalía la revista infantil, con sus colores chillones.

—Diga, señor, ¿cuántos le pongo?

Me miraba como si yo fuese un tío raro de esos que no saben lo que quieren.

—Ah, sí… —murmuré—, seis galones.

Mientras me servía, descendí del coche y le pregunté si poco tiempo antes había pasado por allí una señorita que le pidió cuatro galones de esencia.

—¿Una señorita? ¿Cómo era? Por aquí pasa mucha gente, señor.

Entonces me di cuenta, con un absurdo sentimiento de sorpresa, de que no sabía nada de aquella mujer, excepto que tenía una agradable voz y se llamaba Nancy. Por un momento me ilusionó creer que aquel universo de horror no existía y que ella tampoco había existido nunca. Pero el hombre gordo insistió amablemente:

—Diga… ¿cómo era? ¿No recuerda ningún detalle? Yo en las mujeres me fijo…

—Lo único que sé es que conducía un modelo exclusivo, un modelo que aún no está a la venta.

El hombre alzó las manos y entonces tuve una evidencia más de que todo aquello existía. Entonces el miedo volvió a mí.

—Ah, sí… —dijo—. Un modelo que me llamó la atención… De eso debe hacer una semana, ¿sabe? O quizá diez días. Pero lo recuerdo muy bien porque la chica era de rechupete. Bien de aquí, bien de allá, muy bien de acá… Siguió por esa carretera estrecha.

Era una variante de la carretera de Bogalusa. Era una especie de camino vecinal muy bien cuidado que va hacia Folsom, Covington y Abita Springs, y muy cerca del lago Pontchartrain, que es algo así como la bahía de Nueva Orleans. En definitiva, era el camino recto y estrecho de que me había hablado la voz. Y yo sentí un brutal estremecimiento.

Pagué y me largué.

Sobre el camino flotaban las sombras de los cipreses. Era un camino triste e inacabable que parecía llevar a un cementerio. Una hora después tomé a poca velocidad una curva y… y vi la casa.

La vieja y solerme casa del sur.

Con sus columnas.

Con su prado verde delante. Con su jardín y su lago detrás. Con su especie de aura misteriosa flotando alrededor de las ventanas cerradas.

Por suerte yo no llevaba aún los faros encendidos, aunque casi era de noche. Eso permitió que nadie me viera. Oculté el coche entre unos árboles y seguí a pie la línea de un bosquecillo.

Oculto allí, esperé a que se hiciera completamente de noche.

Vi que varias de las ventanas se encendían. Eran muy pocas, lo cual me indicó que la casa se hallaba casi deshabitada. En el jardín posterior también se encendieron algunos faroles muy poéticos, pero que no hacían más que resaltar la siniestra soledad del paraje. Por fin todo quedó en silencio y yo me decidí a avanzar.

Ahora ya no me cabía duda de que la voz había dicho la verdad. Todo concordaba.

¿Pero cómo había llegado la voz hasta mí, situado casi al otro extremo del país? ¿Cómo era posible? ¿En qué especie de clima de brujería estaba yo metido?

Di la vuelta a la casa, deslizándome como un «corlando» hasta el jardín posterior. Recordaba los detalles dados por la voz corlo si aún la estuviese oyendo. Había hablado de que desde la puerta secreta del armario se llegaba a unas empinadas escaleras por las que se descendía a un pequeño rellano con dos puertas más. Una daba al jardín posterior. La otra… a la siniestra habitación porticada donde estaban los cadáveres.

Eso significaba que, desde el jardín, yo podía llegar a aquel rellano. Y significaba también que, prácticamente, cualquiera podía hacerlo.

Y por consiguiente bastantes personas conocerían la existencia de aquella habitación de los cadáveres.

Hice un gesto de optimismo.

No, no era posible.

Allí estaba el fallo.

Una habitación repleta de cadáveres y cuya existencia conocen bastantes personas, no se queda así ni diez minutos. Inmediatamente alguien avisa a la policía, cuyos miembros llegan entre aullidos de sirenas y golpes de panza a las puertas. Diferente hubiera sido caso de tratarse de una habitación realmente «secreta». Pero ¡diablos!, una habitación que da casi a un jardín es cosa distinta. Yo estaba seguro de que me encontraría con que allí no había nada de nada. ¡Ni hablar de cadáveres! ¡Todo habría sido como un maldito sueño!

Mis dedos temblaron.

La puerta gruñía ante mí.

El viento suave de la noche la hacía oscilar. No estaba ni siquiera cerrada. Y desde el interior, a través de los intersticios, llegaba una especie de resplandor fantasmal.

Empujé aquella puerta.

Y el frío llegó hasta el fondo de mis nervios, dejándolos paralizados. Porque, en efecto, allí había como un pequeño vestíbulo. ¡Y allí nacían unas escaleras muy empinadas que llegaban hasta el primer piso de la casa! ¡Allí estaban las luces amarillas!

¡Todo tal como me lo había dicho la voz! ¡No faltaba ni el detalle de la barandilla con pasamanos de caoba!

Y allí estaba también… la otra puerta.

Más allá habían de estar los muertos.

El reino de los muertos.

Claro que yo no podía creerlo.

Era absurdo, ridículo. Era…, ¡era espantoso!

Vacilando como no había vacilado jamás, obrando como un colegial más que como un policía, empujé aquella otra puerta. No tuve ninguna dificultad. Estaba tan abierta como la otra, lo cual evitaba toda sensación de misterio. O al menos eso creí yo hasta que vi el interior. Hasta que vi todo aquel horrible amontonamiento de muertos.

Una mujer de mirada espantosamente fija, que debía ser tía Agatha. Hombres con destrozados uniformes del sur y momias que conservaban en las manos… ¡lo que había sido un ramo de flores!

¡Esqueletos con sus órbitas vacías! ¡Manos huesudas que parecían tenderse hacia mí! ¡Una pesadilla que estaba más allá de la vida!

¡Aquella era la horrible verdad!

¡Yo acababa de penetrar en el reino de los muertos!