Anna ya no vaciló.
Estaba metida en el fondo más viscoso de una repugnante trampa. Si se quedaba quieta, su cadáver desaparecería como iba a desaparecer el de la mujer que había visto en el lavadero. Posiblemente Michel pensaba enterrarlas a las dos juntas. Si estaba loco por un lado, por otro obraba, sin embargo, con innegable astucia.
Ella terminó de abrir la ventana y se deslizó al exterior. Todo su joven cuerpo se tensó como un arco mientras caía.
Lástima de zapatos, se le ocurrió pensar. Estuvieron a punto de rompérsele los tacones. Pero consiguió caer bien y trató de dar la vuelta a la casa, por el exterior, para llegar hasta su coche. Y entonces oyó aquel leve rugido.
Era como un gorgoteo. Como un sonido ronco y lejano que saliera de las mismas entrañas de la noche.
Anna miró hacia su derecha, desde donde acababa de surgir «aquello».
Pero no vio nada. La seguía rodeando la más impenetrable oscuridad. Y de pronto supo que lo tenía junto a ella. Le pareció recibir en la cara un aliento espeso, caliente.
Agachó la cabeza.
Y en aquel momento la zarpa voló por los aires. Le hubiera alcanzado en mitad del cuello si no llega a moverse con tanta rapidez. Oyó perfectamente el ruido de las uñas al rasgar la pared. Unas largas y aceradas uñas…
La muchacha apretó a correr con todas sus fuerzas, mientras el rugido se repetía. Era un sonido extraño, un rugido mitad de persona, mitad de bestia. Parecía increíble que Anna pudiera correr tanto sobre unos tacones tan altos como los que llevaba. Pero llegó al Alpine en un tiempo verdaderamente récord.
Se sentó al volante y arrancó. El motor lanzó un rugido.
Las marchas «cantaron» al ser metidas sin apretar previamente bien el embrague.
Anna emprendió una carrera loca, absurda, sin acordarse ni de encender las luces, dando gas a fondo y no estrellándose por verdadero milagro contra los coches que flanqueaban la carretera. Al fin fue serenándose.
Por el momento y aunque no sabía cómo, se había librado de la muerte. Michel ya no lograría alcanzarla.
Estaba en la autopista, entre centenares de coches que iban en la misma dirección. Ya no corría peligro, excepto el de estrellarse.
Un camionero que la adelantaba gritó:
—¡Las luces, muñeca…!
Ella las encendió nerviosamente. Y consiguió manejar con más seguridad entre el intenso tráfico que se dirigía a París.
Cuando pasó ante la prefectura de policía pensó detenerse. Pero hubo algo, como una fuerza interior, que la hizo seguir. Necesitaba reflexionar.
Quizá lo más humano fuera decir a Michel… que huyese. Contarle que lo sabía todo, lo que en realidad no era nada nuevo para él, puesto que le había visto junto al cadáver de la bodega. Explicarle que le perdonaba y que le daba una opción para huir. Que no le denunciaría hasta la mañana siguiente.
Sí, eso sería lo mejor. Y lo más humano.
Logró encontrar un pequeño sitio para aparcar en la rue Lepic y se introdujo en un motel tranquilo y silencioso que aún parecía conservar el sabor del viejo Montmartre. Una vez en la habitación, pidió una conferencia telefónica con el número de su casa.
Se la dieron en seguida.
El timbre sonó.
Vaya… —pensó ella—. Ya ha vuelto a conectar el teléfono…
Le respondió la voz de Michel. Ahora era una voz perfectamente normal y tranquila.
—¿Sí?…
—Michel, soy Anna.
—Anna… ¿Por qué me llamas por teléfono? ¿Por qué te has ido?
Ella estuvo a punto de soltar una palabra gorda. Demasiado cinismo ya. Era el colmo. Pero todo podía tener su explicación, una explicación médica, si Michel no recordaba luego los momentos en que se convertía en un criminal.
—¿Por qué te has ido? —insistió—. ¿Dónde estás?
—En París.
—Pero… a estas horas…
—He huido, Michel.
—¿De quién…?
—De ti.
—Anna, no te entiendo.
—Michel… —La voz de Anna se había vuelto angustiosa y ronca—, dime lo que has hecho esta tarde.
—Pues… Vino a vernos André y…
—Antes.
—Estuve trabajando.
—¿Nada más?
—Nada más. ¿Por qué?
—¿Quieres hacerme un favor?
—Por supuesto, lo que tú digas.
—Ve a la bodega donde yo estaba antes. El sitio donde me buscaste al llegar André.
—¿Y para qué he de ir allí?
—Sólo te pido que mires lo que hay. Luego vienes a hablarme otra vez por teléfono.
—Anna, esta conferencia te va a costar mucho.
—El dinero no importa. Hala, ve.
A Anna le pareció ver el gesto de Michel. Michel, en esas ocasiones, siempre se encogía de hombros y terminaba obedeciendo. Esperó angustiosamente, oyendo solo el ritmo de su propia respiración.
Michel tardó unos cinco minutos. Al volver susurró:
—Anna…
—Sí.
—¿A qué te referías?
—Michel, por Dios…
—Anna, explícate mejor.
—¿No había nada en el lavadero de la bodega? ¿En el antiguo lagar?
—Pues…, pues no.
Y enseguida añadió:
—¿Qué tenía que haber?
Anna sintió que el auricular temblaba en su derecha, al vacilarle los dedos. Ya era demasiado. Michel tal vez quería ganarse su confianza de nuevo. Estaba preparando el segundo golpe, ya que el primero había fallado.
La voz del hombre insistió:
—Anna…
—¿Qué?
—¿Dónde estás?
—En la rue Lepic. Yo…
Y de pronto se dio cuenta de que había hablado demasiado. Acababa de dar una pista a Michel. Una pista que nunca debió darle, si quería seguir viva. Era necesario que se alejase cuanto antes de allí. Pero como no quería ir a la deriva, telefoneó a diversos hoteles para pedir una habitación. París es una ciudad llena de turistas todo el año, donde no siempre puede hospedarse uno donde quiere.
Al fin encontró una habitación que le convenía al otro lado de la ciudad, en Montparnasse. Mejor. Cuanto más lejos de allí, más desorientaría a Michel.
Puesto que no llevaba equipaje, salió tranquilamente. El dueño le dirigió una mirada suspicaz.
—¿No estaba contenta con la habitación?
Sin duda había escuchado las llamadas telefónicas de Anna, pidiendo otra.
—Sí, pero no me convenía seguir aquí. Siento haberle causado molestias. Le pagaré la conferencia y la estancia de toda la noche.
—De acuerdo. Son treinta francos todo comprendido.
La muchacha pagó y salió. Hacía tantos esfuerzos por no mostrar su nerviosismo, que le dolía hasta la nuca.
Atravesó el Sena por el puente de la Cité, dirigiéndose a la otra orilla, y rodó sin prisas hacia el barrio Latino y Montparnasse. El tráfico la distraía y la calmaba. Cuando llegó a su nuevo hotel se tendió en la cama y trató de cerrar los ojos.
Casi logró conciliar el sueño. Al menos aquí se sentía tranquila y segura. No supo cuánto tiempo había transcurrido en esa situación. ¿Media hora? ¿Una hora completa? De pronto la despertó un mal pensamiento.
Un pensamiento que otra vez le hacía sentir frío en los huesos. Se irguió, tomó el teléfono y discó el número del hotel que abandonara poco antes. La voz del dueño, que ya casi le resultaba familiar, preguntó aburridamente:
—¿Quién…?
—Soy la señorita que ha estado poco antes ahí: Anna Mercier.
—Ah, sí. La recuerdo.
—¿Ha preguntado alguien por mí?
—Pues… sí. Hace un rato.
—¿Un hombre?
—Sí.
Anna se estremeció. Era natural. Le había dicho a Michel que estaba en la rue Lepic. Y Michel, valiéndose de la guía telefónica, había llamado a todos los hoteles de la calle preguntando por ella.
—No le habrá dicho usted donde estoy ahora, ¿verdad? —musitó, mientras volvía a temblarle la mano.
—Pues…
—¿Se lo ha dicho? ¡Hable! ¿Se lo ha dicho?
—Verá, yo he oído que usted reservaba habitación en el Magoria, y como el que preguntaba era su marido…
Anna sintió que el auricular le quemaba en los dedos. Apenas pudo susurrar:
—Gracias.
Y colgó. Mientras unas gotitas de sudor frío nacían en sus sienes, la muchacha comprendió que tenía que darse prisa. Cambiaría de hotel inmediatamente. O dormiría en el coche, en cualquier lugar descampado, si era necesario. Pero en aquel momento oyó ruido junto a la puerta. Ruido de pasos… Alguien se detuvo ante la hoja de madera.
Y Anna vio, por el resquicio que quedaba debajo de esta, la sombra de los dos pies que ya estaban en el pasillo. Demasiado tarde para huir.
Demasiado tarde…
Esta vez no le quedaba ni el recurso de tratar de saltar por la ventana, ya que estaba en un sexto piso. Lo único que podía hacer era llamar por teléfono a conserjería y pedir que la auxiliasen antes de que entrara Michel. Pero se acordó de que no había cerrado con llave la puerta.
El pomo empezó a girar lentamente.
Michel la mataría mil veces antes de que ella llegara a pronunciar por teléfono una sola palabra. Entonces, como única defensa, apagó la luz. Cuando entrase en la habitación él no la vería.
Tal vez Anna pudiese así llegar hasta la puerta y huir, mientras el otro la buscaba. La habitación quedó a oscuras.
Y la puerta se abrió del todo, o al menos Anna oyó el ruido de la hoja de madera al girar sobre sus goznes. Pero no vio nada. Porque con gran sorpresa por su parte comprobó… ¡que la luz del pasillo se había apagado también! ¡El asesino entraba allí envuelto en las más espesas tinieblas!
Anna contuvo la respiración. Tenía que saltar. No veía nada, pero debía intentar salir antes de que Michel la acorralase. Le parecía oír la respiración jadeante, tensa, de una fiera que acecha. Tensó los músculos y… ¡saltó! Unos segundos después había tropezado con la figura ancha y maciza del hombre que taponaba la puerta.
Michel la había esperado allí. Había adivinado lo que sucedería. Anna sintió cómo las uñas de la zarpa desgarraban su vestido. Ni siquiera gritó.
Estaba tan asustada que no pudo ni hacer eso. Dio inútilmente un desesperado manotazo al aire, intentando defenderse y apartar al asesino. Sus dedos tropezaron con algo. Era un escudo que el asesino llevaba en la solapa.
Una insignia. Esta quedó prendida entre los dedos de Anna.
Sus ágiles piernas le permitieron dar un nuevo salto. La zarpa asestó un nuevo golpe, pero las uñas apenas la rozaron, desordenándole los cabellos.
Eso fue todo.
Segundos después, Anna corría por el pasillo como una obsesionada, mientras las tinieblas la envolvían. Pero esas tinieblas duraron poco.
De repente se hizo la luz en torno a la muchacha. Esta se encontró ya al final del pasillo, ante el espectáculo conocido del rellano de un hotel modesto: la puerta del ascensor, las escaleras, el nacimiento del pasillo, unos cuantos cuadros malos que adornaban las paredes… Anna miró hacia atrás.
Por el pasillo que ella había seguido en su huida, avanzaba pesadamente un tipo cachazudo con uniforme de conserje.
—Alguien ha aflojado los fusibles —murmuró—. Los fusibles estaban junto a su habitación. ¿Ha visto algo, señorita?
Ella negó con la cabeza.
—No, pero me he asustado. Por eso… corría.
—No tenga miedo, no pasa nada. A veces esas cosas ocurren solas. Vuelva a su habitación.
—Por favor, acompáñeme.
—¿Por qué? ¿Es que no se siente bien?
—Me temo que haya podido entrar alguien mientras todo estaba a oscuras.
—Ya es posible, ya… El mes pasado hubo un robo aquí. Vamos a ver.
Y entraron los dos.
Anna sentía que el corazón se le había encogido. Iba a tener la horrible evidencia. Iba a llegar al fin de una etapa de su vida, una etapa que consideró la más hermosa y que se había transformado en la más horrible. Pero desorbitó los ojos al ver que dentro de la habitación no había nadie.
El conserje levantó incluso la cama para ver si alguien se había ocultado debajo.
Nada.
Solo la ventana, que daba a un patio interior, estaba abierta y se movía débilmente a impulsos de la brisa. Michel había huido por allí; estaba claro. Para un hombre ágil como él no había resultado difícil deslizarse por las tuberías hasta llegar al fondo del patio interior, desde donde el huir era ya un juego de niños.
El conserje murmuró:
—Bueno, ya ve que no hay nadie. Todo son imaginaciones suyas, señorita.
—De todos modos voy a irme de aquí.
—¿No le gusta el hotel?
—Perdone, pero no me siento bien en ninguna parte.
El conserje la miró con suspicacia. Lástima que una chica tan sensacional estuviera majareta. Lástima que aquellas piernas tan sensacionales sólo le sirvieran para huir de los fantasmas. Pero, en fin, él no podía hacer nada.
Susurró:
—Diré que le preparen la cuenta.
Y se alejó.
Anna miró el pequeño escudo que tenía entre sus dedos. Era una insignia muy sencilla: la insignia del club de boxeo a que en otro tiempo perteneció Michel. ¿Qué necesidad había tenido de mirarla? ¿Es que no lo sabía ya? Pero el ser humano siempre duda y siempre busca evidencia tras evidencia, cuando en realidad basta ver una cosa una vez para estar seguro de ella.
Descendió a la planta baja como una sonámbula y abonó la cuenta de toda una noche. Y otra vez se enfrentó al misterio de las calles de París, pero ahora con la angustia de saber que Michel conocía su paradero. Tal vez la estaba vigilando desde una esquina. O desde el interior de cualquiera de los coches aparcados que lo llenaban todo.
La muchacha se introdujo en una cabina telefónica.
Procuró tapar con la espalda el dial, porque Michel, si no estaba lejos, podía ver perfectamente con unos prismáticos el número que marcaba.
Al cabo de unos instantes le respondió la voz de madame Denise.
—¿Sí?
—Soy Anna.
—Anna…, ¿a estas horas?
—Ya sé. Es más de medianoche. Pero creí recordar que usted no se acuesta hasta el amanecer, madame Denise, y por eso me he atrevido a llamarla.
—Te parecerá extraño, pero yo pensaba llamarte a ti también.
—¿Por qué?
—Es algo grave —susurró madame Denise—, muy grave. Pero primero dime lo que te ocurre a ti.
—Han intentado matarme.
—¿Y sabes quién?
—Dios mío, claro que lo sé. Pero no me obligues a decirlo.
—¿Michel?
Anna casi chilló, angustiada:
—¿Cómo lo sabe?
—De eso quería hablarte, Anna. Es mejor que sepas la verdad.
—La verdad… desgraciadamente ya la sé.
—Hay algo que desconoces. Algo tan importante que debes saberlo cuanto antes mejor.
—Dígamelo ahora.
—No, ahora no puedo. Por teléfono no. Ven a mi casa.
—Eso pensaba pedirle, madame Denise. ¿Me dejará dormir ahí?
—No hay inconveniente. Ven cuanto antes.
Y la adivina colgó. Anna sintió por unos momentos como si el auricular quemara en sus dedos. Al final colgó también. Y al salir de la cabina miró en torno suyo, pero nadie parecía observarla.
Por Montparnasse paseaban los tipos de siempre, los que han dado un ambiente especial a sus noches: pintores, mujeriegos, turistas, alguna taxi-girl, algún estudiante de los que nunca estudian, algún político exiliado, en especial sudamericano, algún millonario que paseaba por allí para recordar los viejos tiempos… Tomó un taxi y pidió:
—Lléveme a Notre Dame.
Pero cuando estaba en Notre Dame ordenó un cambio de rumbo:
—Quisiera ir a la porte Saint Denis.
Y cuando estaba en la porte Saint Denis:
—Ahora necesitaría ir a la plaza de los Vosgos.
El taxista estaba a punto de perder los nervios.
—¡Bueno! ¿Pero va a ir a algún sitio fijo de una vez, señorita?
—Perdone. Temo que alguien me esté siguiendo y he querido desorientarle.
—Ah, entonces es distinto. Le aseguro que a Marcel nadie le echa el guante cuando Marcel quiere. Ahora verá.
Y emprendió una veloz carrera para dirigirse a las Tullerias, haciendo eses y quiebros por las viejas calles del Palais Royal, hasta desembocar en la place Saint Antoine y desde allí, dando más quiebros por las calles de la antigua judería, plantarse en la plaza de los Vosgos, que a aquella hora estaba silenciosa como una tumba.
Anna pagó, dio una buena propina y, ya segura de que no había podido seguirla nadie, se encaminó hacia el portal de la casa en que vivía madame Denise El portal estaba abierto. Anna, algo sorprendida, subió por las viejas y chirriantes escaleras, hasta llegar al piso de la adivina. Había encendido las luces, pulsando el botón del minutero. Eran unas luces amarillas, espectrales, que apenas lograban disipar un poco las sombras. La puerta del piso también estaba abierta.
Anna vaciló. No se atrevía a entrar. Tenía la sensación de que iba a meterse en el recinto de su propia tumba. Pero poco a poco empujó la puerta. Esta chirrió como si tuviera nervios y los nervios se quejaran doloridos. Vio el vestíbulo que ya conocía, lleno de estatuillas extrañas y de viejos símbolos de tribus que adoraban a los antepasados y a las ánimas. Todo parecía vacío, desierto. Penetró en el despacho donde madame Denise recibía a las visitas y donde ella había estado tantas veces.
Nadie.
Pero todo estaba impecable y en orden, como si madame Denise lo hubiera dejado unos minutos antes. Fue hasta la puerta del fondo. Allí no había entrado nunca, pero sabía que más allá estaba el dormitorio de la joven adivina.
Y Anna sintió que sus ojos se desencajaban como si hubieran recibido una sacudida eléctrica. Porque madame Denise estaba allí.
Estaba…