Me puse en pie poco a poco, manteniendo las manos por encima de mis hombros y sin volverme.
La cosa dura y punzante que yo tenía a mi espalda era la punta de un cuchillo, probablemente el mismo que había degollado a Linda. El hombre que estaba detrás mío lo hizo penetrar a través de las ropas, trazando en mi piel un pequeño punto doloroso y sangriento.
No me moví. Mis ojos estaban fijos en el cuerpo de Linda Maney, desangrada sobre la bañera.
La misma voz suave, casi femenina, ordenó:
—Vuélvete.
Me volví.
Eran tres.
Los tres empuñaban cuchillos y no pistolas, pues debían saber ya que dos agentes estaban a pocas yardas de la casa. Iban bien vestidos con trajes grises, excepto el que me había amenazado primero, el de la voz suave, que iba vestido de negro. Ese tenía los cabellos rizados y sus ojos y sus labios eran parecidos a los de una mujer. Llevaba una corbata azul sobre la cual estaba bordado el retrato de Elvis Presley. Su cuchillo, una verdadera hoja carnicera capaz de degollar a un buey, estaba manchado de sangre.
Yo los conocía a los tres.
Eran Tommy Nais, Joe Cantaro y Ned Ringo, que era precisamente el tipo vestido de negro.
Este repitió:
—¿Sorprendido, muñeco?
—Nada en absoluto. Casi lo esperaba.
—Nos ha divertido mucho, ¿sabes?, oírte entrar en la casa como si no hubiera nadie aquí. Y ver cómo te fumabas un cigarrillo y te atizabas la ginebra.
—Podía haberos invitado.
—Lo merecíamos. Ya ves, te hemos hecho el trabajo.
—Así me gusta.
Me moví y le aticé a Ned Ringo un trallazo en plena boca, partiéndole dos dientes y dejándole los labios perdidos de sangre. Él se echó hacia atrás y empezó a maldecir con la jerga más vergonzosa y más repugnante de los barrios bajos, exactamente igual que una mujerzuela. Ni siquiera pensó en atravesarme con el cuchillo que tenía en la mano derecha. El dolor podía más que él. Nais y Cantaro se me arrojaron encima y uno de ellos movió su cuchillo en ángulo para clavármelo exactamente en el corazón. Tuve justamente tiempo para arrojarme hacia atrás, y la hoja de acero sólo me rasgó el traje. Quedé apoyado en la pared, sin poder retroceder más, mientras miraba a los dos hombres que avanzaban poco a poco hacia mí con sus cuchillos preparados.
Ringo había caído de rodillas al suelo y miraba como hipnotizado sus dos dientes manchados de sangre sobre las baldosas. Aquellos dos dientes que ya no le volverían a nacer. De una forma instintiva comprendí que él sería el más temible cuando se pusieran a destrozarme a cuchilladas. Él sería quien más me haría sufrir.
Y de pronto lancé una carcajada.
Me salió de dentro, me salió de las entrañas. Tenía ganas de reír cuando me mataran, cuando me hiciesen tiras la piel. Nais y Cantaro abrieron la boca y se me quedaron mirando como quien ve una pesadilla.
—¿Quién os vianda? —susurré, dejando de reír por unos momentos.
—Eso no te importa.
—Me gustaría saber, al menos, quién me despacha.
—Supón que la policía.
—¿La policía vosotros? No me hagáis reír más porque luego me duelen los riñones.
Los dos se habían detenido un instante. Me miraban con ojos brillantes, dispuestos a saltar. Y yo sabía que, en cuanto saltaran, no podría resistir la acometida de los dos.
Estaba herido. Apenas podría luchar.
—Hay dos policías parados a pocas yardas de la casa —dije, tratando de ganar tiempo.
—Lo sabemos. Hacía un buen rato que estábamos esperando una oportunidad para entrar —jadeó Nais—. La chica estaba encerrada escribiendo un libro sobre medicina. ¿No te lo imaginabas, eh? Un libro sobre medicina. La hemos arrastrado hasta aquí y le henos dado una lección práctica…
—¿Por qué?
—Eso no te importa.
—Podríais decírmelo, ya que de todos modos voy a morir.
Cantaro jadeó:
—¡No te importa!
Y saltó sobre mí. Fue el primero. No sincronizó bien los movimientos con su compañero Nais, y eso le costó recibir lo que recibió a continuación. Yo moví la pierna derecha y le golpeé en el bajo vientre con toda mi mala saña. Cantaro cayó hacia atrás conteniendo los desesperados aullidos que pugnaban por salir de su boca. Tenía los labios curvados en una mueca de tan espantoso dolor que casi me dio pena.
Pero me dispuse a saltar sobre Nais para hacerle lo mismo, o más si podía.
Vi en ese momento que se levantaba Ringo y me detuve. No podía precipitarme. Cualquier movimiento que yo hiciese tenía que ser dirigido por la cabeza y no por el odio que destilaba mi corazón.
—Estáis buscando vuestra propia muerte —silabeé mirando a los dos que estaban en pie ahora—. Yo maté a Luke Shelby después de derribar a sus dos guardaespaldas. Yo maté a Farley pocas horas después, y antes de eso, como entretenimiento, dejé a tres hombres tendidos para siempre en la arena de Coney Island. Yo he escapado de las garras de los del FBI y escaparé también de vuestras cochinas pezuñas…, después de bañarme en vuestra propia sangre.
Las palabras me salían del corazón. No estaba hablando solo para asustarles. Realmente pensaba coserlos a cuchilladas a los tres. ¿Cómo? No lo sabía. Pero yo miraba ya sus pieles como el matarife mira la piel de la res.
Riego, que ya se había recuperado, saltó hacía mí.
—¡Tú también, Nais!
De no estar los dos policías a tan poca distancia de allí, me hubieran repasado con sus pistolas, pero ahora no podían. Estaban obligados al silencio igual que yo, que no gritaría sucediese lo que sucediese. Los vi venir y noté que un cuchillo volaba por cada lado. Mis dos brazos no obedecerían a la vez, porque uno estaba herido. Hice entonces simplemente lo que mi instinto me dictó, que fue saltar por el pequeño hueco que entre los dos me dejaban libre.
Si llegan a tener los cuchillos bajos me alcanzan, pero iban a asestar el golpe de arriba abajo y no llegaron a tiempo. Me rozaron tan sólo. Y yo me encontré patinando por el pequeño cuarto de baño, hasta tropezar con las piernas de Cantaro.
Este, en el paroxismo del dolor, intentó hacerme una zancadilla, pero no lo consiguió.
Salté a tiempo, choqué contra la puerta y pude abrirla justo en el momento en que un cuchillo se clavaba en la hoja de madera.
Me encontré en el exterior, en una sala, protegido por la penumbra que reinaba en ella. Mis ojos buscaron ansiosos algo con lo que poder defenderme.
Una de las paredes estaba decorada con una panoplia donde había un arco, varias flechas de bambú y un machete como los usados por los antiguos tagalos. No debía estar muy afilado, pero era igual. Logré desprenderlo de la panoplia en el momento en que los tres hombres salían atropelladamente por la puerta.
No me descubrieron al principio, y sólo se dieron cuenta de que yo estaba allí al ver brillar sobre sus cabezas la hoja del machete. Nais, que era el que me tenía más cerca, lanzó un aullido.
No creo que llegaran a oírlo desde la calle, porque la sala no comunicaba con el exterior. Pero la mueca de dolor de Nais no la olvidaré nunca.
Dejé caer el machete sobre su cuello y se lo cercené casi completamente. Fue una herida mucho más atroz que la que ellos habían infligido a Linda Maney. Pareció como si Nais se quisiera bañar en su propia sangre. Di entonces otro golpe, ahora dirigido a Ringo, y fallé.
Ringo me atizó una cuchillada de costado y pude pararla con un codo. Fue en el brazo herido. Creí que los huesos se me astillaban. Aullé de dolor y con los dientes apretados por la rabia le asesté el machete, en lo que puse todo mi odio. La ancha hoja de acero le desgarró el pecho y debió llegarle hasta el corazón. Su alarido sí que debió oírse entonces en toda la calle. Miré a Cantaro.
Él era el único que quedaba con vida, y sus labios temblaban como los de una vieja.
Daba pena.
Él tenía en la mano un cuchillo y yo disponía de un machete con el que ya había medio descuartizado a dos hombres.
—Muy bien —jadeé—. Tú serás el tercero. Tres, como los de Coney Island…
Cantaro dejó caer su cuchillo al suelo.
Ya no le importaba hacer ruido, ya no le importaba nada salvo escapar del horror que leía en mis ojos. Se llevó la derecha a la funda axilar y sacó una pistola. Yo debí haberle atacado mientras hacía el movimiento, pero los nervios unas veces se tienen a punto y otras veces se tienen destrozados. No me obedecieron.
—Dispara —musité—. Vamos, dispara…
Tensó un poco el brazo derecho.
Yo lancé el machete hacia adelante, mientras me arrojaba a tierra con toda mi rapidez. La doble punta del arma alcanzó a Cantaro en el vientre, pero sin herirle de una forma mortal. Se encogió y eso fue bastante para que la bala fallase por unas centésimas de pulgada. Di una vuelta sobre mí mismo, en el suelo, y entonces él me apuntó con más calma.
Una sonrisa satánica distendía sus labios. Lanzó una carcajada.
Y entonces la ráfaga le alcanzó en pleno vientre, y se puso a aullar a cada nuevo balazo como un mono al que arrastrasen por las orejas. Me volví, mientras trataba de ponerme en pie, y vi a los dos policías de la moto que estaban disparando con sus revólveres desde la puerta. Lo hacían con tal rapidez, sin dejar parar el dedo, que sus disparos producían el efecto de una verdadera ráfaga de ametralladora. Cantaro recibió al menos ocho balas en menos de ocho segundos. Pero yo no me entretuve en verlo caer.
Salté hacia la parte del cuarto de baño, donde yacía el cuerpo de Linda, me arrojé con todas mis fuerzas contra la ventana y astillé los cristales, saltando al exterior de la finca.
Un policía gritó:
—¡Alto! ¡Deténgase!
—¡Alto en nombre de la Ley!
Solo una esperanza me quedaba de salir con vida. Su moto, la propia moto de la policía. Debían haberla dejado de cualquier modo al oír los alaridos agónicos de aquellos tres granujas. Salté la valla del jardín, y en ese momento dos balas silbaron junto a mi cabeza. Los policías habían tirado a matar, pero yo me movía con demasiada rapidez. Oí que gritaban:
—¡Es Dan Glenfer!
—¡Hay que presentarlo muerto!
La moto estaba una esquina más allá. La distancia no era mucha, pero a mí me pareció como atravesar todo el desierto de Gobi. La cabeza me daba vueltas. Otra bala restalló junto a mis pies, dejando un surco en el asfalto. Caí sobre la moto y accioné furiosamente la palanca de arranque. El motor funcionó al instante con un ronroneo satisfecho. Puse primera y arranqué como un suicida, haciendo eses y pegándome todo lo posible al cuerpo de la máquina. Los policías tenían que recargar sus revólveres, seguramente, no dispararon más. Me encontré corriendo a gran velocidad por una calle desconocida sin saber aún exactamente qué era lo que acababa de suceder. Era todo como una pesadilla.
Llevaba el traje hecho tiras y no podía pasearme con él por toda la ciudad. Además, iba en una moto de la policía, fácilmente reconocible por la matrícula, la radio y el color. No se veían muchas Harley-Davidson como la que yo conducía, y esta tenía que llamar por fuerza la atención.
De modo que decidí ir a un lugar donde seguramente a los polizontes no se les ocurriría buscarme.
Dejé la moto en un estacionamiento sin vigilar, cercano al domicilio de Sally, y donde había otros centenares de vehículos que sin duda pasarían allí la noche. No era fácil que encontrasen la moto hasta la mañana siguiente, y para entonces ya habrían ocurrido muchas cosas. Recorrí por las zonas más oscuras la poca distancia que me separaba del edificio de apartamentos donde vivía Sally. El edificio del cual yo la había sacado fingiendo ir a casarme con ella…
No había allí mozo de ascensor, y yo lo sabía. El único peligro era el conserje, y ese estaba vuelto de espaldas leyendo los resultados de las carreras de caballos de aquella tarde. Fue solo unos segundos, pero bastó para que yo pasara.
Me introduje en el ascensor y pulsé el timbre correspondiente al piso de Sally.
Lástima no tener un cigarrillo.
Hubiese sido estupendo echarle el huelo a la cara, cuando me abriese.
Oprimí el timbre y me apoyé en una de las jambas de la puerta, en postura negligente y con las manos en los bolsillos. Cuando Sally abrió, yo bostecé:
—Hola, nena.
Fue a gritar, pero le tapé la boca, cerré la puerta de un taconazo y luego la empujé a ella —que era como una muñeca deliciosa y blanda—, al sofá que había en el centro de la pieza. Sally pataleó, se revolvió, y para que se calmara tuve que besarla.
Las mujeres, después que uno las besa, siempre hay un momento en que se quedan calladas. La tempestad tarda unos segundos.
Ella se me quedó mirando de nuevo como quien ve visiones y luego fue a gritar otra vez. Comprendí que ahora ya no había fuerza humana que pudiese evitarlo.
Pero en este momento alguien llamó a la puerta.
—Abra —gritaron desde fuera—. ¡La policía!