11

La mujer sintió un sordo choque y cayó al suelo.

La figura que acababa de lanzarse sobre ella cayó también. Anna se dio cuenta de que estaba totalmente indefensa. El asesino se hallaba materialmente sobre ella. No iba a poder huir.

El hombre se separó de repente.

Los ojos de Anna le miraron con asombro.

—¡André!

Porque, en efecto, era André el que estaba allí. Anna le miraba desorientada. No podía creerlo.

—Diablos, Anna… —dijo él—. ¡Menudo susto!

—¿Qué haces aquí?

—He tropezado contigo y…

—Eso ya lo he visto. Y has caído en una postura que no tiene nada de desagradable, vamos.

A pesar de su miedo, la muchacha iba recobrando el aplomo y el equilibrio moral. André había estado unos instantes prácticamente sobre ella. Pero ya se retiraba.

Él se pasó una mano por la frente.

—¡Uf! Por supuesto, tú debes pensar que esto requiere una explicación.

—La estoy esperando.

Y Anna se fijó en sus manos, que a pesar de la penumbra podía ver bien, porque las tenía muy cerca. Eran unas manos normales. Finas, elegantes. Ni rastro de una garra.

Pero Anna se sentía tan inquieta que pensó que André también podía encontrarse en el meollo de aquel inexplicable asunto. Quizá era el cómplice de Michel.

—Verás… Me pareció que los dos estabais un poco raros esta noche —comenzó diciendo André, mientras se incorporaba—. Al principio pensé que era un disgustillo sin importancia y me fui. Pero en el bar de una estación de servicio encontré… Bueno, no sé si debo decírtelo.

—Puedes hablar con entera libertad. Es más, lo necesito.

—Tú sabes que a mí me gustan las chicas llenitas.

Y dirigió a las rotundas curvas de Anna una mirada que no estaba exenta de codicia.

Ella simuló no notarlo.

—Sigue.

—Bueno, pues encontré una chica llenita. Un bombón, créeme. No era una dama, por supuesto, sino que sabía de la vida más que yo. Por lo visto acababa de tener una discusión con el fulano que la llevaba en su coche y este la había dejado plantada allí.

—Bueno, ¿y qué?

—En fin… La invité a una copa y ligamos. Fuimos a un pequeño motel que hay cerca de la autopista. No sé cuánto tiempo estuvimos allí. Pero al salir e ir yo en busca de mi coche, casi me atropellaste. No sé si habrás llegado a darte cuenta, pero venías muy excitada. Y era inexplicable que a aquella hora regresases de París.

Anna se mordió el labio inferior. Todo aquello podía ser cierto. Al menos André no sabía dicho nada que no fuera lógico.

—¿Y por eso has venido? —musitó.

—Sí, por eso. Me he dado cuenta entonces de que lo que os ocurría a los dos era francamente grave. He venido aquí y… bueno, de entrada ya he tropezado contigo.

Ayudó a incorporarse a Anna, que aún, seguía sentada en el suelo, y murmuró:

—¿Dónde está Michel?

—No lo sé.

—¿Cómo que no?

—Hace poco escribía a máquina, pero luego ha debido irse a otro lugar de la casa. No he podido localizarla aún.

—Anna… ¿Qué os ocurre?

—Algo que debo resolver a solas con Michel.

—De acuerdo, ¿pero qué es? ¿Un disgusto matrimonial?

—Algo más grave.

—¿Otra mujer?

—No, no es eso. Al menos no lo creo.

—Supongo que podré ayudarte de algún modo.

Ella cerró un momento los ojos, mientras en el interior de su cerebro volvían a brillar otra vez los millones de lucecitas.

—Perdona, André, pero no puedo fiarme de nadie. No lo tomes a mal. Suceda lo que suceda, es algo que debo resolver yo misma. Déjame sola por unos momentos, aunque, si quieres, no te alejes de aquí.

—¿De verdad no necesitas que esté contigo?

—No. De veras no lo necesito.

André se pasó una mano por la cabeza, ordenándose un poco los cabellos que le caían sobre la frente.

—De acuerdo… Haré lo que tú digas.

—Gracias, André.

Ella dio media vuelta y subió de nuevo las escaleras. Tuvo miedo al dar la espalda a André. Porque André tenía las manos como las de cualquier hombre, pero… En el fondo de los ojos de Anna aún parecía moverse la sombra de la zarpa. Un escalofrío recorrió su columna vertebral. Empezó subiendo las escaleras poco a poco y al final corrió por ellas como una niña asustada.

Otra vez se enfrentó a la oscuridad de la casa.

Otra vez las sombras…

Anna contuvo la respiración. El miedo la dominaba, la aprisionaba, clavando sus pies en el suelo. Había sido una loca al entrar sola allí. O en todo caso debió haber aceptado la compañía de André. George solo no podría protegerla en aquella casa enorme, poblada de rincones, de puertas negras, de muebles viejos, de espesas sombras.

No, no estaría allí ni un momento más. Le diría a André que la acompañase.

Fue a salir.

Pero no pudo volverse porque algo la inmovilizó. Diez dedos que parecían de acero se clavaron en su espalda.