Los federales no eran tontos, y sabían hacer aquella clase de trabajos.
Solo uno se sentó ante el volante, junto al conductor. Los otros dos y Lindsay, es decir, tres fulanos cada uno de los cuales hubiera sido capaz de desnucar con los dientes a un tigre, se situaron junto a mí en la parte posterior del vehículo.
Allí uno de ellos abrió una especie de pequeña caja de herramientas, sacó un ametrallador plegable y lo montó ante mis ojos, poniendo en cada detalle un especial deleite. Luego me miró y se echó a reír.
—Esto servirá de orquesta si es que intentas hacernos bailar, angelito.
La furgoneta arrancó.
Yo sabía que teníamos que salir de la ciudad para llegar a Sing-Sing. Y si esperaba que dejásemos atrás las calles de Nueva York, toda fuga sería imposible.
Tenía que intentar algo en el sitio donde hubiera más bullicio, en un lugar concurrido donde los federales no se atreviesen a usar sus revólveres y sus metralletas.
La furgoneta no tomó ninguna curva a poco de arrancar. Íbamos, pues, en dirección Oeste.
—¿Sabes lo que te espera en Sing-Sing? —me preguntó Lindsay.
—Nada malo hasta que sea juzgado.
—Pero se te juzgará muy pronto. Y luego irás sin remedio al pabellón de los condenados a muerte.
—Eso le gusta, ¿eh?
—Me froto las manos cada vez que se cargan a un bicho.
—He jurado que antes le mataría, Lindsay.
Lindsay hizo «glub, glub» con la boca, preparó saliva con toda tranquilidad y luego me escupió en la cara.
Fui a saltar, pero el de la metralleta me golpeó el pecho con la culata y me hizo sentarme de nuevo. Todo me dolía después de los puntapiés de Lindsay, desde los tobillos hasta la nuca. Aquel golpe me hizo toser, y mientras me encogía intenté comprender por dónde debía circular ahora la furgoneta.
—Más vale que te estés quieto —me aconsejó el federal de la ametralladora—, porque la próxima vez pegaré más fuerte. Y todavía nos hace falta un buen rato para llegar a Sing-Sing.
—No volveré a insistir —dije, poniendo cara de buen chico—, pero ese tipo me irrita los nervios…
—A Lindsay solo volverás a verlo cuando declare ante el jurado. Y probablemente en la cámara de ejecución. ¿Ves cómo tiene ventajas el ser condenado a muerte? Así te librarás de él.
Otro de los agentes había desdoblado un periódico y lo estaba leyendo. Para ellos las conducciones de presos eran un trabajo rutinario ya. Vi que leía atentamente la sección de política exterior. Fingí adormilarme.
Pero todos mis nervios estaban en tensión, intentando averiguar dónde nos encontrábamos.
Al cabo de unos instantes le oí decir:
—Los rusos tienen los planos completos del nuevo sumergible de bolsillo. Lo dice ya el periódico como noticia confirmada.
Lindsay gruñó:
—¿El nuevo sumergible de bolsillo? Nuestro amigo Dan estuvo allí, y como es tan buen chico aprovechó para cometer un asesinato. ¿No tendrás tú algo que ver con los rusos, Dan?
—Yo no tengo nada que ver con nadie. Solo trabajo para mí mismo farfullé.
—Los que robaron ese secreto no lo hicieron para venderlo precisamente a los rusos —dijo el federal del periódico, mientras lo doblaba—. Esos espías trabajan para cualquiera, y hasta trabajarían para nosotros si los supiéramos aprovechar. Los rusos no han hecho más que comprar lo que les vendían.
—Pero nuestro amigo Dan puede que tenga algo que ver.
—Nunca he sido un espía —gruñí—. ¡Malditos seáis vosotros y todos vuestros ascendientes puestos en fila! Me producís asco. Voy a ser juzgado por doble asesinato y ya es bastante. ¡Dejadme en paz!
—Lo de doble asesinato es solo un decir —rio Lindsay—. Probablemente imaginas que han sido encontrados ya los tres cadáveres despanzurrados sobre las arenas de Coney Island. Y probablemente imaginarás también que sabemos que fue tu revólver el que los despachó. Pero los tres socios eran asesinos buscados por la policía. Borrón y cuenta nueva. Casi nos hiciste un favor. Pero solo quiero hacerte una pregunta: ¿por qué los eliminaste? ¿Fue un ajuste de cuentas?
—No —contesté—. Fue algo mucho más sencillo: un entretenimiento.
Los federales rieron, pero yo noté que reían sin ganas. En realidad me contemplaban con cierta admiración.
—No pensamos acusarte de eso —explicó Lindsay—. Ya ves si somos buenos chicos. Seguro que el fiscal del distrito, una vez te hayan ejecutado, no querrá buscarte más complicaciones, Dan, muñeco.
Y se echó a reír de nuevo, enseñándome todos los dientes.
Estaba distraído. Los otros también.
Debíamos estar a la altura de la Tercera Avenida, que a aquella hora reventaba de circulación. Yo oía a los automóviles dar gas y pasar por todos los lados a nuestro alrededor.
Aquella era mi oportunidad. No podía perderla.
—¿Por qué no se ríe mejor, Lindsay? Tiene unos bonitos dientes.
Lindsay me los enseñó como si fuera a morderme.
—Claro que sí, muñeco.
Salté sobre él y le golpeé en los dientes con el canto de la mano, dominando los dolores de mi todavía reciente herida. Lindsay aulló, notó sus labios partidos y de estos empezó a brotar sangre como si fueran un manantial. Pero yo ya no llegué a verlo porque tenía cosas más importantes que hacer.
Aprovechando el momentáneo aturdimiento de Lindsay, lo puse en pie y me situé a su espalda, empleándolo como escudo. Cono Lindsay era el federal que estaba más cerca de la puerta, situado casi junto a ella, los otros tres quedaban de cara.
La metralleta produjo un chasquido.
—¡No dispares! —rugió Lindsay.
Sabía que las balas podían barrernos a los dos. Mi derecha buscó afanosamente en la funda axilar de Lindsay que aún se llevaba las manos a la boca y se estaba portando como un verdadero imbécil, pendiente sólo de lo que harían sus compañeros.
El conductor frenó bruscamente.
Un automóvil que venía detrás, confiando en nuestra velocidad, no pudo frenar a tiempo y estrelló sus narices contra nuestro parachoques posterior. Un federal que ya iba a saltar sobre mí, cayó hacia atrás a causa de la violencia del golpe. Yo ya tenía en la derecha el calibre 38 de Lindsay y le había clavado a este el cañón en los riñones, mientras con la mano izquierda buscaba en el bolsillo del mismo lado, donde le había visto guardar las llaves de la furgoneta después de cerrar por dentro.
Todo esto ocurría en brevísimos segundos, mientras bailábamos de un lado a otro dominados por la inercia del choque, igual que en un barco zarandeado por las olas.
—Sepárate de mí y te aso —dije a Lindsay.
Él pensó que lo haría. No se separó. Sabía que su única posibilidad de seguir vivo estaba precisamente en servirme de escudo, porque en cuanto se apartase de mí y ya fuera inútil, yo me volvería loco y empezaría a barrerlo todo con plomo. Era el «perro rabioso» Dan. No podía tener ni un pequeño desliz conmigo. Más le valía confiar en los otros.
Pero los otros le tenían a él delante. No podían disparar.
El que me acribillaría era el conductor; yo lo sabía.
Después de detener el coche, había dado la vuelta a la furgoneta y en este momento estaría llegando a la parte posterior. En cuanto yo abriese la puerta, si es que llegaba a abrirla me desharía a balazos.
Encontré la llave y, sin volverme, la introduje en la cerradura, tanteando sin dejar de apuntar a Lindsay.
Si este hubiera querido portarse como un valiente, se habría arrojado al suelo velozmente, en cuyo caso era posible que mi bala le hubiera pasado por encima, quedando yo al descubierto y en disposición de ser acribillado como un pelele por las armas de los otros.
Pero Lindsay —que en otras ocasiones había sido muy valiente—, parecía dominado por el miedo esta vez. No se movió. Los otros, arrinconados en el extremo opuesto de la furgoneta, no se atrevían a disparar porque al hacerlo tendrían que matar a Lindsay, y confiaban que el chófer se encargaría de mí.
Di vuelta a la llave, abracé a Lindsay y caí con él hacia atrás, mientras en la calle resonaba un grito.
El conductor, que estaba junto a la puerta, disparó, desviando su revólver a última hora. Su muñeca derecha hizo justamente el movimiento necesario para no matar a Lindsay.
La bala me rozó la cabeza.
Caímos detrás del automóvil cuyo morro estaba medio empotrado en la furgoneta. Había un lío espantoso de coches y de personas alrededor del accidente. Oí gritos mientras con la culata golpeaba en la nuca de Lindsay.
Este cayó de bruces. Estaría desvanecido un buen rato y no me preocupé más de él.
Dos federales venían ya tras de mí, uno de ellos con la metralleta.
Disparé dos balazos por encima de sus cabezas, parapetados tras un coche. Se arrojaron al suelo e intentaron ametrallarme por debajo de las ruedas. Sus balas trazaron un mortal abanico a pocas pulgadas del asfalto. Corrí siguiendo la dirección en que estaba caído Lindsay, pensando que de este modo no se atreverían a disparar con tanta audacia.
El otro federal subió de un salto a lo alto de la furgoneta y empezó a tirar desde allí. Pero sus disparos tenían que ser muy cuidadosos, porque había gente a mi alrededor, y eso le obligaba a ser lento. Unos segundos después yo corría tan agazapado por entre el caos de coches allí detenidos que era imposible verme.
Había elegido un buen sitio para la fuga.
La Tercera Avenida era en aquellos momentos como una selva. Imposible encontrar allí a nadie aunque estuviera a diez pasos de distancia.
Guardé el revólver y seguí corriendo, intentando acercarme a los grupos asustados que iban de un lado para otro, huyendo de los balazos.
Cosa fácil de conseguir.
Había allí tal tumulto que nadie se fijaba en nadie. Pensé que a Lindsay no le quedaría más remedio que presentar su dimisión después de aquello, si es que no iba a la cárcel por falta de valentía. Noté que los federales habían cesado de disparar, pero el tumulto no cesaba.
Entré en los grandes almacenes Glober, que tienen salida a dos calles. La misma gente asustada me empujaba para entrar. Nadie se fijaba en mí, y durante aquellos instantes estoy seguro de que nadie me hubiera prestado atención ni aunque yo hubiese llevado plumas en la cabeza.
La planta baja de los almacenes estaba abarrotada, pero me abrí paso a codazos y salí por una puerta lateral. Allí era mayor la calma. No se oían disparos.
Me introduje por una de las bocas del subway[3] y gasté en el billete las últimas monedas que quedaban en el bolsillo. Otro exceso de confianza de Lindsay: un detenido no debe llevar encima ni un centavo. Claro que debió pensar que con unas pocas monedas yo no iría a ninguna parte.
Pero me bastaron para un trayecto del subway.
Y media hora después yo aparecía al otro lado de Nueva York.
La ciudad era como una jaula, porque yo ya no podría salir de allí. Pero estaba libre y dispuesto a seguir con mi siniestro trabajo.
Lo que necesitaba más urgentemente era dinero.
Mil trampas me acechaban a cada paso. Cualquiera podía reconocerme.
Por eso pensé acudir en busca de la persona que no tendría más remedio que dármelo. No mi cliente, al que había visto por última vez en la biblioteca Rockefeller, porque de ese desconocía la dirección. Buscaría, en cambio, a la joven doctora en Medicina que me había entregado a la policía como se entrega un perro a las fieras del zoo.