Anna sintió el frío de la muerte.
Ahora sí que ya no iba a poder huir.
Pero su inteligencia funcionó a pesar de todo en aquel terrible momento. Materialmente contó los dedos que tenía a su espalda. Ocho, nueve, diez… Todos eran normales. No se trataba de ninguna garra. Lo que tenía a su espalda era un hombre.
Se volvió poco a poco.
—Michel…
Michel estaba quieto junto a ella.
Anna tragó saliva penosamente, con un espasmo.
—Te… te he estado buscando, Michel.
—¿Por dónde andabas?
—He estado en París.
Y miró la expresión de Michel, que podía distinguirse con cierta claridad, a pesar de la penumbra. Era una expresión helada, quieta. Como la de una esfinge.
Podía ser la expresión de un asesino que mata sin darse cuenta, que mata tal vez por puro azar. Pero ella estaba en sus manos.
—Michel, ¿no me preguntas a qué he ido a París?
—No tengo ningún derecho a preguntarlo. Supongo que has tenido un motivo honesto. Es lo único que quiero que me garantices.
—Claro que sí. He tenido un motivo… muy honesto. Tan honesto como el de tratar de conservar la propia vida.
—¿Qué dices?
Él parecía asombrado. Anna dijo con un soplo de voz:
—Michel, será mejor que hablemos claramente de una vez. Los equívocos no nos llevarán a ninguna parte.
—De acuerdo, hablaremos claramente. ¿Dónde?
—Donde a ti te parezca bien.
—Vamos a mi habitación.
Su «habitación» era el sitio donde trabajaba y donde pasaba horas enteras sin que nadie le viese.
Anduvieron a oscuras por el corredor. Anna ya no tenía miedo. Le ocurría una cosa muy distinta: estaba desesperada. Y la desesperación es una especie de último estado del espíritu en el cual ya ni siquiera para el miedo queda lugar.
La oscuridad les envolvía. Michel empujó la puerta. Pero no encendió la luz.
Anna quiso romper aquel silencio macabro que los envolvía a los dos.
—Dame un cigarrillo, ¿quieres?
Los había tomado de encima de la pequeña mesita central.
—Lo que es por ti no haría falta pagar el recibo de la luz —musitó ella con un soplo de voz—. Ves estupendamente en la oscuridad.
Y en seguida quedó sobrecogida, recordando algo que le había dicho la adivina muerta:
«La señal de la muerte está en los astros, pero el peligro viene de alguien que ve en la oscuridad…»
Anna tenía un nudo en la garganta. Pero aun así logró decir con absoluta naturalidad:
—Por favor, enciende la luz.
Él lo hizo.
—¿Fuego?
—Gracias.
Le entregó el encendedor para que ella misma prendiese el cigarrillo. Era una descortesía, después de todo, pero Anna ya no iba a preocuparse por detalle más o menos. Lo que la acongojaba ahora era mucho más importante, mucho más terrible. Paseó sus ojos por la habitación.
Aquello era una especie de sanctasanctórum de Michel donde apenas penetraba nadie. Estaba horas y horas encerrado allí. Si la habitación tenía algún secreto, sólo él lo conocía. Pero, al menos en su aspecto externo, aquella pieza era de una vulgaridad total. Libros y libros por todas partes. Algunos apuntes. Viejos mapas de Francia, algunos de ellos tan antiguos que un coleccionista hubiera pagado bonitas sumas por poseerlos. Y un hilo de seda que cruzaba la habitación de lado a lado y donde Michel ponía a secar las fotografías que revelaba por sí mismo en un pequeño laboratorio contiguo, y con las cuales pensaba ilustrar su libro. Michel era cuidadoso hasta en esos detalles.
Pero ahora ya no había fotos colgadas allí. Últimamente, Michel no revelaba.
Solo colgaba allí sus guantes, unos guantes colgados de dos pinzas por sus extremos superiores, de tal modo que lo único que tenía que hacer era meter los dedos en ellos y empujar para que se desprendiesen del hilo, quedando ceñidos sobre sus manos. Michel se ponía guantes para arreglar a veces el pequeño jardín. Desde que Anna le conoció, los había tenido siempre de ese modo. Quizá era una vieja costumbre de sus tiempos de boxeador, cuando solía encontrar los guantes colgados de las cuerdas del ring.
En todo caso aquella ya era una escena habitual para Anna. Paseó sus ojos maquinalmente por los libros, por los apuntes, por los mapas.
—¿No fumas tú, Michel?
—No, gracias, no tengo ganas.
—Fumas muy poco últimamente. Yo casi diría que nunca.
—Cuando era boxeador no fumaba nada. Luego adquirí un poco el vicio, pero no me cuesta dejarlo. Es mejor así.
Anna exhaló una lenta columnita de huelo.
—Es mejor que hablemos claro, Michel —dijo, reuniendo todas sus fuerzas para no perder la serenidad—. Ante todo he de decirte una cosa que lo resume todo: eres el único hombre de mi vida. Yo te quiero.
Michel sonrió levemente. La miraba con fijeza. Pero luego desvió los ojos.
—Yo también te quiero a ti, Anna.
—Quizá esto te parezca una repetición de otras conversaciones anteriores, pero es necesario que lo digamos por última vez. Yo quiero que vivas, esa es mi obsesión. No quiero verte en la guillotina.
Michel frunció el ceño.
—Sigue.
—Quiero que te sometas a observación médica.
—¿Para qué?
—¿Y lo preguntas, Michel?
Ella había estado a punto de gritar. Pero en seguida se arrepintió. Era injusta. Muy posiblemente, Michel no recordaba sus crímenes una vez cometidos. Tenía que hablarle en cierta modo como si fuese un niño. No podía mostrarle con excesiva crudeza el monstruo que palpitaba dentro de él.
—Yo te acompañaré, Michel —dijo.
—¿Adónde?
—Al médico.
—Pero en definitiva, ¿para qué?
Ella se llevó las manos a la boca. Sentía unos terribles deseos de gritar. No sabía si Michel era un niño o un monstruo, si debía darle pena o asco.
Pero al fin musitó, recobrando la calma:
—Verás… Siempre habrá algún médico en el que tengas confianza.
—Pues… sí.
—Iremos a él.
Michel sonrió.
—De acuerdo, iremos mañana.
—No, Michel, tiene que ser ahora.
—Pero si es ya muy tarde…
—Puesto que el médico es amigo tuyo, no le molestará. Además ellos ya están acostumbrados. Se les llama a cualquier hora…
Michel entrecruzó los dedos. Tenía unas manos perfectas, bien dibujadas. A Anna le parecía increíble lo de la garra. Si no la hubiera sentido en su propia carne, como la presencia misma de la muerte, creería que era un mal sueño. Pero por desgracia no lo era.
—¿En qué médico tienes absoluta confianza? —musitó.
—En el doctor Calvert.
—¿No es el mismo al que ya ibas desde muy joven, cuando te dedicabas a boxear?
—Sí.
—De acuerdo, llámale.
—No sé si será oportuno…
—Por favor, hazlo…
Michel se dirigió al teléfono y discó el número lentamente y sin ganas. Estuvo unos instantes a la escucha.
Luego colgó.
—No hay nadie, no contestan.
—Pues no lo entiendo. A esta hora todo el mundo está en su casa.
—Le habrán llamado para alguna urgencia.
—Déjame probar a mí.
Él arqueó una ceja.
—¿Qué ocurre? ¿No te fías?
—A veces es simple cuestión de suerte. ¿Quieres dejarme el número que acabas de marcar?
Él se lo dio.
—No me mientas, Michel. Puedo comprobarlo en la guía.
—¿Por qué había de mentirte?
—Pues…
Pero Anna prefirió no continuar. ¿Qué iba a decirle? Marcó el número y a los pocos instantes le contestó una voz masculina.
—¿Quien…?
—¿Doctor Calvert?
—Sí. ¿Quién es?
—Perdone, pero le he llamado hace un momento y no contestaban.
—Aquí no ha llamado nadie. Precisamente tengo el teléfono a la cabecera de mi cama y aún estaba leyendo.
Anna apretó los labios y miró furtivamente a Michel, que estaba muy quieto y muy cerca. Otra vez sintió en su espalda el estremecimiento del miedo. ¿Hasta qué punto iba a engañarla él? Pero no pudo seguir pensando. La voz, al otro lado del hilo, apremiaba:
—¿Qué ocurre? ¡Diga lo que sea! ¿O es una broma?
Anna sabía que George andaba cerca y eso la hacía sentirse segura. Dijo con voz queda:
—Doctor, soy la esposa de Michel Mercier.
—Ah, Michel… ¡Diantre, esto ha sido como una comunicación de pensamiento! ¿Está él ahí?
Anna mintió:
—No.
No quería que Michel interviniese en nada.
—Bueno, de un modo u otro celebro que me haya llamado… —dijo el médico—. No sé si Michel le habrá dicho algo.
—No, no me ha dicho nada.
—¿Pero no lo ha notado?
Anna pensó en la garra. Sintió otra vez el frío del miedo. Pensó mil cosas que no hubiera querido pensar.
—Sí… Claro que lo he notado.
—De todos modos es mejor que hable personalmente con usted. ¿No ha tomado ninguna precaución?
—Ninguna.
—Entonces puede suceder algo horrible…
—Eso temo, doctor.
Anna se daba cuenta de que más de una persona sabía lo de Michel. Más de una persona sabía que era un loco peligroso. ¡Y ella se había dado cuenta tan horriblemente tarde…!
Balbució:
—¿Cuándo puedo verle, doctor? Usted sabe que la situación es muy grave. ¿Sería demasiado sacrificio pedirle que viniese ahora?
—Claro que no. Tratándose de ayudar a Michel, que no tiene la culpa de nada, yo lo haré. Indíqueme la dirección de su casa.
Anna se la dio lo más detalladamente que pudo. De todas formas se dio cuenta de que Calvert no acababa de entenderla bien.
—Hagamos una cosa —dijo el médico—. Me espera dentro de cuarenta minutos en el cruce de la autopista.
—De acuerdo, doctor, así lo haré.
—Oiga.
—¿Sí?
—Tenga mucho cuidado con Michel.
Ella no pudo contestar. Colgó pesadamente. Notaba en las sienes un dolor horrible.
—Michel…
—¿Qué, Anna?
—Ya has visto que resultaba tonto engañarme.
—Pero no te habrá dicho nada importante…
—¿Qué tenías miedo que me dijera?
Él se encogió de hombros.
—No sé… Cosas.
—No, no me ha dicho nada… aún. Pero va a venir.
Michel palideció. Aunque ya imaginaba aquello, la confirmación de la noticia le produjo como un crispación involuntaria.
—De acuerdo… Ya que las cosas se han puesto así, mejor será que hables con él de una vez. ¿Le esperarás en el cruce de la autopista?
—Sí.
—Muy bien, muy bien… Pues haz lo que quieras. Yo voy a seguir trabajando.
—¿Es que no necesitas dormir?
—Al parecer tampoco necesitas dormir tú, Anna.
—Muy bien; quédate en la habitación si quieres.
Y se dirigió a la puerta, poniendo la mano en el pomo. Antes de abrir susurró:
—Michel, ¿cuál es el procedimiento ideal para hacer desaparecer un cadáver en un lugar como este?
—¿Por qué preguntas eso?
—No sé… Quizá sea una tontería. Pero, por favor, contéstame.
—Pues… Bueno, uno de los procedimientos seria enterrarlo.
—Pero siempre habría el peligro de que alguien hallase la tumba, inhumara el cadáver y lo identificase.
Michel rio quedamente.
—Antes se puede realizar una, llamemos, operación previa.
—¿Cuál?
—Introducir el cuerpo en una balsa de cal viva y dejar que quede reducido a los huesos. Nadie sería capaz de identificarlo más tarde.
Anna susurró:
—Sí, es cierto… No se me había ocurrido. E incluso luego puede partirse el esqueleto en pedazos y dispersarlos. Es sencillo.
—Demasiado —musitó Michel.
Ella abandonó un momento la puerta y se dirigió hacia la única ventana, la cual daba a una de las zonas laterales de la casa. Vio entonces allí algo que no había visto nunca. En otro tiempo aquello estuvo ocupado por una piscina pequeña, una piscina infantil donde ella jugaba. Luego, naturalmente, la piscina quedó vacía. Pero ahora estaba llena.
Llena de cal viva.