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Había leído los periódicos mientras estuve detenido en la brigada y conocía el nombre de la mujer que le había entregado a los polizontes, aunque ella no me lo hubiera dicho. Casi todos los rotativos le dedicaban más de inedia plana.

Se llamaba Linda Maney.

Me jugué el tipo otra vez y me encaminé a la subcentral telefónica más cercana. No disponía ni de unos níqueles para entrar en un bar, tomar algo y adquirir una ficha para el teléfono. Fui, pues, a pie a la subcentral y allí consulté la guía telefónica de Nueva York. Solo había una mujer que se llamase Linda Maney y que fuera médico. Ella.

Nadie se fijaba en mí.

La dirección de la que acababa de tomar nota correspondía a un barrio elegante, un barrio de chalés, situado más allá de Jersey City. Calculé que necesitaría más de dos horas para llegar a pie hasta allí.

Y aún gracias que Lindsay había tenido el descuido de dejarme unas monedas para tomar el subway.

Eran alrededor de las cuatro de la tarde cuando llegué al barrio donde vivía Linda Maney. Las calles estaban formadas por chalés de las formas más caprichosas, rodeados de jardines en los que abundaban los árboles. El sitio era ideal para darse buena vida. Me pregunté ni Linda habitaba sola allí, aunque era de suponer que sus ingresos no darían para tanto.

Si había otras personas en la casa, además de ella, sería una nueva complicación.

Pasé por delante y me pareció que en el chalé no había signo de vida, cosa natural porque era hora de que Linda estuviese trabajando. ¿Pero no habría nadie más allí? Mientras contemplaba la casa noté que en el jardín contiguo un tipo gordo leía una revista donde había muchas chicas en deshabillé. Me arriesgué y pregunté si allí vivía la doctora Linda Maney.

—Hace al menos veinticuatro horas que no la veo. Y es una lástima, créame.

Suspiró y pasó la página de su revista.

Era una de esas que las aspirantes a estrellas de Hollywood se dejan retratar como modelos. ¿Como modelos de qué? Bueno, eso no importaba.

El tipo gordo seguía suspirando.

—¿Y su amiga? —pregunté.

—¿Qué amiga?

—Tenía entendido que Linda no vivía sola.

—¡Ah! Se referirá usted a su patrona, en tal caso.

—¿Hay ahí una pensión?

—No, pero la señora Talbot ya cuidaba de Linda Maney cuando ella era estudiante, y luego ha continuado teniéndola en su casa. Son parientes muy lejanas, o algo así. Bueno, ¿y por qué me pregunta todo eso? ¿Es que le interesa a usted la chica?

—Mucho.

—Pues aguárdela hacia las cuatro de la madrugada, que es cuando ella vuelve de trabajar. Para una declaración esa es la mejor hora, sobre todo si después de la declaración ella dice que sí.

Y lanzó una carcajada, guiñándome un ojo. La revista temblaba entre sus dedos. Aún le hice otra pregunta:

—¿Y la señora Talbot? ¿Tampoco está?

—Salió de viaje. Lo hace con frecuencia, porque tiene unos parientes cerca de la ciudad y los va a ver al menos una vez cada quince días. Linda Maney ya sabe arreglárselas sola. Mejor para usted, ¿no?

Intenté sonreír.

—Mejor.

Le di las gracias y me alejé de la calle. Había corrido un grave riesgo porque el tipo de la revista pudo reconocerme, o podía acordarse después y llamar a la policía, en cuyo caso el barrio sería acordonado. Pero tampoco podía arriesgarme a entrar en la casa de Linda sin saber lo que había en ella. Peligro por peligro.

No me alejé demasiado. En un paseo cercano, contiguo a un bosquecillo que servía como jardín público, dejé transcurrir casi una hora. Luego volví a la calle y observé discretamente desde la distancia. Nada había cambiado.

Los policías debían estar buscándome por todo Nueva York. Era sólo cuestión de tiempo el que a alguien se le ocurriese pensar que Linda Maney corría peligro. En cierto modo era extraño que no hubiesen enviado ya alguna escolta a la casa. No podía perder más tiempo.

Fui acercándome.

Dos policías montados en una moto de servicio llegaron entonces. Tuve tiempo justo para ocultarme tras una esquina. La moto se detuvo frente a la casa, que yo vigilaba y uno de los policías llamó a la puerta mientras el otro montaba guardia. Estuvo llamando cerca de cinco minutos sin que nadie le respondiera. Luego, como era seguro que no tenía orden judicial para ir más adelante, volvió junto a su compañero. Los dos preguntaron en una de las casas fronteras, donde debieron decirles que no había ocurrido nada de particular en las últimas horas. Volvieron junto a la moto, la pusieron en marcha y se apostaron dos esquinas más allá.

Ya estaba allí. La vigilancia.

En cierto modo era lógico.

Me interné por las calles y llegué a la parte trasera de la casa. Empezaba a oscurecer, y en algunas torres cercanas ya brillaban luces. Allí no. Nada.

Busqué una ventana que me permitiera entrar y la encontré en la cocina. Estaba muy mal cerrada, de modo que penetré en la casa sin dificultades. La cocina era una pieza blanca que se hallaba en el más perfecto orden.

Todo era moderno allí; moderno y confortable. La tal señora Talbot debía poseer medios económicos, y Linda viviría bien en la casa. Me reí pensando en los dos tipos de la motocicleta que estarían aguardando fuera. Fui a un saloncito y sin encender luces abrí un mueble bar donde había botellas. Tomé unas pastas de cóctel y me engullí medio vaso de ginebra.

No me importaba esperar allí hasta las cuatro de la madrugada si era necesario. Me puse cómodo y encendí un cigarrillo de los que había encontrado en el mismo mueble bar.

Luego la oscuridad se fue enseñoreando completamente de la casa. Las sombras lo llenaron todo. Aquel silencio me crispaba los nervios.

Decidí dar un recorrido por las habitaciones por sí había allí algo de interés. Al fin y al cabo me sobraba tiempo…

A tientas, alumbrándome solo por el resplandor que llegaba desde los faroles de la calle, fui recorriendo las habitaciones. Dos dormitorios, dos cuartos trasteros, un guardarropa, un cuarto de baño…

Fue en ese cuarto de baño, antes de abrir la puerta, cuando supe que Linda estaba en la casa.

Había un zapato junto a la puerta. Un botón. Junto al umbral mismo, un leve mechón de cabellos.

Respiré fuerte.

Abrí la puerta.

¿Qué tendrán los ojos de los muertos?

Los ojos de los muertos parece como si nos siguieran a todas partes. Son como espejos y todo se refleja en ellos. Igual que ventanas donde leemos todo el terror inimaginable de la noche y el destino.

Linda Maney tenía unos ojos así.

Estaba en la bañera, tendida de cara a la puerta, y sus ropas desordenadas indicaban que había sido arrastrada a la fuerza hasta allí. La sangre empapaba todo su vestido, sus medias, hasta el único zapato que conservaba. Las manos, ya completamente blancas, estaban engarfiadas a la altura de la garganta.

Yo he visto muchas cosas horribles en mi vida, pero aquel profundo tajo que seccionaba el cuello de la muchacha me hizo apartar los ojos en el primer instante.

La habían arrastrado desde alguna de las habitaciones hasta la bañera, degollándola allí.

Mis ojos adquirieron ese brillo glacial e inhumano que yo he visto muchas veces en mis propias fotografías. Lo noté ahora también, mirándome en el espejo que tenía a mi izquierda. Mis dedos se estiraron un momento y luego se crisparon como si fuesen a estrangular a alguien.

Me incliné sobre la muchacha.

Aun cuando yo no sea precisamente un médico forense, puedo dictaminar mejor que algunos de ellos la hora en que una persona ha muerto. Debe ser la siniestra y maldita práctica que tengo… Miré desde cerca, empleando solo la luz de una lámpara pequeña de la bañera, los ojos de la muerta. Observé también la nula rigidez de sus músculos. El convencimiento a que llegué después de este breve examen, me hizo lanzar un grito de asombro y casi casi de terror.

Aquello no tenía sentido.

Repetí mi examen, ahora con más atención, acercando incluso la muerta a la pequeña lámpara. No, no me había equivocado. ¡Linda Maney había sido asesinada hacía apenas una hora!

¡La habían matado mientras yo me encontraba en el exterior, vigilando la casa!

Pero entonces…

Solo había un pensamiento lógico, y este pensamiento vino a mi cráneo demasiado tarde.

Exactamente cinco segundos demasiado tarde.

Me volví con toda la rapidez de mis músculos, soltando a la muerta, pero ya en ese momento algo punzante se apoyaba en mi espalda mientras una voz decía suavemente:

—¿Sorprendido, muñeco?