La muchacha encogió los hombros poco a poco mientras el ramalazo del miedo le llegaba hasta la garganta.
No sabía ya contra qué luchar. Había sido una loca al volver allí. Era como una condenada a muerte que, habiendo tenido ocasión de huir, vuelve solita al patíbulo.
Michel susurró:
—¿Qué pasa?
—Nada… Al fin y al cabo es algo que ya podía imaginar.
Y echó a correr hacia la puerta, apretando el pomo como si allí estuviera su tabla de salvación, Vio que la llave se encontraba en la cerradura. La llave… ¡Podía encerrar a Michel!
—Voy a esperar al doctor Calvert —dijo bruscamente—. Lo hemos acordado así.
Y cerró, haciendo girar la llave.
Una vez ya en el pasillo, se apoyó desmayadamente en la hoja de madera, respirando con angustia. Bueno, algo había conseguido después de todo Por el momento estaba libre. Descendió las escaleras, sintiendo que se había quitado un peso atroz de encima.
En el doctor Calvert se podría confiar, seguramente. No solo estaba enterado de lo de Michel, sino que además era su amigo. Entre los dos hallaban una solución.
Llegó al jardín. Las estrellas rielaban en lo alto. Los millones de lucecitas…
Distinguió a lo lejos las señales de un reactor que se disponía a aterrizar en Orly. El rugido de los motores vibró por un momento en el aire. Y varias de las puertas negras de la casa se abrieron y cerraron a impulsos de un misterioso viento.
Fue entonces cuando Anna sintió otra vez aquella vibración del miedo en su espalda.
¡Dios santo, qué estúpida había sido! ¡Como si no hubiera otras puertas en el despacho de Michel! ¡Se podía salir por el laboratorio!…
Corrió agitadamente, sintiéndose perseguida, mientras buscaba ansiosamente, entre las tinieblas, a André o a George. Cualquiera de los dos podía protegerla.
¡Necesitaba hallarlos como fuese!
—George… —bisbiseó—. George…
Pero nadie le contestó. Solo el crujir de las ranas, el moverse furtivo de los insectos a lo largo de la noche.
De pronto Anna dobló el recodo de la casa. Se encontró en aquella zona que conocía tan bien y que había sido la alegría de su niñez durante los cortos veranos de París. El rincón en que estaban sus juegos infantiles y su piscina. Pero ahora se asomó a ella como si se asomara al borde de un negro pozo de horror.
Estaba llena de cal viva. Una altura de medio metro de cal viva, lechosa y brillante a la luz de la luna. Pero algo se movía también allí.
¡La mano de un hombre!