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Estaban allí. Los millones de lucecitas. Estaban encima de su cabeza, lo llenaban todo, flotando en el aire. Los millones de lucecitas.

Anna se llevó las manos a los ojos y se los frotó con fuerza, haciendo un esfuerzo terrible para recuperar el pleno dominio de su conciencia. Tenía la sensación de flotar en el espacio, entre aquellas lucecitas. Al fin, muy poco a poco, fue recuperándose.

Abrió los ojos.

Y vio otra vez las lucecitas, pero ahora estaban muy lejos.

Lo llenaban todo.

Pero estaban a tal distancia que formaban parte del otro mundo.

Hizo un esfuerzo para incorporarse y se sentó en el suelo.

Entonces se dio cuenta de que había estado tendida.

Había estado tendida cara al cielo, en el que brillaban millones y millones de estrellas, recorriendo su camino de siglos.

El jardín olía a tierra fresca. El mismo olor que a ella le gustaba tanto cuando era niña.

El viento hacía susurrar las hojas de los árboles.

Y entonces oyó el aullido del perro, aquel aullido largo, ululante, del perro, que hacía estremecer en la noche.

Anna se pasó una mano por la frente.

Esta le ardía.

No recordaba cuándo había caído, ni cuánto tiempo había estado así, cara al cielo, teniendo encima las estrellas y teniendo al mismo tiempo aquellas extrañas lucecitas dentro de su cráneo.

Luego se llevó las manos a los oídos.

¿Escuchaba de verdad el aullido del perro?

¿O era tal vez el de un lobo?

No, no hay lobos en París. Era una tontería.

Se puso en pie trabajosamente y avanzó hacia la casa.

Esta se hallaba a unos cinco kilómetros del aeropuerto de Orly, en una pequeña zona donde aún había unos cuantos chalés con jardín, unos caminillos vecinales y hasta un estanque en el que croaban las ranas durante el verano. Anna, que había nacido allí, amaba todo aquello.

De pronto, la dirección del viento cambió.

Se oyó el estruendo de los aviones que despegaban de Orly, aunque ahogado por la distancia.

Y vio las lucecitas.

Blancas, rojas, azules.

Todas las balizas de las pistas brillaban ante sus ojos, en la noche inmensamente clara. En las noches con niebla no se veía nada, pero ahora parecían tan cercanas que daba la sensación de que iba a poder tocarlas con las manos.

Y vio más luces.

Luces rojas.

Los aviones que aterrizaban o despegaban hacían continuos guiños con las señales de sus alas, de su cola o de su panza. Las luces rojas se repetían en el espacio hasta que terminaban perdiéndose de vista.

Anna sonrió.

Todo aquello era lo natural.

Era lo de todas las noches.

No había motivo para que se asustase, y menos para que le hubiese parecido oír aquel extraño aullido del perro.

Debían ser imaginaciones suyas.

Estupideces.

Fue a entrar en la casa y entonces volvió a mirar hacia arriba.

Hacia los millones de estrellas.

Estas rutilaban quietas, solemnes, lejanas, y tan heladas e inmóviles como la muerte.

Entonces fue cuando Anna lo vio.

Entonces fue cuando estuvo segura de que «sucedería».

Entró en la casa y fue encendiendo todas las bombillas.

Todas, para que no quedase en la vieja mansión ni un solo espacio de sombra.

Oía los crujidos de las maderas, de los peldaños, de los muebles, que llevaban allí más de sesenta años.

Y oía también el sonido de sus propios pasos, un sonido que en lugar de tranquilizarla la alteraba.

Como si ella fuese al mismo tiempo otra persona.

Descolgó nerviosamente el teléfono y discó un número.

Una voz ronca le respondió al cabo de unos instantes:

—¿Quién?

—Madame Denise, soy Anna.

—Oh, Anna… ¿Qué tal?

—Estoy segura de que «eso» va a suceder, madame Denise.

—¿Por qué estás tan segura?

—Lo he visto.

—¿El dedo blanco que tocaba a Venus?

—Sí. Lo he visto perfectamente. El dedo blanco que tocaba a Venus.

Hubo una pausa al otro lado del hilo.

La interlocutora de Anna parecía darse cuenta de la gravedad de sus palabras.

Al fin, murmuró:

—Guárdate del peligro, Anna. Va a empezar la serie de noches en que todo se transforma. Guárdate del lobo.

—Es que…

La voz exigió áspera, interrogante:

—¿Hay algo más? Dime…, ¿hay algo más?

—Me ha parecido oír el aullido.

—Te dije que sucedería, Anna. Te advertí. Tú me hiciste la consulta y yo te dije: «No vayas a esa casa». Sin embargo, estás ahí, ¿verdad? Sin embargo, me llamas desde la vieja casa.

—Sí, madame Denise.

—Anna, estás loca.

—No sé qué decirle. Todo ha sucedido de una forma tan natural, tan… ¡tan sin darme cuenta!

—Las cosas naturales están llenas de horror, Anna. Si viéramos a gran tamaño una película de nuestros propios dientes masticando un pedazo de carne, tendríamos que cerrar los ojos. Sí… Las cosas naturales están llenas de horror. No sé cómo has caído en la trampa.

—No «es» una trampa —se defendió Anna—. Nadie me ha obligado a venir. Estoy aquí por mi propia voluntad.

—Pero eso va a suceder. Sólo te faltaría oír ahora la voz.

Anna negó incrédulamente.

No. Estaba segura de que al menos eso no sucedería.

Y en aquel momento, la voz dijo, vibrando en las paredes quietas de la casa:

—Anna… ¿Qué haces ahí? ¿Por qué no subes, Anna?

La muchacha se estremeció.

Dejó caer el auricular.

Desde el otro lado del hilo, la voz de madame Denise siguió llamando inútilmente:

—Anna… ¡Anna! ¡Anna!

Pero ella ya no la escuchaba.

Subía las escaleras que llevaban al primer piso, respirando agitadamente.

Llegó al rellano superior.

Y vio el largo pasillo.

Puertas, puertas, puertas…

Puertas pintadas de negro.

¿Por qué sus padres habían pintado siempre las puertas así? ¿Por qué tuvieron aquel gusto lúgubre, como si viviesen en un cementerio?

Llegó al final de aquella puerta.

La conocía bien.

Y oyó la voz conocida:

—Anna… Anna… ¿Por qué no vienes de una vez?

Ella abrió la puerta.

Y vio las tinieblas, solo las tinieblas.

Sus manos se tendieron hacia adelante, palpando la oscuridad.

Y palpó algo más.

La zarpa húmeda, viscosa, peluda, del lobo; la zarpa que acechaba en la oscuridad, que estaba acechando para ella.