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El taxi se detuvo en la place Saint Antoine, a la entrada del barrio que lleva el mismo nombre, y el taxista se volvió, tratando de cazar al vuelo las piernas de la pasajera.

Cazarlas con un relampagueo de sus ojos, claro.

Valían la pena.

Pero ella descruzó las piernas y le tendió casi tímidamente un billete de cien francos.

—Por favor, cobre.

—Bien… Son veinte francos. Hasta otro día, señorita. A ver si tengo suerte.

Ella le hubiera dicho con gusto que no era señorita, sino señora. Pero hasta para eso le faltaban fuerzas. Hasta para hablar. Bajó del taxi con una última y discreta exhibición, a causa de su estrecha falda, y se dirigió andando hacia el otro lado de la plaza, para volver en cierto modo atrás. Porque no se dirigía a Faubourg Saint Antoine, sino a una de las zonas más históricas de París, hacia la plaza de los Vosgos.

No quería que nadie supiese a dónde iba. Por eso había dejado el taxi en un lugar distinto.

Cuando llegó a la plaza de los Vosgos recorrió con sus grandes ojos de pajarillo asustado los pórticos que dan a aquel rincón de París un aspecto tan peculiar y distinto. La plaza estaba bastante animada. Unos grupos de turistas iban de un lado a otro, captándolo todo con sus cámaras. Unos enamorados se besaban inacabablemente junto a las viejas columnas de piedra. Un gendarme de servicio miraba discretamente las pantorrillas de una dependienta que estaba arreglando el escaparate de una zapatería.

Pero Anna apenas se fijó en todo eso. Le dirigió una mirada solo superficial.

Cruzó la plaza y penetró en un portal de la época de Enrique IV, en el cual, entre unas cuantas plaquitas anunciadoras, había una que decía sencillamente: «Madame Denise».

Subió al entresuelo. Allí apenas había luz. Un olor peculiar a viejo, que sin embargo no era desagradable, se extendía por el recinto.

Madame Denise era joven aún, y hasta estaba de buen ver. No era la típica adivina ni echadora de cartas. La clientela le venía de su madre, muerta dos años atrás. Su madre sí que había tenido aspecto de bruja, pero ella era muy distinta. Incluso vestía con picardía. Por debajo del borde de su falda negra asomaban, en cuanto se sentaba, unas blondas absolutamente sexi.

Miró a Anna con preocupación, mientras ella hablaba.

Al fin, susurró:

—Cálmate. Pareces muy cansada.

—No, no lo estoy. Me siento… perfectamente.

—Te prepararé un poco de licor.

A pesar de las protestas de Anna, se lo preparó. Era una mezcla fuerte que hubiera hecho vibrar a un cancionero. Cuando la hubo bebido, los ojos de Anna brillaron de distinto modo.

—A ver, repíteme eso —murmuró madame Denise—. Repíteme lo que viste en el jardín.

—Bueno, en realidad, ver… no vi nada especial. Ya sabe usted que desde la casa que fue de mis padres se distinguen, en las noches claras, las luces del aeropuerto de Orly, así como las señales de los aviones que aterrizan o despegan. Yo, por lo visto, me había quedado dormida sobre la tierra húmeda. Me ocurre eso algunas veces. Me parece perder el sentido y…

—¿Estás embarazada? —preguntó madame Denise, con mirada relampagueante.

—No, no lo estoy. En realidad, esto me sucede desde que era pequeña. Pierdo la noción de las cosas y me quedo dormida en los sitios. Pero estoy perfectamente bien; no me sucede nada.

Madame Denise bebió ella a su vez un poco de licor. Miraba con fijeza a su cliente. Sabía bastantes cosas de ella.

Por ejemplo, que cuando niña sufrió un accidente de automóvil y perdió la memoria una temporada. Luego se recuperó, pero desde entonces ocurría eso: cuando algo la disgustaba o asustaba, perdía el sentido momentáneamente. Ningún médico había podido curarla porque no era una enfermedad; era, simplemente, una defensa de su naturaleza. El cerebro, delante de una realidad exterior inquietante, «se evadía». Muchas personas con problemas que no pueden resolver tienen también la suerte de quedarse dormidas en cualquier sitio, y así evitan, sin saberlo, daños cerebrales o circulatorios muy graves.

Madame Denise pidió:

—Siga.

—Al despertarme, noté eso: que estaba tendida sobre la tierra húmeda. Vi las estrellas sobre mi cabeza, y me pareció que dentro de mi cerebro brillaban también miles de lucecitas. Pero seguramente eran las estrellas que veía a través de mis pestañas, estando medio dormida. Entonces fue cuando vi la señal. Cuando vi el dedo blanco que apuntaba a Venus.

—¿Y en seguida me llamaste?

—Sí.

Madame Denise se levantó. Tenía unos movimientos ondulantes, movimientos de sirena. Debía gustar mucho a los hombres, sobre todo a los hombres con gustos fuertes. Estaba llenita. Trajo el último ejemplar de Le Monde, aparecido aquella mañana.

En la primera página aparecía la noticia, aunque no con caracteres demasiado destacados: «Un cometa se aproxima al planeta Venus. Es perfectamente visible con atmósfera despejada, y anoche miles de personas pudieron contemplarlo en el cielo de París. Su cola, muy espesa y brillante, tiene el aspecto de un dedo que señala al planeta».

La información seguía, pero Anna leyó solamente aquellas líneas.

—Cierto, eso fue lo que vi —dijo—. Como miles de parisienses.

—Te advertí que sucedería —musitó madame Denise—. Tu planeta es Venus. Tú naciste bajo ese signo. Hace años tu madre, que era clienta de la mía, también fue advertida: «Esta niña ha nacido bajo el signo de Venus. Si alguna vez un dedo surgido del cielo apunta a ese planeta, le ocurrirán graves desgracias. Principalmente debe guardarse del hombre a quien amara. Y debe guardarse también de los aullidos de los lobos». Yo también te lo dije: «Ten cuidado, Anna. El gran momento se aproxima».

Anna tenía lágrimas en los ojos.

—¿Cómo voy a guardarme del hombre al que amo? —bisbiseó—. Es mi marido… Nos casamos hace tres meses. Es… es mi marido…

Y repitió la palabra como si pensase que, sólo con aquello, ninguna desgracia podía sobrevenirle.

—Por favor, sigue explicando.

—Bueno, pues… —continuó ella, temblorosamente—, entonces oí el aullido del perro. ¿O tal vez era un lobo?

—Debía serlo —dijo, con extraña seguridad, madame Denise.

—Por favor, no hable de ese modo.

—Dime: ¿en vuestra casa tenéis perro?

—Lo tuvimos.

—¿Y qué fue de él?

—Murió. Murió cruelmente. —Al hablar, casi saltaban las lágrimas de los ojos de Anna—. Un día que se había escapado y andaba vagabundo, lo cazaron los laceros municipales. Cuando traté de recuperarlo, veinticuatro horas más tarde, ya lo habían pasado por la cámara de gas. Vi su cadáver. Fue… una de las cosas más amargas por las que he pasado en mi vida.

—Lo comprendo. Yo también amo a los animales —dijo madame Denise—. Pero si está muerto, ¿cómo le oíste aullar? Tenía que ser un lobo.

—No hay lobos en París.

—¿Que no los hay? —Madame Denise rio secamente—. Lo que ocurre es que son lobos que pasean por el Barrio Latino y toman el Metro. Pero los hay, muchacha. Y a montones. En fin, no me has dicho lo más importante. Continúa, por favor.

—Entonces la llamé a usted —susurró Anna—. Y cuando me dijo que sólo me faltaba oír aquella voz, la oí efectivamente. Era mi marido que me llamaba. Me sorprendió mucho, ¿sabe? Yo ignoraba que estuviera en la casa.

—Tal vez había llegado mientras tú estabas en el jardín. Es muy fácil. ¿Y qué hiciste?

—Subí inmediatamente. Fui a la habitación en la cual trabaja y la abrí. Entonces…

—Hay algo que no me has dicho concretamente, Anna —musitó madame Denise—. ¿En qué trabaja concretamente tu marido?

—Es profesor de Historia Moderna en la Universidad. Pese a su juventud, tiene lo que suele decirse un «alto puesto». Aparte de eso, escribe libros sobre temas históricos. En la casa donde yo nací, y que apenas habitamos, tiene siempre disponible una habitación para trabajar. Anoche estaba allí.

—¿Y…?

Anna cerró los ojos. Le costaba decir aquello. Le costaba un esfuerzo patético. Pero al fin, musitó:

—Tenía una zarpa de lobo.

Madame Denise guardó silencio. Su expresión era inescrutable. Por un lado sentía satisfacción al haber adivinado lo que iba a suceder. Pero por otro no le gustaba aquello; al contrario, le inquietaba profundamente.

—Ya estabas advertida —bisbiseó—. Debías guardarte de los lobos y temer a la persona a la que más amas.

—¿Pero es posible que él… él…?

—No sé, yo no puedo afirmar ni negar nada. Pero tal vez puedas ayudarme si me dices lo que ocurrió a continuación.

—No ocurrió nada. Me desmayé.

—¿Te diste cuenta de que él pudo haberte matado?

—No lo hizo. Al contrario, cuando me recuperé, estaba en mi cama. Él se encontraba sentado en un borde, como tantas y tantas veces. Me miraba fijamente, quizá con obsesionante fijeza. Yo miré sus manos. Eran unas manos perfectamente normales, las mismas que yo he conocido siempre.

—¿Qué te dijo?

—Nada. Está acostumbrado a que a veces me ocurran esas cosas, y por lo tanto ya no se asusta. Me dijo que me prepararía un café bien cargado y así lo hizo. Pero debía estar muy nervioso, porque en lugar de azúcar me echó sal, al equivocarse de recipiente. Yo por poco salto por la ventana, al probar aquello. Nos reímos mucho; un poco después me había olvidado de mi propio horror.

—Entonces, ¿no es posible que sufrieras una alucinación?

Anna tembló. Se notaba ahora el esfuerzo terrible que había tenido que hacer para mantener su apariencia normal durante tanto tiempo. Sus nervios vibraban.

Con un soplo de voz, susurró:

—No, no era una alucinación… En primer lugar, a Michel le pasa algo grave, porque ha pedido las vacaciones de la universidad en esta época del año, cosa que no es normal. Se las han concedido y un sustituto se encarga de las clases. Él, mientras tanto, escribe incansablemente un libro que le ocupa horas y horas. Se le nota preocupado, a pesar de que… intenta mostrarse normal y optimista. Pero se diría que teme hacer algo horrible… Lo de ayer no fue una alucinación, y para demostrárselo…, mire.

Le mostró su brazo izquierdo. Y en él, en la parte superior, junto al hombro, se notaban unos arañazos grandes, profundos, los arañazos causados por una verdadera zarpa.

—No se lo dije —musitó Anna—, no le dije nada y, al contrario, traté de ocultárselos, pero él tuvo que darse cuenta de que existían. Me los causó con sus propias manos mientras yo estaba sin sentido.