12

Había empezado a lloviznar sobre Nueva York, y a aquella hora de la noche la circulación era menos densa en las avenidas de Manhattan. Tomé un taxi y pude llegar hasta las cercanías de la brigada de Homicidios sin correr ningún riesgo.

Una vez allí no tuve que esperar mucho.

Sally, acompañada de Lewis y de Lindstrom, salió unos minutos más tarde. Los vi desde una puerta frontera sumida en la oscuridad. Lewis tomó un Dodge más grande que un portaaviones, que tenía estacionado cerca de la puerta. Con lo que cobraba a sus clientes, ya podía. Lindstrom y Sally subieron solos a un discreto Oldsmobile negro, que arrancó primero y se dirigió hacia el oeste, hacia Jersey City.

Lewis, en cambio, no tenía prisa. Puso el motor en marcha, acarició la palanca de cambios, conectó la radio…

No se dio cuenta de que yo estaba allí hasta que mis dos manos se cerraron en torno a su garganta.

Nunca he visto rostro más atemorizado que el de aquel tipo. Ni siquiera se había dado cuenta de que yo acababa de abrir la portezuela del otro lado, y en el primer momento debió creer que se trataba de una aparición. Sus ojos buscaron febrilmente a alguien que pudiera socorrerle, pero por las inmediaciones no había nadie. Yo hice como que me descuidaba. Su mano derecha voló entonces hacia el tablero de mandos.

Le golpeé la muñeca y le trituré los dedos contra los instrumentos. Allí había una pistola nueva, una Smith de calibre corto, pero limpia y reluciente como una joya.

Lewis me miró aterrorizado.

—Yo soy su amigo, Dan —farfulló—. Sabe que trato de defenderlo…

—Claro que sí. ¿Es que cree que si no supiera eso estaría usted vivo ahora? Ponga primera y siga sin perder tiempo al coche de Lindstrom. Este es más rápido y no perderá el contacto. ¿Sabe a dónde van?

—Lo ignoro. Lindstrom ha dicho que me telefonearía en cuanto supiera alguna cosa de usted.

—Pues me parece que va a tener que ser él el que reciba el telefonazo. ¡Vamos, mueva pronto este armatoste!

Lewis obedeció.

No sé qué hubiera dicho ante un jurado, pero, desde luego, en estos momentos, él no hubiera dado un centavo por mi alma. Condujo a buena velocidad y, aprovechando el escaso tránsito, pudo situarse a cierta distancia del automóvil de Lindstrom, sin perderlo de vista y sin acercarse demasiado. Tuve que reconocer que era un tipo hábil. Yo no lo hubiese hecho mejor.

—Usted no es solo un leguleyo —dije—. Sabe otras cosas.

—Antes de ejercer como abogado estuve empleado en una agencia de detectives. Hacía este trabajo por lo menos diez veces al mes. Esposas infieles, socios que se largaban con los beneficios de años… A todos había que vigilarlos y seguirlos. —Me miró—. ¿Qué pretende, Dan? ¿Puedo preguntárselo?

—A lo mejor mañana lo lee en los periódicos —contesté sarcásticamente.

No preguntó más. Condujo en silencio un buen rato, sin intentar ninguna falsa maniobra, y en las afueras de Nueva York notamos que el automóvil de Lindstrom se desviaba hacia la derecha por una calle en construcción, llena de zanjas, y al fin de la cual había una casa. Estábamos avanzando con los faros apagados, pero la habilidad de Lewis impidió que cayéramos en alguna de aquellas trampas. A cuatrocientas yardas de la casa le dije que parara. Vimos que el coche de Lindstrom se había detenido allí.

—Descienda, Lewis.

—¿Qué va a hacer conmigo? Sé que no le importa, pero nada conseguirá matándome. Al contrario, puede que yo sea una de sus últimas esperanzas de sobrevivir.

—¿Usted también cree que estoy loco? —reí.

—Puede que lo esté; puede que Lindstrom tenga razón.

—Lárguese, Lewis.

—Sé que va a aquella casa. ¿No teme que lo delate?

—Un abogado no puede delatar a su cliente. Usted perdería todo su crédito si lo hiciera, Lewis. Sé que ahora volverá a su despacho y tratará de olvidarme mientras aguarda los acontecimientos.

Lewis se encogió de hombros.

—Espero que no mate también a esa muchacha, Dan. No me gustaría.

—Eso no le importa. Lárguese.

Se largó.

Yo tenía ahora uno de los mejores automóviles de Nueva York, ochocientos dólares y una pistola cargada. De todo eso solo la pistola me servía, pero era ya bastante.

Despegándome del coche, me acerqué a la casa.

Esta se encontraba completamente aislada y era un excelente refugio a poca distancia de Nueva York, sobre todo por la noche cuando las brigadas de obreros habían abandonado su trabajo en la calle. Las zanjas me permitieron acercarme al edificio con la seguridad de no ser visto, y en las últimas yardas el propio automóvil de Lindstrom me sirvió de parapeto. Me arrastré pasando por debajo del vehículo y, pegado a las paredes de la casa como un reptil; fui rodeándola hasta encontrar un hueco que me permitiese entrar.

Por fin lo encontré. Era una de las ventanas del sótano, y la reja metálica que la cubría estaba medio arrancada.

Quizá alguna de las máquinas que trabajaban en la pavimentación de la calle le había dado algún golpe casualmente.

Procurando no hacer ruido, sin moverme del suelo, me dispuse a arrancarla completamente.

Y fue en ese momento cuando una voz dijo por encima mío:

—Muy bien, amigo. Veo que tú mismo te estás abriendo un agujero para bajar a los infiernos…

No llevaba la pistola en la mano. Eso me daba una cierta ventaja porque mi enemigo no sabía si iba armado o no. Me volví cara arriba, sin moverme del suelo, y entonces lo vi.

Iba vestido de negro. Las solapas de su abrigo casi le cubrían el rostro, pero noté que era j oven. Una pistola provista de silenciador me encañonaba fijamente al cráneo.

—Levántate.

Se distanció de mí un par de pasos, como para evitar toda posible sorpresa. Yo apoyé ambas manos en el suelo, como si fuera a levantarme. Pero lo que hice en realidad fue saltar.

Me lo jugué todo en aquella pirueta suicida con la que me lanzaba contra mi enemigo. Este disparó, y un leve taponazo rasgó el silencio de la noche. La bala se me llevó casi todo el vendaje de la mejilla. Lanzamos salvajes maldiciones mientras rodábamos los dos.

Como yo era el que había saltado, pude caer encima. Coloqué una rodilla sobre su pistola y le descargué ambos puños en la parte anterior del cuello. Lanzó un estertor, como si le hubiese estrangulado, y durante unos momentos quedó sin respiración.

Fue fácil quitarle la pistola. Le apunté con ella mientras me ponía poco a poco en pie.

—Levántate —ordené.

Pero yo no me puse enfrente, como antes él había hecho. Me situé a su espalda. Noté que el golpe en el cuello le había dado náuseas y que apenas podía tenerse en pie. Tuve que empujarle hacia la puerta con el cañón de la pistola.

—Llama. Yo estaré detrás tuyo. Di que quieres entrar, pero si sueltas una sola palabra de más entrarás en el otro mundo.

Vacilante, llamó. Alguien abrió rápidamente, y entonces él intentó colarse de un salto librándose de mi vigilancia. El que había abierto —y que llevaba ya un revólver con silenciador en la mano— empezó a disparar.

No supo bien dónde colocaba las balas, porque lo único que le guiaba era el rostro de terror de su compañero. Desde un ángulo de la puerta, gasté todo el cargador y los cribé a los dos. Los vi caer como muñecos de goma que estuviesen estallando. Dentro de la casa alguien gritó.

Me lancé adelante, sin vacilar, por un pasillo que comenzaba en la misma puerta. La casa estaba casi a oscuras, pero al fondo había una habitación iluminada. Estaba ya a unas yardas de la puerta cuando alguien apareció llevando en sus brazos, a manera de parapeto, el cuerpo de Sally.

Detuve en seco el movimiento del dedo que ya se cerraba sobre el gatillo. Me arrojé a tierra y el otro disparó, alcanzándome la bala en el pecho. Mi rostro pegó contra el suelo y al levantarlo unas pulgadas me di cuenta de que estaba escupiendo sangre. Otra bala se astilló junto a mi cabeza. Oí los gritos desgarradores de Sally como si llegaran del otro inundo:

—¡¡Dan…!! ¡Dan…!

Y luego otra voz:

—¡Calla, maldita…!

El solo pensamiento de que aquel tipo pudiera acribillarla a placer me dio una extraña fuerza. Girando sobre mí mismo, igual que un gato panza arriba, disparé mientras Sally gritaba otra vez. El tipo que se protegía detrás de Sally, se había separado un poco de ella para acribillarme mejor. Recibió la pequeña bala de la Smith debajo de la mandíbula y el impacto pareció hacerle estallar la cabeza en dos.

Todo daba vueltas alrededor mío. Tenía la boca llena de sangre y una terrible angustia me dominaba. Sufrí un vómito y apoyé la cabeza en el suelo. La pistola resbaló de entre mis dedos.

Oí a Sally como si gritara muy lejos, muy lejos…

—¡Cuidado, Dan!

Fue a recoger la pistola del caído, pero ya no pudo. Alguien le dio un salvaje puntapié en la mandíbula y la hizo caer hacia atrás. Alguien que empuñaba una cosa negra, reluciente…

Una Luger.

Me volví, mientras la sangre resbalaba de entre mis labios llenándome la cara, y entonces pude verle.

Era Lindstrom.

Lindstrom había montado la Luger y ahora me apuntaba con una estrecha sonrisa en sus labios casi exangües. Hice un esfuerzo para escupirle y lo único que conseguí fue que la saliva cayese encinta de mi rostro. Lindstrom me apoyó el cañón en la sien.

—Esto se ha terminado, Dan, maldito seas…

La detonación pareció llegar desde muy lejos, desde las remotas regiones del más allá. Pensé que morir, al fin y al cabo, no era tan doloroso. Caí de espaldas al suelo y esperé el segundo disparo. Este llegó, pero ahora más cercano, como un trueno que resonase encina de mi cabeza.

Luego la detonación se repitió otra vez. Y otra. Y otra…

¿Pero por qué no sentía dolor? ¿Por qué notaba la sangre seguir fluyendo de mis labios, en lugar de brotar de mi frente? ¿Por qué notaba a través de mis órganos todavía vivos la horrible frialdad del suelo?

Abrí los ojos.

Alguien estaba inclinado sobre mí, disparando contra alguien que también estaba a mi lado. Pude distinguir confusamente a Lindstrom, cosido a balazos, y la figura encorvada de Lindsay, que vaciaba sobre él toda la carga de su calibre 38. Sólo después de hacerlo se volvió hacia mí.

Sus labios estaban abiertos en una sonrisa.

—Menos mal que he llegado a tiempo. ¿Cómo estás, Dan, muchacho?

Sally, que se había puesto en pie, lanzó un grito.

—Pero… —jadeó mirando a Lindsay—, usted iba a detenerle… Usted le…, le…

—Yo era el único que conocía la verdad de su misión —dijo Lindsay sin dejar de sonreír—. El único que tenía obligación de no perder su pista en ningún momento…, para protegerle. Le presento al agente federal Dan Taylor, que por su extraordinario parecido con Dan Glenfer, reducido a cenizas en el incendio de la penitenciaría de Illinois, fue comisionado por los servicios secretos para convertirse en un asesino…

—Naturalmente, no se podía ordenar a Dan que asesinase —explicó Lindsay mientras me tendía en una butaca y me desabrochaba las ropas para examinarme la herida del pecho—, pero todo tiene su explicación lógica.

Sally había buscado ansiosamente algo de licor y me lo hacía beber. Tosí angustiosamente mientras hacía esfuerzos por mantenerme sereno.

—Una banda de espías internacionales había logrado apoderarse de los planos completos de uno de nuestros más secretos submarinos enanos —continuó Lindsay—, y los vendió a los rusos como se los hubiera podido vender a los de la Arabia Saudí, si estos llegan a pagárselos bien. Eran una banda soberbiamente organizada y siempre habíamos fracasado con ella, aunque esta vez supimos quién había revelado el secreto de los planos y quiénes habían intervenido en la negociación. Lo único que nos faltaba era el jefe. Sin dar con él, sin destruir el cerebro de la organización, no conseguiríamos nada.

Me puso la herida al descubierto y la lavó hábilmente con agua y alcohol que había traído la propia Sally.

—El que había robado los planos era Farley, un cronometrador —explicó—, y el que los había vendido un tal Luke Shelby. Detenerlos y tratar de hacerlos hablar no nos hubiese servido de nada. Eran auténticos tipos duros, acostumbrados a todo, y en el mejor de los casos, cuando hubiesen hablado, el jefe ya se habría puesto fuera de nuestro alcance. Por eso ideamos lo de sembrar la alarma entre ellos. Luke Shelby había entregado al jefe una verdadera fortuna, todo o casi todo lo pagado por los rusos a cambio de los planos. Las partes correspondientes no habían sido repartidas aún a los miembros de la banda. Si en ese momento algunos de ellos morían a manos de un asesino «de los que matan a precio fijo», todos creerían que el jefe lo había contratado para irlos eliminando y poder retirarse con todo el botín. Entonces era fácil que alguien perdiera los nervios y lo delatase. «Resucitamos» a Dan Glenfer de sus cenizas y le encomendamos un asesinato.

—Sally, de todos modos, no te comprenderá —susurré mirando a Lindsay—. Ella no concibe que un agente del Gobierno mate fríamente a un hombre, aunque este sea un espía.

Lindsay terminaba de lavarme la herida.

—Luke Shelby no era solo un espía —explicó—. Se llamaba en realidad Steve Larrigan y había sido condenado a muerte por asesinato y violación cinco años atrás, logrando evadirse en el último momento. Vivió en varias repúblicas sudamericanas antes de decidirse a entrar clandestinamente en los Estados Unidos como enlace de la banda de espías, tentado por los beneficios y confiando en que su asunto se había olvidado ya. Dan Taylor no hizo más que ejecutar la sentencia de muerte, para lo que le procurarlos, desde luego, un permiso especial del gobernador del Estado. Comprendo que no le gustaría demasiado ser verdugo, pero aquello formaba parte de su trabajo. Larrigan, que temía algo, no podía pedir protección a la policía, y por eso había contratado a dos detectives particulares. Pero al fin cayó, y ese fue el primer eslabón.

Calló un instante, mientras con unas pinzas de las cejas impregnadas en alcohol y un pedacito de algodón me limpiaba los confusos bordes de la herida.

—A Farley no tenía que matarle, sino sólo herirle, de modo que todo pareciera un asesinato fallido. Pero Farley completó aquella noche su siniestro trabajo «equivocándose» en los mandos y condenando a muerte al piloto, un hombre llamado Ley, para que los técnicos creyeran que el proyecto era imperfecto y no empezaran por el momento su fabricación, con lo que los Estados Unidos perderían un tiempo precioso. Las órdenes recibidas por Dan eran: «Si no se defiende lo hieres solamente; si se defiende, mátalo. Tú tienes que salir vivo de allí». Y Dan vengó a Ley matando a Farley. Fue la única ocasión en que perdiste los nervios, muchacho, aunque no voy a criticarte por eso. Antes, una amiga de Farley, la dueña de un local llamado Pretty Cubanita, había puesto en pie de guerra a la banda, y las consecuencias fueron tres hombres muertos en Coney Island. Dan Taylor tenía que luchar contra la policía, que le creía de verdad Dan Glenfer, y contra los grupos de acción de la banda de espías, a quienes su jefe había dado orden de eliminarlo. Pero entre los espías el nerviosismo tenía que cundir. Lo esperábamos… Y entonces, a causa del aviso de una mujer, Dan fue detenido.

Comenzó un sumario vendaje de la herida, solo lo indispensable para poder trasladarlo al hospital sin peligro.

—Entonces apareció Lindstrom —siguió—. La profesión oficial de este era la de siquiatra, y aprovechó esta circunstancia para intentar demostrar que Dan estaba loco. Ya le ajustaría las cuentas más tarde, aunque ahora se salvara de la silla eléctrica. Lo único que pretendía era demostrar a los miembros de su banda que él no lo había alquilado para eliminarlos uno a uno y quedarse con los beneficios íntegros, sino que era un loco que mataba por el placer de matar. Al principio, no sospecharlos de Lindstrom, claro está. Durante la conducción de Dan a Sing-Sing, yo me mostré altanero y brutal para no infundir recelo a los otros, pero me descuidé en el momento oportuno, a fin de que Dan pudiera escapar. No necesito decir que Dan solo recibía órdenes a través de uno de nuestros principales jefes, con el que se comunicaba por medio de un determinado libro en una biblioteca pública. En todo tenía que comportarse como un verdadero asesino profesional. Si los espías sospechaban que no lo era, jamás conseguiríamos nuestros propósitos, sino al contrario. La banda se uniría más.

Hizo una breve pausa y dejó de manipular para que yo descansase.

—Linda Maney, la mujer que denunció a Dan, había estado a solas con él más de una hora en la habitación de un motel. Lindstrom pensó que bien podía Dan haber confiado algo a la mujer en ese tiempo, y por eso la hizo interrogar por tres de sus hombres a fin de averiguar algún detalle que le permitiera conocer la verdad de aquel misterioso asunto. Porque lo que no le entraba en la cabeza a él era que Dan Glenfer se dedicase a asesinar solo a miembros de su banda… Los tres esbirros la torturaron para hacerla hablar, y al no conseguir nada la degollaron. Lo mismo pensaba hacer con usted, Sally, y al mismo tiempo confiaba que serviría de cebo para atraer a Dan. Por eso le tendió la celada, en la que hizo intervenir nada menos que a dos inocentes: el capitán Armstrong y el abogado Lewis. Debe usted su vida al hecho de que Dan tuviera una idea en el último instante, y relacionara la muerte de Linda Maney con la cita que a usted le había dado Lindstrom. De lo contrario…

Hizo un gesto expresivo y me ayudó a levantarme. Yo no podía sostenerme en pie. Tuve que apoyarme sobre sus hombros y los de Sally.

Los disparos no habían sido oídos por nadie en aquella zona desierta. Pero había dos automóviles para llevarme al hospital. El de Lewis y el que había traído Lindsay.

—Lo que más siento… —balbucí— es haberte engañado, Sally… Por eso he dicho siempre que no te convenía… un tipo como yo…

—¿Tú? Pero si eres un honrado padre de familia.

Estuve a punto de quedarme en el sitio después de toser a causa de la sorpresa.

—¿Yo un padre de fam…? ¿Un padre de qué…?

—Dijiste una vez que te casarías conmigo y que adoptaríamos al hijo de Ley. ¿Es que no piensas cumplir tu promesa?

Tosí otra vez.

—A un agente secreto… —gruñí— para que no hablara demasiado… deberían… cortarle la lengua.

Pero sabía que aquella vez había dicho la verdad más grande y más hermosa de mi vida.

Y Sally lo sabía también.