Los pensamientos se atropellaron en el cerebro de Anna. Se atropellaron con tal fuerza, en tan angustioso tropel, que por unos momentos la muchacha estuvo a punto de perder el sentido.
Pero se mantuvo en pie. Lo veía todo como una película macabra. Recordó la vez que Michel había confundido el azúcar con la sal.
No había visto el cadáver de la mujer en el lavadero del sótano. No había visto los guantes que se ponía, y en los que le bastaba remeter los dedos al estar colgados. No se había dado cuenta de que uno de ellos tenía la forma de una garra. Maquinalmente, se los puso y se los quitó un par de veces. Como lo hacía de un brusco tirón, ni los rozaba apenas. De todos modos, se hubiera dado cuenta más adelante de una serie de anomalías, pero en un par de veces no había sucedido nada.
Los pensamientos seguían atropellándose, confusos y terribles, en la mente de Anna.
Por tanto, Michel no daba importancia a tener encendida o apagada la luz. Por eso a veces Anna había tenido la sensación de que él escribía a máquina a oscuras. Michel podía hacerlo porque conocía exactamente la situación de las teclas.
Por eso no se movía de la casa, que conocía al dedillo y a ciegas.
Por eso había dejado de conducir.
Por eso no había visto tampoco la cal en la pequeña piscina. Ni la mano muerta de André sobresaliendo por entre ella.
¡No había visto nada!
¡Y no había hecho nada!
Pero, entonces…
Los pensamientos de Anna se detuvieron aquí.
Una especie de náusea le llenó la boca.
Si lo que ella pensaba era cierto, eso significaba que…
—Tenía que decírtelo —musitó Michel—, pero no me atrevía. Me daba angustia causarte ese dolor. Sufro desprendimiento de retinas tardío, a consecuencia de una lesión sufrida en mi último combate. Me están tratando y pronto recuperaré la visión normal, tras una sencilla operación. Calvert lo sabe. Él quería avisarte.
Anna se estaba ahogando.
Ahora comprendía muchas cosas, muchos contrasentidos.
Ahora lo comprendía todo.
Y la pregunta volvía a ella como una obsesión, como una pesadilla.
¿Pero, entonces…?
Y la voz a su espalda disipó sus dudas. George había recogido la pistola.
La apuntaba con una fina sonrisa en sus estrechos labios.
—Siento que hayas fallado, Anna, porque me hubiera gustado que lo matases tú. Mi venganza completa, rotunda, era esa. Que tú misma lo matases… Os odio con toda mi alma porque Michel te arrebató de mis brazos y porque tú le preferiste a él. Quiero vuestra destrucción, vuestro dolor y, al fin, vuestra muerte. No me bastaba con mataros… Antes teníais que palpar vuestra propia destrucción… Y eso es lo que he estado haciendo. Basándome en el hecho de ser el único vecino y de conocer la casa muy bien, he podido preparar detalles que de otro modo me hubieran resultado imposibles. Las víctimas que he causado hasta ahora no me importaban, porque cada una de ellas alimentaba el odio que tú ibas sintiendo hacia Michel, el odio que al fin armaría tu mano para matarle. Y porque al mismo tiempo te hacía sentir a ti los suplicios del infierno… Solo una víctima era necesaria para defenderme: madame Denise. Madame Denise y yo éramos amigos íntimos ¿comprendes? Muy íntimos. Ella me orientó en muchos aspectos del «tratamiento» que había de darte, aunque nunca le revelé mi plan del todo. También ella contribuía a desorientarte y a hundir tu moral, pero al fin se dio cuenta de que aquello era demasiado serio y quiso hablarte. Yo no podía consentirlo. La maté… También te di un motivo material para que sospecharas de Michel: el supuesto dinero de tus padres. Llamaste al despacho del notario Condorcet, en efecto, pero a aquella hora no había allí más que un amigo mío, el portero de noche, que te contó una bonita historia a cambio de un puñado de francos. Y antes te he causado otros dolores, Anna. Todo el daño que he podido… Como en el caso de tu perro. El que tú viste gaseado no lo era, aunque lo parecía. Los perros de la misma raza, una vez muertos, se parecen mucho. Pero a tu amado pastor alemán lo tengo yo. Con él sí que usé una bala anestésica antes de pincharle los ojos para que quedara ciego. Ciego como su amo… Además, así no le serviría de guía ni de defensa. Necesitaba teneros a los dos desesperadamente solos… Claro que ese perro odia mi olor, odia mi voz, pero no tiene ocasión de atacarme. Está en una jaula. Y a veces lo oyes aullar. Es un aullido verdadero, no viene de tu imaginación. Pero eso ha ayudado a darte la sensación de que te volverías loca…
Y apuntó cuidadosamente a Anna para matarla primero. Michel estaba indefenso. Vendría después. No podría evitar nada. Luego tomaría todo el aspecto de una espantosa cadena de crímenes cometido por un matrimonio loco que al fin resolvió llegar al suicidio.
Anna sentía en la boca la misma bola espesa de asco, de náusea, de muerte. Todo lo que pudo decir fue:
—¡Cerdo cobarde!
Y miró cara a cara a la muerte. Vio cómo el índice de George se cerraba sobre el gatillo. Pero no llegó a apretarlo del todo.
En aquel momento ocurrió lo que nadie esperaba, y menos George. En aquel momento, aquella forma maciza, casi negra, poderosa, saltó a espaldas del asesino, atraída por su olor. Los dientes del pastor alemán se clavaron en el cuello de George, destrozándole la nuca. El asesino cayó de bruces, indefenso, mientras lanzaba un aullido de muerte.
El perro clavó dos salvajes dentelladas más.
George hubiera podido defenderse caso de tenerlo de frente, pero lo tenía a su espalda. Su nuca quedó materialmente partida. Y él quedó espantosamente quieto…
Anna, apoyada en la pared, lo veía todo como alucinada, sin atreverse a hacer un gesto, sin atreverse a gritar. Vio cómo el perro llegaba hasta ella, atraído por el olor de su dueña. Y se tendía mansamente a sus pies.
Dos lágrimas corrieron por las mejillas de la muchacha, cuya mano se movía. Le acarició suavemente la piel ruda, fuerte, que había amado tanto. Y miró hacia la puerta.
Había oído pasos en ella.
Y era verdad. En el umbral estaba el doctor Calvert, quien por fin había encontrado la casa.
El doctor Calvert hizo un gesto suave, mientras murmuraba:
—He oído las últimas palabras mientras subía la escalera, y he presenciado de lejos el ataque del perro. Creo que mi llegada no ha podido ser más oportuna. Necesitarán un buen testigo…
Anna dijo que sí, maquinalmente, con la cabeza. Dijo que lo necesitarían. Pero ya no pensaba en eso. Sólo pensaba en esas dos cosas tan entrañables y tan sencillas que son un hombre al que se ama y un perro que sabe permanecer fiel.
Se acercó a la ventana y miró hacia el espacio infinito.
Allí estaban, haciéndole guiños, los millones de estrellas inescrutables y misteriosas, los millones de lucecitas.
Pero esta noche le parecían… ¡tan distintas!