Anna cayó hacia atrás.
Tenía la pared a la espalda, casi rozándola, y por eso no se desplomó. Pero quedó apoyada allí, resbalando poco a poco. Cuando estaba a punto de llegar al suelo, reaccionó como un gemido.
Quiso salir de allí.
Pero le fallaban las piernas.
Comprendió que caería antes de llegar a la puerta y sostuvo frenéticamente la linterna, con ambas manos, para al menos no quedarse a oscuras.
El agua caía poco a poco sobre el cuello de la mujer.
Esta había perdido toda su sangre.
Estaba espantosamente blanca.
Anna fue a dar un cuarto de vuelta, apoyándose en la pared, y salir de allí. Ahora no se trataba de una alucinación. Ahora era algo tan real que… que producía una náusea. Miró hacia la puerta.
Y estuvo a punto de lanzar un grito de horror.
Porque la salida estaba bloqueada.
En ella se recortaba una figura alta, atlética y maciza.
La figura de Michel…
El horror penetró como un líquido viscoso hasta el fondo de las venas de Anna.
Sabía que estaba perdida.
Ahora había descubierto el espantoso secreto, el incomprensible secreto del hombre lobo. Y él no la perdonaría. Oyó los pasos de Michel al acercarse. Oyó avanzar a la propia muerte… Pero en lugar de que ocurriese lo que ella temía, Michel, con voz perfectamente tranquila, murmuró:
—Ana… ¿qué haces aquí?
A ella le quemaban los pulmones.
No se daba cuenta de que no respiraba.
—Anna, ¿por qué no contestas?
¿Pero era posible tanto cinismo? ¿Tan seguro se sentía él de poder matarla en cualquier momento? ¿Pero por qué no lo hacía ya?
Y de pronto comprendió.
¡Él no podía matarla ahora!
Desde fuera llegó la voz:
—¡Eh, Michel! ¿Dónde te has metido?
Era la voz de André, un viejo amigo de los dos, que había asistido a la boda. Estando allí André, él tenía que aguantarse. Él no podía hacer nada para matarla. Por eso Anna sintió que respiraba de nuevo, sintió que la vida volvía a ella.
—Michel… —susurró.
—Sal de aquí, por favor.
—¿Está… André?
—Sí. Nos está buscando.
Ella resbaló materialmente por la pared. Las piernas le fallaban. Pero necesitaba salir de allí. Necesitaba escapar antes de que André se marchara… Por eso anduvo hacia la puerta.
Michel la sujetó por un brazo. Tenía la piano dura y helada, como si fuese de acero.
—Vamos —dijo.
Anna se sentía espantosamente prisionera. Y por eso exhaló un suspiro de alivio al ver a André, que vagaba por el jardín.
André vestía deportivamente, como siempre. Era el hombre que se había plantado en los veinte años y no quería pasar de ahí. Alzó alegremente los brazos al verles.
—¡Vaya con la parejita! De modo que escondiéndoos y todo, ¿eh? ¿Es que no tenéis bastante con las noches? Llega el bueno de André, quiere daros una sorpresa y no encuentra a nadie. Sólo oye el ruido de la puerta del sótano que hace tlac… tlac… tlac, como una losa funeraria empujada por los muertos. Hasta que aparece Michel igual que si surgiera del fondo de la tierra. Vaya, hombre, vaya… De modo que la parejita se había escondido para que no la viese nadie.
Tendió las manos a Anna, puesto que a Michel ya le había saludado antes. Y se las estrechó con fuerza.
—¿Qué tal, Anna?
—Bien.
—Permíteme qué sea sincero: no te creo. Estás pálida.
—Pero si me siento muy… muy bien…
—Humm… No puedes ni hablar. ¿Estás…?
—¿Por qué todo el mundo me ha de preguntar lo mismo? No, no espero ningún hijo.
—Bueno, bueno, no te pongas así… Ya sabes que el viejo amigo André es médico, aunque de los malos. ¿Quieres que te examine?
Michel rio.
—La verdad, no creo que haga falta, André. Te quedarás a cenar con nosotros, claro.
Anna parpadeó. Era extraño que Michel diera tantas facilidades para que el otro se quedara. Mientras André estuviese allí, él no podría matarla. Pero también comprendió que Michel necesitaba obrar con absoluta naturalidad. Necesitaba a toda costa que André no notase nada raro.
—Sí, me quedaré a cenar, claro que sí. Pero si eso va a dar trabajo a Anna, yo…
—No te preocupes, no me das ningún trabajo.
Y Anna corrió hacia el interior de la casa. Los dos hombres la siguieron, aunque poco a poco. Michel se había apoyado amistosamente en el brazo de André.
—Te prepararé una copa.
—Encantado, hombre… ¿Pero cómo es qué vives en esta casa? ¿No te gusta París?
—Necesito tranquilidad. Estoy escribiendo un libro que me da mucho trabajo.
—Y poco dinero, claro.
Michel rio.
—Tienes razón, muchacho: y poco dinero. Por ahora ninguno.
Entraron en la casa y Anna, desde la cocina, oyó como Michel trajinaba entre las botellas y las copas.
La conversación entre los dos amigos se generalizó. Al cabo de unos momentos pusieron un disco.
Anna respiró hondamente. No la oirían si telefoneaba.
¿A la policía?
No, a la policía no. Por lo plenos, no todavía.
Llamaría a George. Le diría que viniese a pasar la velada con ellos bajo cualquier pretexto.
Descolgó el teléfono que estaba en la cocina y discó nerviosamente el número que conocía muy bien, mientras estaba atenta al disco y a la conversación de los dos amigos, vigilando para que no se acercasen por allí.
Le contestó el mismo George. Parecía como si hubiera estado esperando su llamada.
—Anna…
—Veo que has reconocido mi voz.
—¿Y cómo no había de reconocerla? Tu voz es la cosa más importante que hay en mis recuerdos.
—George, necesito que…
—¿Qué?…
Ella fue a hablar, pero de pronto se detuvo.
Una bola amarga se había formado en su garganta. ¿Qué iba a decirle? ¿Que había un cadáver en su casa? ¿Que Michel era… era?… No, de eso no podía hablar. Hubiese querido, pero no podía.
La voz de George insistió:
—Anna.
—Sí.
—¿Qué querías? Dilo de una vez, mujer…
—Es que yo…
—¡Habla!
Anna dijo penosamente, como masticando las palabras:
—Nada, George.
Y colgó. Le pareció como si al hacerlo hubiese colgado su propio cadáver de la horquilla.
Aunque la cena era improvisada, Anna la preparó bien. Ella misma estaba asombrada de su presencia de ánimo y de su sangre fría. Quizá era que, por el hecho de querer a Michel, le parecía como si este no hubiera de causarle ningún daño. O tal vez estaba tan desesperada que había llegado a ese último extremo de frialdad en que la desesperación ya ni siquiera se nota.
Apenas despegó los labios, y Michel, que comía lentamente, tampoco lo hizo. Pero en cambio, André habló por los tres. André era uno de esos hombres con los que no resulta desanimada ninguna reunión.
Por fin, después del café, miró su reloj.
—Dios santo, ya son las once.
Anna sintió que temblaban sus manos.
—¿Vas a irte?…
—Lo lógico es que os deje solos. Hace muy poco que estáis casados. Sois lo que se dice una parejita.
—Por nosotros no te preocupes.
Michel dijo suavemente:
—Anna, si André ha de irse que se vaya. No hay que gastar cumplidos con él. Somos amigos de toda la vida.
—Tal vez…, tú quieres que se vaya.
—¿Qué dices?
André, sorprendido, asistió parpadeante a aquel diálogo que no llegaba a entender.
—Bueno——dijo al fin, poniéndose en pie—. No sé por qué, pero me parece que entre los dos hay algo. Tal vez una de esas borrascas sin importancia que oscurecen por unos minutos la luna de miel, ¿no? En fin, será mejor que os deje solos. Para una parejita como vosotros no habrá medicina mejor que enviar los intrusos al diablo.
La copa que Anna sostenía entre sus dedos cayó al suelo, haciéndose añicos. André musitó:
—¿Pero qué te pasa?
Michel también se había puesto en pie.
Fue hacia la puerta, como si quisiera acompañarle, y tropezó con una de las sillas, que también cayó al suelo con estrépito. André estaba más asombrado cada vez.
—Vaya… —susurró—. Estáis… lo que se dice muy nerviosos.
—Perdón, André —murmuró Michel—, pero la verdad es que no nos ocurre nada. Por el contrario, somos muy felices.
—En fin, si tú lo dices será verdad.
Y miró a Anna.
Supo captar en los ojos de esta una desesperada, una angustiosa llamada de socorro. Sí. La captó perfectamente. Pero no la entendió. Conocía a Michel de toda la vida. Y a Anna de casi toda la vida también. No podía imaginar ni remotamente que uno quisiera algo malo para el otro. Debía ser una tontería, una de esas nubes de verano que de vez en cuando oscurecen el mejor horizonte.
—Voy a irme —dijo—. Os deseo buenas noches. Y he tenido una verdadera alegría al veros, parejita. De verdad, una gran alegría. Espero no haberos molestado.
—Tú nunca molestas, André —dijo Michel.
—Ya lo sé, ya lo sé… Entre nosotros no hacen falta cumplidos. Pero, oye, tú estás un poco raro últimamente. No se te ve por ninguna parte. ¿Qué te pasa?
—Hago un trabajo que me obsesiona. Y además estoy recién casado, compréndelo.
—Lo comprendo, claro, lo comprendo. ¿Pero, por qué no vives en París?
—Esta casa me gusta más. Es tranquila.
—Pero también es… siniestra.
Y miró las puertas pintadas de negro, las escaleras viejas y todo aquel ambiente pasado de moda que ya no se comprendía.
Hablando habían llegado hasta el exterior de la casa. Allí estaba el Renault 16 de André, que siempre solía ir cargado de paquetes. Señaló la puerta que daba a los sótanos.
—Michel, ¿y aquello qué es?
—Una antigua bodega.
—Pues parece la entrada de una tumba. No te ofendas, ¿eh? Parece la entrada del panteón familiar. Ja, ja, ja. Servicio completo. Todo a domicilio.
A Anna no le hizo ninguna gracia la broma de André. Por el contrario, seguía sintiendo frío hasta la medula de los huesos. Cuando André subió al coche, estuvo a punto de lanzar un grito que resumiera toda su angustia, todo su terror. Pero no se atrevió.
Aún pensaba que aquello podía ser una alucinación. O aún quería lo bastante a Michel para no desear verle en la guillotina.
André dijo con falso optimismo.
—Adiós, parejita.
Y puso el motor en marcha.
Las luces de stop del vehículo desaparecieron en la primera curva. Y mientras la tomaba a poca velocidad pensó, mientras a su vez sentía frío en la espalda: Pero a esos dos…, ¿qué les pasa?