15

Se volvió poco a poco.

Sus ojos extraviados contemplaban la noche, las estrellas, los millones de lucecitas que llenaban el firmamento.

Y la figura de Michel.

Michel estaba allí, quieto sobre la hierba, más alto que nunca, más espectral que nunca, con sus facciones impasibles, a muy poca distancia de la trágica piscina por la que aún asomaba la mano de un hombre.

Paseó sus ojos por ella. Y no se inmutó.

Michel nuca se inmutaba, ni siquiera ante lo más horrible.

Anna había contenido la respiración. Se llevó lentamente las manos a la cara y apretó los labios con todas sus fuerzas. Sentía unos deseos desesperados de gritar, de huir de allí. Pero no lo hizo.

Trató de repetirse una y otra vez que Michel era un monstruo. Y una y otra vez llegó la voz del viejo cariño que había sentido por él. Una y otra vez se dio cuenta de que las cosas que les unían eran aún más que las cosas que les separaban.

Casi sintió asco de sí misma, por seguir unida a aquel asesino, que al fin y al cabo quería acabar con ella. Pero se mantuvo quieta.

Ahora respiraba anhelosamente, como una bestezuela que teme ser atacada.

Michel susurró:

—¿Has oído el aullido del perro?

—Sí… Sí que lo he oído.

—Es el nuestro.

—Te equivocas, Michel —dijo ella—. No lo es. El nuestro fue capturado por los laceros municipales y gaseado, porque no llegué a tiempo de rescatarle. Ya no vive. Y sin embargo…

—Sin embargo, tú has pensado lo mismo, ¿verdad?

—Sí. Algunas veces lo he oído y lo he pensado, pero pienso que estoy algo trastornada, ¿sabes? También veo en ocasiones, al cerrar y abrir los ojos de pronto, millones de lucecitas.

—Eso es fácil de remediar —dijo Michel lentamente—. No tiene tanta importancia.

Y volvió a dirigir sus ojos hacia la piscina de la que emergía la mano de André, patéticamente crispada.

No se inmutó.

Anna, que había tratado de llevarla conversación por derroteros normales, en espera de que volviese George, se dio cuenta de que ya no había solución. Era inútil que tratase de ganar tiempo. Las cosas estaban terriblemente claras entre los dos. Michel ni siquiera trataba de ocultarle sus crímenes.

—A veces me he preguntado —musitó él— lo que debe sentirse al morir.

—Quizá no se siente nada.

—¿Tú has pensado en tu muerte, Anna?

—Pues… sí, a veces he pensado en ello.

—Pero la idea no te gusta.

—No…

Ella seguía estando sobrecogida, con todos los nervios en tensión, a punto de lanzar un alarido.

Michel murmuró:

—Y sin embargo, deberíamos pensar más en la muerte. Es necesario. Nos preocuparlos por cosas superficiales, por cosas que van a decidir nuestro futuro, como si la vida fuese eterna, y de repente… ¡zas! De repente nos damos cuenta de que todo aquello era una broma. La vida entera era una broma, pese a ser lo único que teníamos. Y sin embargo, la muerte… Bien, no sé por qué te digo esto, al fin y al cabo. Tal vez para explicarte que deberíamos pensar más en ella.

Anna sintió que sus dedos se hundían en la tierra húmeda, que arañaban la hierba sin darse cuenta. Quizá aquella, en el fondo, era la explicación de todo.

Quizá Michel pensaba, en su mente enferma, que matar a la gente era un acto de piedad. Liberarla de la pesadumbre de la vida. Eso era todo.

Michel se acercó más.

Sus grandes manos, aquellas manos que se habían ganado la vida golpeando, casi rozaron su cara. Anna tembló. Pero no podía moverse, como no puede moverse un pajarillo que está hipnotizado por una serpiente.

—Anna, he de decirte una cosa.

Ella se llevó las manos a la boca.

—Lo que has de hacer hazlo pronto, Michel —dijo por entre sus dedos crispados.

—Necesito que hablemos.

—¿De qué?…

—Hay algo que no te he dicho nunca.

Los dedos grandes y fuertes casi se enredaron entre los cabellos de Anna. Ella tembló.

—Ponte en pie —dijo Michel—. ¿Por qué estás sentada en la hierba?

—Es que… —Anna no supo qué decir—. Bueno, tienes razón, me pondré en pie.

Lo hizo, procurando no mirar hacia la piscina. Pero él la señaló.

—Tenemos que hacer más grande esa piscina —dijo—. Es una lástima que aún sea solo para niños. En el próximo verano, si la ampliamos, nos podríamos bañar tú y yo. El verano, al fin y al cabo, no está tan lejos.

Anna sintió que castañeteaban sus dientes. Estaba llena de miedo, pero también de indignación, quizá de asco.

—¿Cómo puedes ser tan cínico, Michel? ¿Por qué no hacer de una vez lo que piensas? ¿Por qué no me arrojas a ella?

Las manos masculinas la apretaron. La apretaron con terrible fuerza.

—No debes tomarlo a mal —dijo suavemente—. Era una conversación amistosa… Ven… Te llevaré allí. Me gustaría que te metieras en esa piscina de nuevo. Me gustaría recordar cómo jugabas en ella cuando eras una niña.

Y casi la arrastró. Anna sintió el frío de la muerte en los huesos, en el alma. Y también una inmensa pena. Porque Michel no llegaba a darse cuenta de que hacía un daño. Porque para Michel la muerte era quizá un acto piadoso. Estuvo a punto de dejarse arrastrar, pero su instinto de conservación actuó por ella. De pronto se revolvió sin que su voluntad interviniera en ello. Anna misma se asombró de que pudiera tener tanta fuerza.

Saltó hacia atrás. Sus ojos llameaban. Y de su garganta escapó un grito, pero ella misma no se dio cuenta de que aquel grito no partía de sus labios, de que no llegaba a lanzarlo. Tenía los puños terriblemente apretados contra su boca.

De pronto dio media vuelta y echó a correr. Pasó cerca del borde de la piscina y se dirigió hacia el ángulo de la casa.

Allí estuvo a punto de tropezar con alguien. Lanzó un gemido. Pero unos brazos la acogieron cariñosamente, casi al tiempo que una mano le daba un cachecito en la mejilla.

—Anna…

Ella hundió la cabeza en el pecho de George.

—Dios mío, George, no puedo más…

—Sí… Por eso he venido corriendo hasta aquí. Ya me he dado cuenta de que estaba a punto de suceder algo terrible. Pero te has librado muy a tiempo, Anna.

—Es necesario… hacer algo. Él no se da cuenta de que mata. Es un pobre loco…

—Un pobre loco que, sin embargo, no tiene inconveniente en enseñarte a sus víctimas, como en una exhibición trágica.

—Por eso mismo. Porque no se da cuenta. Porque en realidad no sabe lo que hace.

—De acuerdo… No trataré de discutirte eso, Anna. Hemos llegado a una conclusión, de modo que actuaremos.

—Bien…

Hablaban en un susurro, de modo que Michel, situado al fin y al cabo a poca distancia, no pudiera oírles. También permanecían ocultos a sus posibles miradas porque les cubría el ángulo de la casa.

George bisbiseó:

—¿Algún rastro del doctor Calvert?

—No.

—Pero supongo que no andará lejos…

—Posiblemente esté en el cruce de la autopista. Encontrará el camino tarde o temprano.

—Eso nos será de gran ayuda. En cuanto llegue, hemos de tenerlo todo preparado. Michel ha de estar anestesiado para llevarlo a París. Toma la pistola.

Y se la puso en las manos. Era una pistola distinta de las otras. Tenía un cañón muy ancho y una boca de fuego muy grande. Las balas también debían ser enormes. En el cargador, al parecer, había colocado cuatro de ellas.

—Estas balas anestésicas no le producirán ningún daño —indicó George—. Solo sentirá un leve pinchazo parecido al de una inyección. Pero procura tirarle a un sitio que no sea vital. Por ejemplo, no le dispares a la cara, a la cabeza ni al corazón. Tírale a una pierna o a una cadera. Ya es suficiente.

—¿No le haré daño?

—¿Qué daño quieres hacer a un hombre cuando le tiras a una pierna? Y, además, la bala no penetra apenas. ¿Quieres verla?

Extrajo el cargador y le mostró una de ellas. Eran de plástico casi inflexible. Muy suaves. Resultaba imposible que pudieran causar daños importantes. No eran capaces ni de perforar un hueso.

—De acuerdo —musitó Anna—, pero… ¿pero por qué no lo haces tú?

George rio quedamente, pero también con tristeza.

—Se ve que le quieres mucho aún, Anna. Hasta eso tienes miedo de hacer.

—Es que…

—Lo haría yo, pero es imposible —dijo George—. No podré acercarme a él sin que sospeche, o al menos le extrañe. Date cuenta de la hora que es. En cambio tú no tienes problema. Puedes dispararle mientes esté de espaldas. Una vez le haya alcanzado la bala ya no habrá problemas. Los efectos anestésicos tardan apenas cinco segundos.

—De acuerdo… Cuenta con ello.

—Una vez esté sin conocimiento, iremos en busca de Calvert en el caso de que no haya llegado aún. Él nos dirá en qué centro podemos internarle. Seguramente lo tiene ya pensado.

Anna apretó la culata con fuerza. Allí estaba la posible salvación para Michel. Después de todo no existía otro camino. Y no resultaba tan difícil. Apuntar por la espalda a un punto que no fuese vital. Apretar el gatillo en silencio… Anna apretó los labios con una mueca de decisión, mientras avanzaba poco a poco hacia la casa.