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Ella se llevó un momento las manos a la boca. Sentía la garganta crispada, contraída, terriblemente seca. Por un momento pensó que aquella sangre podía ser de Michel.

Pero en seguida oyó la voz tranquila de su marido, que sonaba al otro lado de la hoja de madera. Él debía haber captado el ruido de sus pasos y por eso sabía que estaba allí. Anna no tenía ninguna oportunidad de escapar, si por un momento había pensado hacerlo.

—¿Estás ahí? ¿Por qué no entras?

Anna respiró hondamente. Procuró no mirarla mancha de sangre, que flotaba entre sus ojos como si fuera una de aquellas lucecitas, y giró el picaporte para pasar. Oyó entonces el tecleo de la máquina.

Michel estaba de espaldas a ella, escribiendo. Llevaba unos pantalones azules y una camisa también azul, pero de color más claro. Sus anchas espaldas destacaban como las de un campeón a la luz cruda que entraba por la gran ventana.

Anna le miró intensamente. Solo ella sabía algunas cosas que Michel no explicaba nunca.

Por ejemplo, que había sido boxeador durante sus tiempos de estudiante. Y que se pagó sus estudios con eso. Por ejemplo, que también era un experto arqueólogo. Y que sabía de las civilizaciones desaparecidas más que muchos especialistas de prosapia. Michel se volvió.

Sonreía con tal naturalidad que Anna sintió que todas sus dudas se desvanecían. Un hombre que sonreía de aquella manera no podía ser… el horror que ella había llegado a pensar.

—Hola, Anna. ¿Dónde has estado esta mañana?

—Fui a París.

—¿De compras?

—No exactamente. Estuve dando vueltas por las librerías y mirando algunos escaparates.

—Celebro que hayas vuelto. Temía que después de lo de anoche te sintieras anal.

—¿Qué ocurrió anoche?

Ella hizo la pregunta con absoluta naturalidad, mientras sus nervios vibraban.

Y él contestó con absoluta naturalidad también:

—No lo sé… Quizá en realidad no ocurrió nada. Tú te desmayaste y te llevé a la cama. Pero no me has explicado qué te ocurrió.

—Nada, un desvanecimiento sin importancia.

—¿No será que…?

—No, no pienses eso. No estoy embarazada.

Y Anna se acercó a un búcaro de flores que adornaba la habitación, arreglándolo con gesto aparentemente distraído, pero sintiendo que la piel se le erizaba al preguntar aquello.

—Michel…

—¿Qué hay, pequeña?

—¿Qué libro estás escribiendo ahora?

—Aquel de que te hablé sobre los egipcios en Francia. Estudiando Historia Moderna descubrí en los Archivos Nacionales una carta de un historiador del siglo XVIII que citaba a otro del siglo VI, del cual pude hallar un leve rastro en los archivos capitulares de Notre Dame. Según ese historiador tan remoto, los egipcios habían establecido numerosos cementerios en Francia, los cuales permanecían ignorados. Ahora estoy reuniendo todos esos datos, y más adelante proseguiré mis investigaciones.

—Sí, ya sé, pero yo quería preguntarte… otra cosa.

—Dime lo que sea. Yo no tengo secretos para ti.

—Tú lograste dar con uno de esos cementerios. Era al pie de una colina, en la zona del Rosellón. Descubriste unas galerías que estaban tapadas desde muchos siglos antes e indagaste allí.

—Es cierto, pero no descubrí nada importante.

—Excepto una cosa.

—¿A qué cosa te refieres, Anna?

—A lo que me dijiste un día: que allí recibían sepultura los endemoniados, los poseídos por los espíritus malignos.

—Sí, es verdad, pero la cosa no tiene tanta importancia… Manías de los antiguos.

—Me dijiste algo más, Michel.

Y todo el cuerpo de Anna tembló al pronunciar aquellas palabras, porque ahora, de pronto, habían cobrado un significado muy distinto. Pero Michel no debió notar aquella tensión, porque permaneció indiferente.

—¿Qué fue lo que te dije?

—Que algunos de esos endemoniados eran… algo más que hombres.

—Sí, claro… Ahora lo recuerdo. Era esa estúpida leyenda de los hombres lobos. Los hombres que, bajo la influencia de ciertos astros, se transformaban. Pero no se puede tomar en serio una cosa así.

Anna juntó las manos.

—Verás, yo… Yo nunca tomaría en broma una cosa así, Michel.

—¿Qué quieres decir?

Michel se levantó y se acercó a ella. La tomó suavemente por los hombros.

Anna se encogió y estuvo a punto de chillar, tanto miedo tenía. Pero lo disimuló tratando de improvisar una sonrisa sin sentido, una sonrisa falsa.

—Quiero decir que… Bueno, no me gustó que te metieras en eso.

—Olvídalo, Anna. Yo sólo hice unos descubrimientos sin importancia.

—Bueno, pero es que… En fin, Michel, perdóname sí te hago una pregunta que tú quizá no me quieras contestar.

—¿Y por qué no iba a contestarte?

—Supongamos que esos hombres lobo existieron.

—No existieron nunca, Anna. Métete eso en la cabeza. Son cosas de las que hablan las leyendas antiguas. Pero también en las leyendas griegas se habla por ejemplo de las sirenas, y de los hombres-dioses, que, sin embargo, no han existido jamás.

—De acuerdo, pero imagina por un momento, solo por un momento, que han existido.

Él sonrió otra vez, mientras se encogía de hombros y la soltaba poco a poco.

—Está bien, supongamos que existieron. ¿Y qué?

—¿Ellos lo sabían?

—No te entiendo.

—Seré más clara, entonces: ¿Sabían ellos que eran hombres lobo? ¿Se daban cuenta de que en ellos había dos personalidades?

Michel se llevó una mano a los labios, confuso. Parecía no haber esperado aquella pregunta, que le desconcertaba.

—Pues… Bueno, supongo que no se darían cuenta.

—Gracias. Es lo que quería saber.

—Pero eso no tiene sentido, Anna… ¿Por qué me lo has preguntado?

—Si ahora hubiese un hombre lobo, ¿se daría cuenta de que lo es?

—¿Te has vuelto loca, Anna?

—Por favor, contéstame.

—Hablando en pura teoría, porque insisto en que eso no tiene base real, he de creer que no, que un hombre en tales condiciones no sabría tampoco la horrible verdad.

Anna apretó los labios. Sentía un frío espantoso que había empezado en la columna vertebral y que ahora le llegaba hasta la médula de todos los huesos.

Dio media vuelta y salió poco a poco, sin que Michel hiciera nada por seguirla. No podía estar más allí. Se hubiera puesto a chillar desesperada, se hubiera arrojado por una de las ventanas. Pero consiguió serenarse.

Llegó a la planta baja y salió para respirar hondamente el aire fresco. La cabeza le daba vueltas. Se acercó mecánicamente, sin darse cuenta, al Peugeot de Michel, que seguía en el fondo del abierto garaje.

Y entonces vio en el asiento trasero aquel detalle que la extrañó. Aquel zapato femenino.

Parpadeó intrigada.

Sabía que muchas mujeres han perdido cosas extrañas en el interior de los coches, y en especial cosas que a una mujer seria nunca se le ocurriría perder. Pero olvidarse un zapato es algo que seguramente no ha ocurrido nunca.

A menos que… A menos que la mujer en cuestión ya no necesite los zapatos, claro. Sintió que se ahogaba y dio media vuelta, regresando inmediatamente a la casa. Su corazón latía aceleradamente, mientras el pulso le hacía daño. Se apoyó en la jamba de la puerta y estuvo así mucho rato, quieta, haciendo terribles esfuerzos para serenarse.

Sus pensamientos daban vueltas y más vueltas, como un torbellino. El cerebro le hacía tanto daño como si se lo pincharan. Pero por encima de aquel maremagno llegaba a una conclusión:

Ella quería a Michel.

Caso de no quererlo, todo hubiera sido muy sencillo.

Tomar el Alpine, irse de allí. Llegar hasta Orly, de donde partían aviones cada cinco minutos. Tenía suficiente dinero para eso. O, más sencillamente, llegarse hasta la comisaría más próxima.

Pero ella quería a Michel. No deseaba abandonarle.

Al serenarse sus pensamientos, se dio cuenta de que además quedaba en pie un repelente detalle, un detalle de tipo práctico.

El zapato.

En el supuesto de que Michel hubiera matado a una mujer, aquel zapato era una prueba concluyente contra él. De momento tenía que hacerlo desaparecer, mientras tomaba una decisión.

Se dirigió de nuevo al Peugeot. Y entonces, sus ojos se desorbitaron.

¡Porque el zapato ya no estaba!

La muchacha se llevó las manos a la boca y se sujetó la mandíbula con fuerza, porque no quería gritar. Miró la ventana tras la que debía estar trabajando Michel. Quizá él la había descubierto. Pero no. Si prestaba mucha atención oía, como un susurro lejano, el teclear de la máquina.

Él seguía trabajando.

Anna fue hacia su coche como un fantasma, se sentó ante el volante y, casi sin ver lo que tenía ante los ojos, lo puso en marcha, mientras sentía que se ahogaba.