La hermosa mujer dejó la autopista para torcer por un ramal lateral, a la izquierda, y se despegó de la fuerte riada de coches que se dirigían al aeropuerto de Orly. Cinco minutos más tarde le parecía no solo haber cambiado de paisaje, sino hasta de país.
Todo estaba tranquilo y silencioso.
Los copudos árboles del bosque le enviaban una sombra fresca y apaciguadora. Solo al verlos ya sentía los nervios mejor.
Pronto entró en los tranquilos caminillos vecinales.
Y vio la casa que antes estaba muy alejada de París, pero que ahora había sido casi materialmente engullida por la gran ciudad.
El coche que Anna llevaba era un pequeño deportivo Alpine.
Vio en el garaje, que tenía la puerta abierta, el Peugeot de Michel. Últimamente, Michel no lo sacaba; decía que prefería ir a la pequeña estación suburbana y tomar el tren. No era mala idea, teniendo en cuenta que se sentía muy nervioso. El tráfico de París acababa de enloquecerle a uno.
¿Pero por qué se sentía nervioso Michel? ¿Tal vez se daba cuenta de que… una transformación extraña, monstruosa, se estaba operando en él? ¿Tal vez eso le hacía sufrir tanto que le ponía en secreto al borde del suicidio?
Mientras Anna pensaba en eso, frenó el coche ante la puerta. Allí no había problemas de aparcamiento.
¡Qué afortunados son los que no necesitan vivir en el centro de las grandes ciudades!
En aquel momento oyó que la llamaban:
—¡Eh, Anna!
Ella miró. El hombre que se acercaba componía una estampa casi imposible de encontrar en las cercanías del París moderno, a no ser, excepcionalmente, en el bosque de Bolonia. Montaba un brioso corcel y componía una estampa joven, deportiva y atrayente. Anna le sonrió.
Le conocía desde hacía unos trece años antes. George había sido incluso su pretendiente. Y a veces se preguntaba a sí misma por qué no le hizo caso, por qué no se casó con él.
Anna sonrió.
—Hola, pequeña.
—No sabía que hubieras comprado un caballo, George.
—¿Qué quieres? Es la única forma de sentirse un poco libre. La vuelta a la naturaleza, ¿sabes? ¿Y tú? ¿Cómo te encuentras?
—Bien.
—¿Qué hace tu marido?
Dijo aquello de «marido» con una especie de retintín, mientras descendía del caballo saltando ágilmente.
—Como siempre: estudiar y escribir.
—Un poco aburrido, ¿no?
—Por Dios, George, no hablemos de eso.
—Tienes razón; a una casadita no le gusta que le critiquen al hombre que la ha llevado al altar. Aunque quizá con el tiempo cambies de opinión.
—Cuando tomé la decisión fue para no cambiar, George.
Él se acercó y acarició la carrocería del coche. Hubo en aquel gesto una secreta pasión y hasta una extraña ternura. Diríase que, por el hecho de ser de Anna aquel coche, acariciaba la piel de la mujer.
—Perdóname por hablarte de eso, Anna.
—No te preocupes, no me has ofendido.
—¿Querrás venir mañana a casa? Doy una pequeña fiesta.
—No sé si podré.
—Antes, cuando eras soltera, venías siempre. Éramos muy buenos vecinos.
Y señaló la alta, elegante y picuda torre, cubierta de pizarra, que sobresalía por encima de las copas de los árboles. Allí vivía George. Había heredado aquella casa de sus padres, como Anna heredó la suya.
—Te prometo que se lo preguntaré a Michel, y si él está de buen humor, iremos. Pero últimamente anda algo preocupado. Ha pedido vacaciones anticipadas y se pasa el día encerrado. Apenas va a París, y cuando lo hace, no emplea ni siquiera el coche.
—¿Nervios?
—Yo creo que sí.
—Yo también estaría nervioso si te tuviera a mi disposición hora tras hora, pequeña. Muy nervioso.
Y unió las manos en actitud algo cómica, como pidiendo perdón, al darse cuenta de que había dicho demasiado. Luego se despidió con un gesto, montó a caballo de un ágil y elegante salto y se alejó.
Anna entró en la casa. Estaba muy limpia, porque una asistenta venía diariamente y, además, ella cuidaba todos los detalles. Pero, pese a ello, la casa era inmensamente triste. Y hasta siniestra. El gusto anticuado de los padres de Anna se conservaba en todos los aspectos de la mansión. Requería un cambio total, profundo, que por ahora no habían emprendido.
Ella subió las escaleras. Y fue entonces cuando en el rellano viola mancha de sangre, aquella pequeña y casi imperceptible mancha de sangre que había resbalado por debajo de la puerta.