11

Sally quedó como paralizada. Le tapé la boca y di un golpecito con el antebrazo a mi costado izquierdo, como si aún llevara pistola y quisiera indicárselo. Luego le señalé la puerta.

Ella comprendió.

O tranquilizaba a los policías que estaban al otro lado de la puerta o la enviaba a la morgue. Dijo que sí con un mudo movimiento de cabeza y se dirigió hacia la puerta.

Cosa extraña, no había miedo en sus ojos.

Había más bien una especie de desengaño, una especie de sordo y oculto dolor.

Yo me situé al costado mismo de la puerta, de modo que quedase cubierto por la hoja de madera al abrirse esta.

Sally franqueó la entrada y dos hombres de uniforme, con las manos sobre sus pistolas reglamentarias, avanzaron solo unos pasos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sally—. ¿Es que creen que Dan Glenfer se oculta aquí?

—De él queríamos hablarle.

—¿Qué ha sucedido?

—¿No ha escuchado los boletines de noticias de la radio?

—No.

—Dan Glenfer ha escapado cuando era conducido a Sing-Sing.

Sally fingió sorpresa. Además de guapa era una magnífica actriz. Mejor para el hombre que al fin se casase con ella…

—¿Cómo es posible? —preguntó.

—Ha sido un descuido de los encargados de vigilarle. Ya lo pagarán. Pero dejemos esos detalles para más adelante; hemos venido a protegerla.

—¿Por qué? No creo que Dan tenga nada contra mí. Se limitó a utilizarme como un instrumento.

—¿Sí? ¿Recuerda usted a la mujer que lo entregó a la policía?

—Claro que la recuerdo.

—Ha muerto. La han degollado en una bañera. Dan Glenfer estaba allí.

Ahora sí que me di cuenta, por la exclamación ahogada de Sally, de que estaba sorprendida de verdad. Y de que por primera vez tenía miedo, un miedo que iba desde sus miembros hasta el fondo mismo de su cráneo.

Se tensaron mis músculos. Si ahora ella decía algo, una sola palabra de más, todo habría terminado. Yo no llevaba armas ni podría defenderme del ataque conjunto de dos policías.

Pero Sally preguntó con una extraña serenidad:

—¿Qué tiene que ver eso conmigo?

—Parece mentira que lo pregunte aún. Si esa mujer ha muerto, usted puede morir también.

—Es distinto. Ella le entregó a la policía, yo iba a casarme con él.

—¡Hum! De todos modos haría una estupidez confiándose. Dan no tiene entrañas y está ya tan acorralado que no le importará matar una vez más. ¿Ha ocurrido algo sospechoso? ¿Alguna llamada telefónica, por ejemplo?

—Nada.

—Vamos a quedarnos montando vigilancia cerca de esta puerta para que Dan Glenfer no pueda acercarse aquí. Si ocurre algo extraño, llámenos. Y hágalo también cada vez que alguien le telefonee, antes de descolgar el receptor. Le bastará dar dos golpecitos en la puerta.

—Gracias, así lo haré.

—Buena suerte.

—Otra vez gracias.

Cerró la puerta. Fue entonces cuando yo quedé al descubierto y ella también. Había en sus ojos como una mirada extraviada, como una llamarada dolorosa que se fue aquietando poco a poco al encontrarse con mi mirada.

Me di cuenta de que ya no me contemplaba con amor, sino con una especie de pena. Me di cuenta también de que Sally era buena chica, quizá la mejor chica que yo había conocido en mi vida.

Peor para ella.

—¿Estás asustada? —pregunté.

—La respuesta has de dármela tú. ¿Debo estar asustada? ¿Corro peligro?

—No.

—¿Pretendes que te crea?

—Haz lo que te venga en gana.

—Solo pretendo saber una cosa, Dan. ¿Es cierto lo de Linda Maney?

—Sí. Ha sido degollada.

Sally se puso a llorar de pronto, como si todas sus lágrimas contenidas surgiesen en torrente, y cayó de rodillas. Procuraba llorar en silencio para no llamar la atención de los dos agentes que debían estar fuera, pero se estremecía todo su cuerpo. La bata de seda que vestía se entreabrió. Verla así fue para mí como un descubrimiento brutal y al mismo tiempo maravilloso.

—Yo no intervine en eso, Sally —musité.

—¿Pretendes que te crea?

—Los cuerpos de los hombres que asesinaron a Linda Maney están ahora en la morgue. Puedo garantizarte que dos de ellos por lo menos no lo pasaron bien.

Me miró. Sus ojos estaban anegados en lágrimas. Su bata seguía entreabierta.

—Lo peor… —susurró quedamente—, lo peor, Dan, es que yo te quiero.

Reí.

—Bonita estupidez querer a un hombre como yo.

—En el corazón no se manda, Dan. Nunca hubiera creído, antes de conocerte, que yo pudiera amar a un asesino. Pero desgraciadamente es así. Descubro con horror que te quiero. Es el mismo horror que sentiría si descubriera en mi cuerpo los síntomas de un cáncer, pero no puedo evitarlo.

—Bonita estupidez —repetí.

—Haría cualquier cosa por ti, Dan. El día que te maten seré la única mujer que lo sienta.

—No creas; habrá otras muchas. Siempre he sido un hombre de éxito.

Me dirigió una mirada furibunda, y en aquel momento sonó el teléfono.

El aparato estaba situado en la otra habitación, y por eso los timbrazos no podían atravesar dos puertas cerradas y llegar al exterior. De otro modo, los agentes los hubiesen oído.

Sally se estremeció.

—¿Quién puede llamarte ahora?

—No lo sé.

—Contesta.

Se puso en pie y caminó a la habitación contigua como una sonámbula.

—¿Cómo puedo oír la conversación? —pregunté.

—No hay ninguna línea auxiliar; lo siento.

El teléfono estaba en el dormitorio. Sally se sentó en la cama, sin preocuparse de la postura, y descolgó el auricular. Yo me pegué mucho a ella. Podía así oír perfectamente la voz del otro lado del cable.

—¿Sally?

Era la voz de un hombre.

—Sí.

—Usted no me conoce, pero no cuelgue. Solo pretendo ayudarla.

—No necesito ninguna clase de ayuda.

Su impulso fue colgar, pero con la mano yo le indiqué que no lo hiciese.

—Le aconsejo que no corte —dijo la voz.

—¿Es la policía?

—No, aunque tengo alguna relación con ella.

—¿Con quién hablo? Dígalo de una vez.

—Lindstrom.

Se tensaron un poco los músculos de mi cara. Aquel tipo, empeñado en su teoría, estaba dispuesto a ayudarme hasta el fin. Pero yo no necesitaba su maldita ayuda, porque todavía estaba libre y pensaba seguir estándolo.

—¿Quién es Lindstrom? —preguntó Sally.

—El único que mantiene la teoría de que Dan está loco y no debe morir en la silla eléctrica. Si usted todavía siente algo por él, debe pensar en ayudarme.

—¿Y quién le ha dicho que yo siento algo por ese canalla?

—No mienta. Usted iba a casarse con él. Puede que ahora crea odiarle, pero su vida no le es indiferente. Sabe que ese hombre no destrozó su vida por maldad, sino porque está loco. Si usted me ayuda, entre los dos podemos evitar un monstruoso error.

—¿Cómo puedo ayudarle? ¿Y cómo sé que usted es Lindstrom y que me está diciendo la verdad?

—Aguarde un momento.

En aquel momento cambió la voz del otro lado del cable. Y si bien la primera, yo no la había reconocido del todo, esta me fue familiar en seguida. Era la inconfundible voz de Armstrong, de la brigada de Homicidios de la Metropolitana.

—Oiga, señorita, yo soy Armstrong, el capitán Armstrong de la brigada de Homicidios. El hombre que le ha estado hablando es Lindstrom, siquiatra designado por el abogado de Dan Glenfer para que apoye la defensa. No creo una sola de sus paparruchas, pero lo cierto es que intenta ayudar a Glenfer. Y legalmente no puedo oponerme a que lo haga así, aunque me duelan los riñones al consentírselo.

—¿Qué tengo yo que ver con eso?

—Ahora volverá a hablar Lindstrom con usted. Yo solo he intervenido para disipar su desconfianza.

Sally me miró. Yo dije en voz muy baja:

—Era Armstrong.

Lindstrom se puso otra vez.

—Quiero que me ayude a encontrar a Dan Glenfer. No sé cómo vamos a lograrlo, pero usted puede darme algún indicio, puede tener alguna referencia que nos ayude en la búsqueda. Le doy mi palabra de honor de que la policía no intervendrá en esto. Cuento con la aprobación de Lewis, el abogado designado por Dan. Como usted sabe, las leyes permiten a este entrevistarse con su cliente sin dar cuenta a la policía. Y esa entrevista es vitalmente necesaria, ahora que Dan está libre.

—¿Pero qué tratan ustedes de conseguir?

—Primero, intentar demostrar que en realidad ese hombre no es Dan Glenfer. Él no ha negado ni afirmado nada; las características y las fotografías de uno y otro son casi iguales, pero las huellas digitales no existen. Si pudiéramos demostrar que él no es Dan Glenfer, una buena parte de las pruebas acumuladas contra él se habrían desvanecido. Y además, tenemos que demostrar que cometió sus delitos en una especie de estado crepuscular muy cercano a la locura. ¡Dése cuenta de lo que eso significa! ¡Significa ni más ni menos que no volverá a hablarse de la silla eléctrica!

Sally tragó saliva con dificultad. Me di cuenta de que la había impresionado el tono seco y vibrante de la voz de Lindstrom.

—¿Qué debo hacer? —jadeó.

—Venga a buscarme antes de media hora a la brigada de Homicidios. El capitán Armstrong no puede oponerse.

—Está bien. Iré…

Colgó.

Sus ojos me escrutaron con curiosidad, y casi sufrieron una sacudida al ver que yo me encogía de hombros.

—¿Es que no te importa lo que ese hombre está haciendo por ti? —susurró.

—No conseguirá nada. Me río yo de los abogados y de los médicos. Lo único que necesito es que no me echen el guante.

—Pero yo le he prometido que iría.

—No conseguiréis nada. Es igual.

—Al menos —musitó juiciosamente, después de unos segundos de reflexión—, lograré que esos dos policías dejen de montar la guardia aquí. Si han venido para protegerme, seguro que me seguirán adonde vaya.

—Es lo normal.

—Y entonces tú podrás huir…

—No creas que es tan sencillo. Necesito dinero y otro traje. Este llamaría la atención en cualquier sitio. ¡Ah! Y además necesito colocarme por lo menos un vendaje en la mejilla, para que me deforme algo la cara.

—Podemos arreglar todo eso.

Sus ojos brillaban ante la posibilidad de ayudarme. Me di cuenta de que me quería de verdad, la muy idiota. Aún debía imaginarme en un sillón, junto a la chimenea, rodeado de críos. ¿Es que no se daba cuenta de que toda la policía del país estaba detrás mío como una jauría de perros?

—Eres una mujer de recursos —sonreí—. ¿Cómo podemos arreglarlo?

—El vendaje puedo hacerlo yo, e incluso lavarte la herida del brazo. También puedo dejarte dinero: unos ochocientos dólares. En cuanto al traje, tengo aquí un mono de trabajo para cuando el conserje ha de arreglar alguna avería. No es elegante, pero te sentará bien. También tengo un chaquetón de cuero casi masculino que he empleado algunas veces para ir a esquiar a las montañas de Vernon.

Y uniendo la acción a la palabra lo sacó todo. Un mono, un chaquetón de cuero, ochocientos dólares. Yo la miraba sin comprender aún que pudiera existir una mujer tan desinteresada como ella. Había algo que no acababa de entrar en mi cráneo, algo que yo no comprendía. Su abnegación estaba más allá de las fronteras del mundo en que yo había vivido.

—Tienes la herida peor —dijo mientras me curaba el brazo—. En la brigada te la curaron bien, pero mañana necesitarás que te la vea otro médico.

—Mañana nadie sabe lo que sucederá. Oye, Sally… —hice una pequeña pausa, mientras tragaba saliva—. ¿Te das cuenta de lo que haces?

—Sí.

—¿Y lo dices tan sencillamente? ¿Es que no ves que esto te puede significar la cárcel para toda la vida?

—No he pensado en ello.

Se puso en pie y me vendó también parte de la cabeza. Lo hizo de una manera discreta, pero poniendo las vendas indispensables para que no se me reconociera a primera vista. Luego pasó a su dormitorio y tardó apenas cinco minutos en vestirse. Antes de abrir la puerta exterior me recomendó:

—Cámbiate y huye apenas haya salido. Luego…, no me tengas sin noticias tuyas.

Antes de que yo pudiese añadir nada, abrió la puerta y salió.

Sentía una extraña crispación en los músculos del cuello.

Sí. Ella estaba más allá de las fronteras del mundo en que yo siempre había vivido.

Me cambié en dos zarpazos y me asomé por la ventana del departamento, llegando a tiempo de ver cómo Sally salía del edificio, acompañada por los dos policías.

No necesitaba preguntar a dónde iban. La acompañaban a la brigada de Homicidios.

Apreté los puños mientras una idea diabólica cruzaba por mi cerebro.

Yo también iría allí.