9

Anna ya había observado muchas veces que madame Denise debía ser una mujer tentadora para los hombres de gustos fuertes. Tenía un cuerpo alto, opulento, y su carne era de una dureza marmórea. No hubiese servido para maniquí, desde luego, pero si para ilustrar una revista sexi de las que leen en secreto los adolescentes. Además iba también vestida de una manera excitante, con blondas, ropas ceñidas, medias de fantasía y todo lo que hubiese lucido la más espectacular cortesana de los medios elegantes de París.

Pese a eso, madame Denise había sido siempre una mujer honrada.

Jamás se le habían conocido otros medios de vida que la adivinación astrológica, en la que la inició su madre, y que en Francia no es solo una profesión honrada, sino incluso muy distinguida. Pero nada de eso le hacía falta ahora. Ahora no era más que un pobre ser destrozado bañado en su propia sangre. Un terrible zarpazo le destrozaba el cuello.

Se había desangrado por allí.

Estaba en la cama, cara al techo, con las ropas destrozadas, los ojos muy abiertos, como en una postrera, muda y patética pregunta. Por la forma en que yacía su cuerpo, se podía tener la sensación de que había sido objeto de algunas violencias sexuales.

Pero Anna sabía que no.

La habían matado para silenciarla, porque madame Denise lo conocía todo. Como la matarían a ella. Como tal vez la estaban matando ya…

Anna oyó el chirrido de una de las puertas, en el pasillo, como si una cuchillada hubiera entrado hasta el fondo de su propio cráneo.

Ahora ya sabía que no estaba sola.

El asesino también se encontraba allí.

—Michel… —llamó—. Michel…

Porque, por si aún le faltara alguna evidencia, había visto las huellas de los zapatos masculinos en el suelo.

Como en París suele llover cada día un poco, el suelo siempre está húmedo. Así no era de extrañar que el hombre que entró allí poco antes, para matar a madame Denise, hubiera dejado impresas en el suelo las huellas de sus zapatos. Esas huellas correspondían a unas suelas de goma que Anna conocía bien, porque estuvo con Michel el día en que este adquirió aquel calzado tal vez excesivamente deportivo, pero cómodo. El dibujo aparecía marcado con tal nitidez que era como si tuviese los zapatos delante.

Por eso Anna supo que iba a morir y, peor aún, supo quién había de matarla Pero prefirió que lo hiciesen cara a cara.

Ya no escaparía.

Preferiría decir a Michel que después de todo, había resuelto perdonarle.

Por eso llamó de nuevo:

—Michel…

Su voz sonaba como un susurro entre la niebla de un cementerio.

Ya no oía nada.

Ni el crujido de las puertas. Ni los pasos…

Salió al despacho de nuevo, alejándose de la macabra visión del cadáver de madame Denise. Todo seguía en silencio. El recinto estaba alumbrado por una lámpara de pie que se encontraba junto al biombo. Al lado opuesto había una puerta que daba al pasillo y una ventana de cristales esmerilados que se proyectaba sobre el patio interior de la escalera.

La muchacha miraba fijamente el biombo. No hubiera podido decir por qué, pero sabía que aquello estaba allí.

Y, en efecto, vio la zarpa. La vio salir poco a poco por detrás del biombo, dirigiéndose a la pantalla. Ella estaba como hipnotizada, como el pajarillo apresado por la serpiente. Sus pies parecían clavados en el suelo.

Solo acertó a decir una vez más:

—Michel…

Se oyó un leve clic. La luz de la lámpara acababa de extinguirse. Solo un levísimo resplandor que llegaba del pasillo penetró a partir de entonces en la habitación.

Y Anna vio la figura alta, maciza. Vio la sombra de la zarpa. Era una zarpa que la lejana luz centuplicaba dándole un aspecto monstruoso.

Y se escuchó aquel leve rugido. El rugido contenido de la fiera que se dispone a saltar.

Anna retrocedió entonces un paso y sintió a sus espaldas el contacto del cristal de la ventana.

Todo su cuerpo vibró. Un segundo más… y llegaría la muerte. No supo cómo había ocurrido, pero de pronto se encontró proyectada en el espacio. El cristal había sido roto por sus espaldas al dar un nuevo paso hacia atrás. Y el alféizar de la ventana, demasiado bajo, no había podido retener su cuerpo.

Anna dio una vuelta sobre sí misma en el aire. Caía a plomo. Estaba en un tercer piso y esta vez ya nada podía salvarla. Su caída duró cinco segundos tan sólo, pero para ella fue como cinco eternidades.

Nunca hubiera imaginado que el tiempo fuese una cosa tan extraña, una cosa que se alarga o encoge según las circunstancias. Tuvo tiempo de pensar en la amarga ironía de su destino; tiempo de pensar en que, al fin y al cabo, no la mataba Michel, lo cual no dejaba de ser un consuelo para ella.

Y de pronto chocó. Lanzó un grito de sorpresa.

Porque lo que tenía que haber sido un choque brutal que destrozara sus huesos, había sido sencillamente un impacto en una masa blanda, casi gelatinosa, que no le causó el menor daño.

Rebotó y volvió a caer.

Y entonces se dio cuenta de que estaba encima de una gran masa de espuma plástica, de la que se emplea para rellenar asientos. En el hueco de la escalera, por donde ella acababa de caer, había una cantidad enorme de aquel material. En una de las puertas que daban al rellano se leía: «Plásticos Monfort. Entrada de servicio».

Como en muchos edificios viejos, en este se cobijaban varias industrias. Eso era lo que había salvado la vida a Anna. Aún no comprendía que pudiera estar intacta.

Salió de nuevo y corrió hacia la calle. Esta vez había tenido muchísima suerte, pero era seguro que no volvería a tenerla. La suerte no se repite. Como la puerta de la calle aún estaba abierta, llegó a la plaza sin dificultad.

Corrió alocadamente. Aquellas calles, que correspondían a una de las zonas más viejas del viejo París, estaban silenciosas y casi tétricas. Nadie contempló su aterrorizada carrera. No supo cómo se encontró en la plaza de la Bastilla. También le pareció silenciosa y enorme. En el centro, dibujado en el suelo, estaba el contorno que antaño ocupó la siniestra fortaleza de París, destruida en la gran revolución de 1789.

Anna andaba como a bandazos, como empujada por bruscas ráfagas de viento. Entró en un café de los que están abiertos toda la noche. Había muy pocos clientes acodados en la barra. El camarero la miró con curiosidad.

—¿Qué quieres, muñeca?

Seguro que la había tomado por una taxi-girl nueva en la zona.

—Déme un café bien cargado.

—Como quieras, preciosa. ¿Qué? ¿Los negocios van bien?

Ella no contestó. Miraba como alucinada al hombre que se acercaba poco a poco, con los ojos muy abiertos a causa del asombro.

—Anna…

—¿Qué haces aquí, George? Él la tomó por el brazo.

—Por favor, siéntate conmigo.

El camarero le llevó el café a la mesa mientras rezongaba para sí:

—Mira… Parecía tan despistada y ya tiene un amigo. Claro… Una chica con unas piernas tan sensacionales por fuerza ha de hacer carrera.

George la miraba sin salir de su asombro.

—Por favor, ¿qué haces aquí?

—¿Y tú?

—Lo mío es muy sencillo de explicar. Después de recibir tu llamada me quedé muy extrañado.

Anna no contestó, Bebió un sorbo del café muy cargado, dejando que él continuase.

—Me quedé tan extrañado que fui a tu casa —continuó George—, pero vi desde el jardín que estabas cenando con un desconocido. Entonces volví y traté de acostarme. Pensaba una y mil veces que me habías llamado para alguna tontería, pero aun así la idea no me dejaba conciliar el sueño.

Anna asintió levemente.

—¿Por qué me llamaste? —musitó él.

—Por favor, no me hagas hablar ahora. Sigue;

—El resto es sencillo y complicado a la vez. Verás… Cuando me convencí de que no podría conciliar el sueño, decidí agarrar el rábano por las hojas y te volví a llamar. Pero entonces me encontré con el absurdo de que el teléfono no contestaba. Sin duda había sido desconectado.

—Sí, así fue.

—¿Por qué razón?

—Por favor… Te digo lo mismo que te he dicho antes. Sigue.

—Cada vez más extrañado fui a tu casa y, cuando estaba en el sendero, casi hube de apartarme para que no me arrollaras. Supongo que no te diste cuenta porque ibas obsesionada y además sin luces.

—No, no me di cuenta. En efecto, iba… como enloquecida.

—Entonces tomé una decisión —murmuró él—. Corrí a mi casa y saqué mi coche. Ya sabes que tengo un Ferrari sport. Confiaba alcanzarte con él, pero la autopista era un lío y tú también habías corrido mucho. De repente me encontré en París sin haberte echado otra vez el ojo encima.

—Fui a un hotel de Montmartre, a un hotel de la rue Lepic —dijo ella con un soplo de voz.

—Quién lo hubiera imaginado… ¿Y por qué hiciste eso? ¿Un disgusto con Michel?

—Sí.

—Debió ser muy fuerte…

—Sí.

—Pero esto no es Montmartre —dijo él—. Ahora estás en el lado opuesto de la ciudad.

—Es cierto. Luego me fui a Montparnasse… y al fin vine a parar aquí.

—¿Por qué razón?

—Por favor, sigue hablando, George. Tu voz me tranquiliza.

—Bien, si es así… Seguiré hablando para que estés contenta. Después de buscarte por todas partes comprendí que era absurdo tratar de encontrar a una mujer determinada en la inmensa selva de París. Entonces decidí usar mi cerebro y me puse a recordar. Sabía que tu madre había sido clienta de una de esas mujeres que se hacen llamar «doctores en astrología», y que adivinan el porvenir de uno según la posición de los astros. Recordé que tú también habías ido bastantes veces a verla. Dar con el nombre me costó mucho, pero al fin lo recordé también: «Denise» o algo así. Busqué el teléfono en la guía, pero no encontré ninguno con ese nombre.

—Aún lo tiene con el apellido de casada de su madre —bisbiseó Anna—. Era natural que no dieses con él.

Y terminó su café, que la había reconfortado un poco.

George continuó:

—Empezaba a pensar que me había vuelto idiota, porque no daba una a derechas. Pero forcé otra vez mis recuerdos y al final di con lo que podía ser una pista. Tú me dijiste cierta vez que esa tal Denise vivía por la plaza de los Vosgos o algo así. De modo que vine aquí en línea recta, aparqué el Ferrari (lo señaló a través de los cristales, al otro lado de la plaza) y entré en el café a preguntar, pensando que la conocerían. Pero ni de eso he tenido tiempo. Entonces has entrado tú…

Anna había cerrado los ojos. Sabía que podía confiar en aquel hombre, que era su único amigo, pero aún así le causaba un daño terrible el pensar que iba a tener que contarle la espantosa verdad.

Él musitó:

—Y ahora, ¿por qué no hablas tú, Anna?

—Es… difícil.

—Inténtalo,

—No puedo, George…, ¡de verdad que no puedo! Él rozó con la derecha una de las manos de Anna, que no se movió.

—Anna, hace no demasiado tiempo te pedí que te casaras conmigo. ¿Recuerdas?

—Claro que lo recuerdo, George.

—Siempre habíamos sido grandes amigos. Tú tenías confianza en mí, y viceversa.

Anna no contestó. Pero se sentía bien allí, oyéndole hablar. Notaba que estaba protegida y que ya nada malo podía sucederle.

—Entonces en tu vida entró Michel. Yo sabía que salíais juntos, pero no daba importancia a eso. Tus padres habían sido ricos y Michel no era precisamente lo que se dice «un joven de posición». Uf… Una persona que tiene que boxear para pagarse sus estudios… No te ofendas por eso; no hago más que desnudarte mis pensamientos de entonces. Por eso me llevé una sorpresa tan brutal al saber que estabais prometidos. Y entonces fue cuando te pedí por última vez que rectificaras y te casaras conmigo.

—Lo recuerdo —dijo Anna, con apenas un soplo de voz.

—Desgraciadamente, no me hiciste caso y te casaste con él. Yo no sé qué es lo que ocurre entre vosotros, pero adivino que no eres feliz. Y creo que ha llegado el momento de que te ayude con todas mis fuerzas, muchacha.

—George…, tú no puedes hacer nada.

—Por favor, sé sincera una sola vez conmigo. ¿Qué pasa con Michel?

—Trata de… matarme.

Bueno, ya estaba dicho. Lo que le pareció difícil, casi imposible a Anna ya había salido de sus labios. Claro que era mucho más fácil decírselo a George que a la policía. Pero de todos modos nunca creyó que fuera capaz de hacerlo.

Él cerró un momento los ojos. Y Anna no entendía por qué, pero tuvo la sensación de que aquello no había causado a George ninguna sorpresa.

—Diríase que ya lo sabías —musito sin fuerzas.

—No lo sabía, pero lo imaginaba.

—¿Por qué?

—Tengo mis pruebas.

—¿Cuáles?

Él le señaló el teléfono del bar, junto al cual estaban las monumentales guías telefónicas.

—Busca esta dirección: «Monsieur Condorcet, notario». Vive en la rue Rivoli. Cuando tengas su número le telefoneas.

—¿A estas horas?

—No le importará. Te aseguro más bien que te quitarás un peso de encima. Todos estos días ha estado intentando comunicar con tu casa de París, sin que me contestara nadie.

Anna estaba más sorprendida cada vez. Musitó:

—¿Comunicar conmigo? ¿Para qué?

—Llámale y dile tu nombre. Pronto lo sabrás.

Ella caminó hacía el teléfono como una autómata. No entendía nada, pero obedeció. Buscó el número de Condorcet y lo encontró, desde luego, en la rue Rivoli, el teléfono sonó durante unos instantes. Al responderle una voz masculina, Anna dio su nombre con cierta timidez.

Tuvo una gran sorpresa cuando el otro lo reconoció en seguida.

—Ah, madame Mercier… Claro, celebro que me haya llamado. He estado enviando comunicaciones a su casa de París.

—De momento no vivo allí, sino en otro sitio, cerca del aeropuerto de Orly.

—Bueno, eso no tiene importancia ahora. El caso es que ha establecido contacto conmigo… He de darle una noticia relativa a sus padres, que como bien sabe fallecieron hace un tiempo.

—¿Qué noticia?

—Dejaron en mi poder un testamento ológrafo, es decir, escrito a mano, que no debía abrirse hasta hace unas fechas. Lo hice y me encontré con que sus padres tenían considerables fondos en una banca suiza. No lo sospechaba usted, ¿verdad? Sobre los sesenta millones de francos franceses… De todo eso es heredera usted, pero como las fondos se hallan depositados en el exterior, deberá cumplir algunos trámites.

Anna estaba petrificada. Sesenta millones de francos… ¡Era como un sueño!

La voz continuó:

—Supongo que no necesita inmediatamente esa suma.

—No, claro que no…

—Lo digo porque esos trámites bancarios son un poco largos. De todos modos le ruego que venga a verme dentro de siete días. Para entonces ya podría darle noticias mucho más concretas, ¿entiende? Siete días.

Y colgaron.

En torno a los ojos de Anna todo daba vueltas. Volvía a ver los millones de lucecitas. Fue como una sonámbula hasta la mesa de George, sin saber ni dónde ponía los pies.

—Supongo que la noticia te ha dejado asombrada —dijo él.

—¿Cómo… sabías eso?

—Porque ese notario es también el de mi familia. Hace poco estuve en su despacho para un asunto y hablamos casualmente de tus padres. Él ya sabía que éramos viejos amigos. Entonces me explicó que te había andado buscando para una cosa que te importaba mucho. Yo le di tu dirección actual, la del chalé. Naturalmente no me habló de cifras, pero deduje que tus padres te habían dejado una bonita fortuna sin que tú lo supieras. ¿A cuánto asciende el regalito?

—A sesenta millones de francos… más o menos.

George lanzó un silbido.

—Diablos, es… es asombroso.

—Yo aún no puedo creerlo.

—Habiéndotelo dicho el propio Condorcet, debe ser verdad. Además tus padres nunca fueron pobres, sino todo lo contrario.

—Desde luego. Pero a papá le gustaba vivir bien en lugar de ahorrar. No creí que me hubieran dejado más que la casa, unos viejos muebles y unos cuantos títulos de sociedades industriales. Claro que estando los fondos en Suiza… Ahora empiezo a comprenderlo. Papá hacía frecuentes viajes a Zurich. Debía tener negocios allí y mamá lo sabía, pero a mí no me lo dijo nunca.

George le tendió un cigarrillo y le prendió fuego. Luego se puso otro él entre los labios, pensativamente, mientras parecía dar vueltas en su cerebro a aquella extraña situación.

—Ya lo ves —dijo—. Tú no comprendías que Michel tuviera una razón para matarte. Ahora ya ves que la tiene.

—No te entiendo, George.

—No quieres entenderme, que es distinto. Y más vale que afrontemos las situaciones cara a cara de una vez. Es tu vida la que se juega, no la vida del vecino. Puesto que no tenéis hijos, si tú mueres Michel se transforma en tu heredero, ¿sí o no?

—Sí. —Pues ya está la sórdida razón material, muchacha. Ya la tienes.

—Pero él, ¿cómo pudo enterarse de la existencia de esa fortuna? Si yo misma no la conocía, ¿qué razón hay para que la conociera él?

—Muy sencillo: tuvo interés, mientras que tú no. Él hizo averiguaciones. Supo con quién se casaba. ¿O crees que todo el mundo va por la vida igual que tú, como un pajarillo inocente?

Ella necesitó apoyar las manos en el borde de la mesa. Se sentía mareada.

—Ven conmigo —susurró George—. Yo cuidaré de ti.

—No puedo…

—¿Por qué no?

—Pese a todo, Michel es mi marido.

—¿Y… qué tratas de hacer?

—Le daré una oportunidad.

—Anna, estás loca… ¿Una oportunidad para qué?

—Para que huya…

George hizo un gesto de resignación, como si hablara a una niña que de todos modos no acabaría de entenderle.

—Anna —susurró—, yo te conozco desde que eras una niña. Hemos jugado juntos, hemos tenido inquietudes y problemas comunes. No llegaste a casarte conmigo, y yo me resigno. Muy bien. Pero no quiero verte muerta. Si no vas con el cuento a la policía, lo haré yo, aunque la situación no me guste. No estoy dispuesto a que te ofrezcas en bandeja a Michel, un loco asesino. Yo pienso que…

Anna se estremeció, sin mirarle.

—Por Dios, no le llames «loco asesino».

—¿Pues qué es?

—No lo sé… ¡Dios santo!… No lo sé.

—De todos modos él no tiene la culpa —concedió George—. Realmente es penoso. No sé qué pensar.

Ella le apretó la mano con fuerza por encima de la mesa, como si se aferrara a una última esperanza.

—George… ¿De verdad quieres ayudarme?

—Ya sabes que sí. Haré cualquier cosa que tú me pidas.

—Deja que vuelva a mi casa.

—¿Quéé?

—Sí. Al chalé donde vivo con Michel.

—Eso es… un suicidio.

—No… No voy a entrar allí tranquilamente y sin tomar precauciones. Tú vigilarás.

—¿En qué sentido?

—Si Michel me ataca de algún modo, tú intervienes.

Él arqueó una ceja, moviendo la cabeza dubitativamente.

—Eso es distinto… En cierto modo podría ser una solución. ¿Pero qué tratas de decirle?

—Le expondré claramente la situación —murmuró Anna—. Debo ser leal con él. Le diré que lo sé todo. Y si no quiere someterse a examen médico, le daré una oportunidad para que huya. No sé si me comprenderás, George, pero no quiero saber que ha ido a la guillotina…

—Te comprendo muy bien, Anna. Y eres admirable.

—¿Entonces me ayudarás?

—Cuenta conmigo.

Ella volvió a estrecharle de nuevo la mano con fuerza por encima de la mesa.

—Vamos —susurró—. Yo iré delante. Tú me sigues en tu coche.

George accedió. Depositó sobre la mesa el importe de las consumiciones y salieron los dos. El que antes había confundido a Anna con una taxi-girl les miró rencorosamente.

—Hala, ahí los tenéis —dijo rencorosamente—. A pasarlo de lo lindo…

No podía imaginar que era todo lo contrario. No podía imaginar que Anna era ya algo así como una hija de la muerte.