Anna miró hacia la oscuridad.
Veía al fondo las luces del aeropuerto de Orly. Y veía otras en su cerebro. Unas luces que se encendían y se apagaban. Millones de lucecitas: ahora ya sabía lo que iba a suceder. Había tenido en sus manos dos oportunidades de salvarse, la primera cuando llamó a George y la segunda cuando pudo pedir a André que se quedara aquella noche. Había perdido las dos. Y ahora iba a pagar su error. Iba a pagarlo de una vez para siempre. Michel susurró:
—¿Cansada, Anna?
Estaba muy cerca. Estaba a su espalda. El aliento casi le quemaba la nuca. Anna miró hacia el cielo. El cometa seguía acercándose a Venus. Y su cola brillante era como un dedo que lo señalara.
—¿Por qué no te vas a dormir? —insistió Michel.
—¿Yo sola?
—Tengo aún algo de trabajo. Quisiera acabar algo importante.
Ella no respondió. Sabía de sobras lo que era aquel «algo importante». No iba a tener indefinidamente el cadáver en la bodega. Necesitaba hacerlo desaparecer de algún modo.
—Está bien —dijo con insospechada rapidez—, si tantas cosas tienes que hacer, yo me iré a dormir sola.
Su cerebro había trabajado a una presión endemoniada. Solo cuando la vida está en juego se piensan tantas cosas en tan pocos instantes, y ella las había pensado todas. Por ejemplo, que él estaría ocupado durante algunos minutos. Y que en el dormitorio había un teléfono conectado. Y que podría llamar a George o a la policía.
Esta vez no iba a vacilar. Esta vez lo llevaría todo a las últimas consecuencias, aunque el hacerlo le costara lágrimas de sangre.
Él no la siguió. Se limitó a emitir una risita silenciosa.
—Sí… De verdad estás muy cansada, muñeca. Y te conviene descansar, descansar muchísimo esta noche.
Anna subió al piso superior, donde estaba el dormitorio de ambos, sintiendo que se ahogaba. Encendió la luz y se apoyó en la puerta. El corazón le latía desacompasadamente, hasta llegar a hacerle daño en el pecho. Buscó a tientas la llave. Y estaba. Por fortuna estaba.
Cerró ansiosamente. Luego se sentó en el borde de la cama, mirando el teléfono como una obsesionada.
¿Se atrevería? ¿Enviaría a Michel a la guillotina, o al menos a prisión perpetua, con sólo descolgar el auricular de la horquilla? ¿Condenaría la vida de Michel para salvar la suya?
En apariencia y siguiendo las normas del más elemental instinto de conservación, no debía tener dudas. No iba a dejarse matar como se dejaría matar un pobre corderillo. Pero esto, en apariencia tan sencillo, dejaba de serlo por cuanto Anna era una mujer que amaba. En unos instantes, como si se tratara de una vieja película que desfilara otra vez ante sus ojos, pasaron ante ella las imágenes de la vida de Michel.
Michel pudo haber sido rico.
Huérfano de padre y madre, pues fueron muertos por los alemanes durante la ocupación, un tío suyo le había nombrado único heredero. Pero Michel, a los quince años, rehusó aquella herencia que pudo haber cambiado su destino. El dinero que iban a entregarle estaba amasado con el hambre de miles de seres humanos. Aquel hombre había hecho su fortuna con el mercado negro durante la ocupación. Y Michel, un puritano insobornable, no transigía con aquellas cosas.
Eso le hizo quedar hundido en una miseria de la que ya no saldría hasta bastantes años después. A los dieciséis años cargaba bultos en el mercado de Les Halles para poder seguir estudiando. A los diecisiete comenzó a boxear como aficionado.
A los diecinueve tuvo una gran oportunidad como profesional. Para no perderla, porque las grandes ocasiones no se repiten, aceptó la pelea estando enfermo. Disimuló ante los médicos federativos y ante todo el mundo. Subió al ring confiando en sus fuerzas, pero devorado por la fiebre. Su cuidador no lo notó.
Creyó que era simple excitación nerviosa.
Y Michel recibió la paliza más cruel que puede recibir un hombre en el ring, aguantando en pie durante cinco interminables asaltos, sin poder devolver los golpes, mientras el árbitro dudaba entre parar el combate o no y Anna, desde la primera fila, gritaba al cuidador desesperadamente: «¡Tira la toalla! ¡Tírala! ¡Tírala…!».
La muchacha se llevó las manos a las sienes. Le ardían.
Todo aquello pertenecía al pasado, un pasado que no iba a volver jamás. Ahora no podía decirse que fueran ricos, pero Michel tenía una buena posición. Su nombre sonaba en los ámbitos científicos. Sus compañeros le apreciaban. Pronto empezaría a ser llamado para asistir a congresos internacionales.
Y sin embargo…
Anna se había enternecido recordando aquel sombrío pasado. Sabía además que, si Michel había cometido aquel crimen, era sin culpa. Nadie tiene la culpa de volverse loco. Pero ella tampoco quería morir, de modo que descolgó poco a poco el teléfono.
Le pesaba como una losa mortuoria. Pero de repente, cuando se lo llevó al oído, notó que hasta sus dedos se helaban.
El teléfono no daba ninguna señal. La línea había sido cortada.
Anna lo dejó caer, mientras doblaba su cuerpo trágicamente y ahogaba un sollozo.
Estaba perdida, estaba acorralada Debió haberlo imaginado.
Como primera medida de seguridad, para que nadie evitara su crimen, él desconectaría el teléfono. Con los puños materialmente metidos en la boca para no gritar, pensó en un sistema para huir. Tal vez deslizándose por la ventana… Sí, eso sí que podía hacerlo.
Estaba en un primer piso.
La abrió para descolgarse por allí, y entonces sus nervios sufrieron otra brutal sacudida. Porque las luces de la casa se habían apagado. Porque por todas partes la rodeaba ahora la oscuridad más completa e impenetrable.