Michel había entrado ya.
Como siempre, no se oían más que los mil ruidos furtivos de las paredes y los muebles viejos. Toda la casa respiraba, palpitaba.
Anna subió las escaleras poco a poco, sintiendo crujir los peldaños bajo sus pies. Todo estaba a oscuras. Nada, ni un resquicio de luz. Como si la muerte acechase.
Al fin entró en el despacho de Michel, sintiendo que sus nervios vibraban con el crujido de la puerta.
Él estaba allí. Distinguió su sombra a la luz incierta de la luna. No había encendido la lámpara. Se hallaba sentado ante la máquina. Pero no escribía.
Musitó con voz tranquila:
—Anna…
—Hola, Michel. ¿Por qué no enciendes la luz?
—Tienes razón. Perdona. Es que acababa de llegar.
Movió la mano, pulsó el conmutador y una claridad concentrada se hizo en la estancia. Anna se arrepintió inmediatamente de haberle pedido aquello. Puso con un rápido gesto las manos la espalda, para ocultar la pistola. En la penumbra todo hubiera ido mejor. Pero, en fin ya estaba hecho.
Michel sonrió.
—Me temo que antes te he asustado, Anna.
—No tiene importancia.
—Estás algo nerviosa, ¿verdad?
Ella preguntó con voz ácida:
—¿Te parece que no he de estarlo?
—Lo comprendo… De todos modos necesito hablarte.
—Hazlo.
—Verás… Quizá debí decirte esto estando más tranquilos los dos. Ciertas cosas necesitan un «clima». Pero es necesario que hablemos sin más tardanza porque habrás notado algunos detalles.
—Sí, Michel, he notado… algunos «detalles».
—Quizá pensarás que ha sido falta de confianza.
Ella se estremeció. ¿Cómo podía hablarle con tanto cinismo, con tanta indiferencia? Pero trató de situarse en su lugar, en su mente enferma.
—Si esto ha de causarte dolor, no hables —dijo.
—Claro que me causa dolor… Pero quiero ser sincero contigo.
—Te lo agradezco.
Ella pensó que estaba perdiendo el tiempo. No se sentía segura. Y además cada minuto contaba…
—Hazlo —dijo—. Sé sincero conmigo. Te lo agradezco de verdad. Pero antes dame un cigarrillo.
El paquete estaba junto a la ventana. Para recogerlo, Michel tenía que volverse de espaldas. Ese sería el momento de Anna, el mejor momento que podría soñar. Y él lo hizo.
Se volvió.
Anna alzó la mano poco a poco. Notó que temblaba horriblemente. Se la sujetó con la otra.
Pero ni aun así…
Nunca había imaginado que tendría que disparar contra Michel, ni aunque fuera una bala anestésica.
Pensó desesperadamente: ¡No vaciles! ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!…
Y apretó el gatillo.
Pero su derecha seguía temblando de tal modo que la bala solo rozó a Michel. Se produjo un sordo estampido. Y el proyectil se estrelló contra la pared.
Inmediatamente se desintegró, como se hubiera desintegrado bajo la piel de Michel.
Y aparecieron unas volutas de gas.
Anna se llevó las manos a la boca, dejando caer el arma, mientras un ramalazo de horror la recorría.
Demasiado tarde lo comprendió.
Aquello no era gas anestésico. Aquello era… ¡gas venenoso!
¡Había estado a punto de matar a Michel!
Él se volvió. Pero lo hizo sin prisa, sin miedo.
No debía haberse dado cuenta de nada.
—¿Qué ha sido eso, Anna? ¿Con qué has disparado?
Y clavó sus ojos en ella.
Pero por primera vez Anna se fijó en esos ojos, Se fijó de una manera distinta.
No con la indiferencia de la costumbre. No con la tranquilidad del que piensa que hay cosas que no suceden.
Porque ahora Anna lo descubrió.
Ahora Anna se dio cuenta de la terrible, de la espantosa, de la casi increíble verdad.
Michel no la veía, o por lo menos no la había visto en los últimos tiempos.
Michel… ¡estaba ciego!