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La placa en la puerta decía:

DOCTOR JAVERT

Enfermedades nerviosas

Cuando Anna entró, la enfermera la saludó afectuosamente porque ya la conocía.

—¿Qué tal, señora Mercier? Felicidades por su boda. Ya recibí la invitación, pero no pude acudir porque estaba algo indispuesta. Le ruego que me disculpe.

—La eché mucho de menos, Jacqueline.

—¿Quiere ver al doctor?

—Sí… Si es posible.

—Claro. La recibirá en seguida.

Javert tenía un amplio y lujoso despacho cuyas ventanas daban al bulevar Montmartre, el mismo que tenía tanto ambiente a principios de siglo, que inmortalizaron los pinceles de Utrillo y que ahora no era más que un inmenso vertedero de coches. Tendió la mano afectuosamente a Anna, mientras pensaba: ¿Pero vuelve a necesitar esta mujer a un médico de los nervios, a los pocos días de casarse? Yo creí que la boda le iría bien. Pero se ve que es al contrario…

—Siéntese, Anna. ¿A qué debo su visita?

—Perdone que le moleste, doctor Javert, pero usted me atiende desde que era una niña.

—Cierto. Y últimamente ya se sentía usted muy bien.

—Quisiera saber si el accidente que tuve en mi niñez, y que me dejó lesiones cerebrales, puede afectarme aún. Es decir, si sus lamentables consecuencias pueden repetirse.

—¿En qué sentido?

—Usted sabe que durante años estuve sintiendo como si en mis ojos brillaran millones de lucecitas.

—Sí. Eso es algo que ocurre a veces, pero no tiene demasiada importancia. Además, se curó.

—Ahora, aquello ha vuelto.

Javert sonrió, confortador.

—Bueno, bueno, pero eso no tiene importancia. Bajo ningún concepto se ha de poner nerviosa.

—Es que ocurre algo más. ¿Sabe que durante largo tiempo también sufrí pequeñas alucinaciones?

—Sí, lo recuerdo. También es típico de las personas que han sufrido lesiones como las que usted sufrió. A veces creen ver momentáneamente cosas que no existen. O sienten tactos extraños. Por ejemplo, una cosa que no es peluda les parece peluda. ¿Pero por qué me cuenta eso?

—Se está repitiendo, doctor.

—¿De verdad? ¿Qué es lo que siente? Por Dios, concrete.

Javert se sentía intranquilo y no trataba de disimular. Apreciaba a aquella muchacha, a la que había considerado curada. Le dolía que las viejas lesiones aún continuaran surtiendo sus maléficos efectos.

—Me ha parecido notar… cosas sin sentido —dijo ella a media voz—. Por ejemplo, que una mano de mi marido era muy peluda, como la de un lobo. Y yo sé que no es verdad (Anna trataba de convencerse a si misma). Hace poco he visto también dentro de un coche un zapato de mujer que luego ha resultado que no existía.

Javert ofreció un cigarrillo a Anna, y ella lo rechazó. Entonces él encendió el suyo, calmosamente.

—Verá, eso no tiene tanta importancia —dijo, intentando tranquilizarla—. Es casi seguro que deberá someterse a un nuevo tratamiento, pero muy ligero. Bastará con una visita a la semana. Las alucinaciones irán desapareciendo poco a poco.

Y añadió:

—¿Dónde vive usted ahora?

—En la que fue casa de mis padres.

—¿Cerca de Orly?

—Sí.

—Recuerdo esa casa… Estuve allí algunas veces, cuando usted era niña. Tiene, ¿cómo le diría?, aspecto maléfico. No me gusta. Sus padres fueron personas de un gusto más bien triste. Puertas negras, muebles con formas extrañas… Yo creo que no debería usted vivir allí, porque el ambiente le trae recuerdos de su enfermedad. ¿No tiene un piso en París?

—Sí. En la Avenue Victor Hugo.

—¿Por qué no se traslada?

—Es que a mi marido le gusta la vieja casa. Está trabajando en un libro y necesita cierta tranquilidad. En el centro de París no la encontraría.

—Bueno, si no tiene más remedio que seguir allí… Pero trasládese en cuanto pueda, hágame caso. Y ahora le recetaré unos calmantes que le irán muy bien. Está algo nerviosa. ¿Se araña usted misma por las noches, como hace años?

Ella se tocó levemente el brazo en el cual, bajo la manga, conservaba la señal de las uñas.

—Sí, es posible que sí —dijo.

—Pues tome dos pastillas de estas antes de acostarse. Le sentarán bien.

Y le tendió la receta a través de la mesa.

—Doctor…

Él la miró con cierta sorpresa, porque la voz de la muchacha temblaba.

—¿Que…?

—Si una persona se llega a concentrar mucho en sus investigaciones, hasta el punto de no querer ni salir de la habitación en que trabaja, ¿puede llegar un momento en que crea ser uno de los personajes que estudia?

—Pues… pues sí, es muy posible. Hasta le diré que el caso es bastante frecuente.

—Supongamos que estudia la existencia de unos remotos hombres lobo.

—¿Qué absurdo dice?

—Es una simple suposición.

—Bien. Continúe.

—¿Puede llegar un momento en que él crea ser uno de esos mismos hombres lobo?

—Naturalmente que sí… Aunque en pura teoría, claro.

—Gracias, doctor. Es todo lo que quería saber.

Y le tendió la mano. Javert la miró con inquietud. Le parecía que la muchacha estaba bastante peor que antes. No conocía la historia de lo que le había sucedido últimamente, pero así, a primera vista, Anna estaba mal.

—Vuelva la semana que viene —dijo—. Sobre todo, no lo olvide. Lo está necesitando.

—De acuerdo, doctor. Lo haré.

Anna se encontró de nuevo ante el volante de su Alpine sin darse apenas cuenta. Lo que acababa de suceder unos minutos antes le parecía ya un remoto sueño. Era la hora en que la gente de París termina su trabajo. El tráfico resultaba intensísimo. Anna condujo como pudo, hasta encontrarse de nuevo en la autopista, que estaba casi embotellada.

Cuando entró en el ramal de la izquierda, respiró al fin. Allí volvía a haber tranquilidad. Además, caía la noche.

¿Pero por qué la noche le parecía tan siniestra? ¿Por qué tenía la sensación de que ahora todo era distinto?

Tomó la curva a buena velocidad. Y de repente aparecieron en sus ojos los millones de lucecitas. Tuvo que cerrar los ojos. Y de repente los abrió, al notar que el coche se le iba.

Pensó: ¡Qué tonta he sido!

Las luces, al fin y al cabo, eran las mismas que había visto tantas veces al tomar la misma curva. El aeropuerto de Orly parecía más cercano que nunca. Daba la sensación de que las luces de balizamiento se le habían echado encima. No lo entendía.

Debo estar muy nerviosa…

Vio que no había ningún resplandor tras los cristales de la habitación donde trabajaba Michel.

Menos mal… Estará descansando un rato.

Entró en la casa y miró con ojo crítico. Por primera vez se daba cuenta de que aquello era horrible. Tendría que reformarlo todo, empezando por la estructura de las habitaciones. No tenía mucho dinero, pero lo iría haciendo poco a poco hasta transformar la casa.

Entonces oyó aquel ruido en el sótano.

Tlac… Tlac… Tlac.

La puerta estaba mal cerrada. La casa tenía una bodega a la que se entraba por detrás, y en la que durante años no había penetrado nadie, a no ser para limpiarla un poco y fumigarla. Por eso era extraño que la puerta estuviese abierta, y que el viento la hiciera batir. Aunque, como la cerradura era vieja, también podía haberse roto sola.

Anna decidió no hacer caso. Pero el ruido la ponía nerviosa.

Tlac… Tlac… Tlac.

Era como una pesadilla. Apretó los labios y decidió ir a cerrar ella misma. Pero la noche ya había cerrado. Como la luz de abajo estaba estropeada, necesitaría una linterna.

La tomó de uno de los cajones. Fue rápidamente hacia allí, mientras el ruido se hacía cada vez más intenso.

En efecto, la puerta estaba solo entornada. Y el viento, que empezaba a ser intenso, la hacía batir cada vez con más fuerza.

La muchacha fue a cerrar.

Pero entonces oyó dentro el fluir del agua. ¿Quién podía haber abierto los grifos?

En el sótano, además de los viejos barriles ya vacíos, existía un gran lavadero que en otro tiempo sirvió como lagar. Sobre él había un grifo para poder limpiarlo de vez en cuando. Era ese grifo el que derramaba ahora el agua, poco a poco.

Y no podía haberse abierto solo…

Anna tragó saliva penosamente.

Y avanzó hacia allí.

La puerta chirrió lastimosamente cuando ella la abrió del todo. Se oía con más fuerza el sonido del agua.

Anna apretó los labios. No quiero sufrir más alucinaciones… Lo del zapato lo ha sido… Lo de la zarpa del lobo también… Y las heridas del brazo me las causé yo misma, arañándome mientras doren a… No, no quiero sufrir más alucinaciones. Me he de serenar… Me he de serenar…

Llegó hasta el enorme lavadero.

Y entonces la vio.

La mujer estaba allí, hundida, semidesnuda, con las medias rotas, el vestido rasgado y… y sin uno de sus zapatos.

Pero tenía rasgado algo más, aparte el vestido y las medias.

La garganta.

Una zarpa monstruosa casi se la había partido en dos…