Sally parecía haber envejecido en aquellas pocas horas.
Pero no estaba peor, no; eso nunca. Las mujeres como Sally son más tentadoras cuando han madurado un poco, cuando a su frescura juvenil se une esa especie de solemne gravedad que da el sufrimiento.
Claro que solo los sinvergüenzas piensan así. Había destrozado su vida, la había hecho envejecer en solo unas horas y lo único que se me ocurría pensar era que estaba mucho más bonita.
Armstrong me la señaló.
—Ahí la tienes.
Sally se acercó casi corriendo a la silla en que yo estaba sentado y levantó la mano derecha como para abofetearme con todas sus fuerzas, pero su gesto se quebró en el aire en el mismo instante de ser iniciado. Sus ojos se entrecerraron, y de repente, cuando los abrió, estaba llorando.
—¡Oh, Dan! ¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué? —gimió.
Parecía no comprender que yo era simplemente un asesino.
Armstrong sí que lo entendía.
—Debe usted ver una cosa, muchacha —gruñó—. Este tipo es un asesino vulgar, uno de esos fulanos que llevan la crónica roja de los periódicos y que alcanzan incluso a categoría de «perros rabiosos». ¿No sabe usted lo que es, en nuestro lenguaje, un «perro rabioso»? Pues es un tipo al que los agentes no deben molestarse en detener siquiera. Un tipo para el cual solo damos una orden, apenas se le localiza: «Tiren a matar».
Sally tenía ahora los ojos muy abiertos, por sus mejillas resbalaban las lágrimas. Nos miraba alternativamente a Armstrong y a mí, como si creyera aún que el capitán estaba hablando de otra persona.
—¡Hablo de este tipo, no de un ser de otro planeta! —gritó Armstrong—. ¡Vaya convenciéndose de que este hombre irá a morir a la silla eléctrica y no vuelva a mirarle de ese modo! La he hecho llamar —cambió bruscamente de tono—, para que le identifique y diga si es el mismo que iba a casarse con usted esta mañana. ¿Lo es o no lo es?
—Lo es —dijo Sally con un soplo de voz.
Si hubiese querido ayudarme no le costaba nada decir que yo no era aquel tipo. Una majadería semejante pone a veces en apuros al fiscal del distrito. Gracias a imbecilidades así hay asesinos como Caryl Chessman, que todavía están vivos diez años después de ser condenados a muerte. Pero Sally me había reconocido. Armstrong sonrió de satisfacción.
—Gracias, nena —dije a Sally—. Cuando nos casemos tendremos que adoptar un niño. El hijo de un submarinista llamado Ley.
Lindstrom gritó:
—¿Ven cómo está loco?
Salté de la silla y me lancé contra él, dispuesto a aferrarle por el cuello. El policía que estaba de vigilancia me hizo la zancadilla y caí cuan largo era. Pero en el canino me encontré con la puntera de su zapato, y otra vez volví a escupir sangre.
A Sally la sacaron de allí casi a la fuerza.
Supongo que sentía por mí un infinito desprecio y una infinita lástima, lo que casi es peor.
Luego Armstrong hizo entrara los dos guardaespaldas que Luke Shelby había contratado para que le protegieran, y que desde aquella mañana estaban sin trabajar, igual que ciertas tiendas, por defunción del dueño.
—¿Reconocen a este hombre como el que esta mañana les golpeó para luego asesinar a Luke Shelby? —les preguntó sin rodeos.
Los dos dijeron que sí, que me reconocían y que me seguirían reconociendo aun en el mismo infierno. Y luego se marcharon trotando.
—¿Se da usted cuenta de que todo esto es irregular? —preguntó Lewis, el abogado, cuando estuvimos solos en el despacho del capitán—. La identificación debió hacerse en rueda de presos, no de este modo. Haré constar mi protesta.
—Haga constar lo que quiera —sonrió Armstrong—, pero le advierto que esto son diligencias preliminares para dar firmeza a la detención. Ahora mismo se hará cargo del detenido el fiscal del distrito… el cual llenará unas cuantas diligencias sin importancia antes de que Dan Glenfer sea entregado al verdugo.
Conectó el teléfono y ordenó:
—Sargento, llame al fiscal del distrito. Diga que tenemos a Dan Glenfer y que puede empezar a actuar. ¡Ah! Dígale que está bien caído.
Luego Armstrong se repantigó en su asiento, sacó del cajón central una lata de cerveza medio vacía y se puso a beber, sin dejar de mirarme.
—Me gusta asistir a las ejecuciones de cuando en cuando —dijo entre sorbo y sorbo—. Para la tuya tendré asiento de preferencia.
Al día siguiente dijeron todos los periódicos que la única ayuda con la que yo podía contar era Lindstrom.
Los periodistas tienen ojo para estas cosas. En cuanto ven a un tipo con la soga al cuello, saben lo que él o su abogado harán para que el dogal no apriete. Y lo que mi abogado pensaba hacer era demostrar que yo estaba rematadamente loco.
Lo aparentemente absurdo de mis dos crímenes, el no haberse podido demostrar por el momento que yo habría cobrado dinero para cometerlos, la misma audacia inconcebible de que había hecho gala, significaba nada más y nada menos, en opinión de Lindstrom, que yo estaba loco.
De los tres siquiatras que por orden del fiscal del distrito me examinaron en veinticuatro horas, solo él sostuvo esa opinión. Los demás dijeron que yo estaba cuerdo, que era un hombre normal y astuto, y por eso doblemente peligroso.
Lewis, mi abogado, insistió de todos modos en que yo debía tener nuevas conversaciones con Lindstrom.
Tuvimos la última apenas unas horas antes de que llegara la orden de mi traslado a Sing-Sing.
Armstrong había puesto a nuestra disposición un despacho dentro de la misma brigada. Lindsay, el federal que ya me había atizado varias veces durante la detención, estaba montando guardia en la puerta. Él era quien debía trasladarme a Sing-Sing, después de que los de la brigada de Homicidios de la Metropolitana me traspasen solemnemente al FBI.
En un despacho adjunto se estaban llenando todas las formalidades. Yo oía teclear las máquinas.
Yo sabía bien que los federales no perdonan.
Lindstrom sudaba. Por la ventana entreabierta entraban cálidos rayos de sol.
—¿Pero es que no lo comprende? —gritó casi—. Su única esperanza de salir con vida es que se le considere loco. Soy el único siquiatra que está convencido de eso y debe ayudarme. Si no lo hace, no doy un centavo por su piel.
—¿Cómo quiere que le comprenda, si estoy loco? —pregunté.
Lindstrom me sujetó por las solapas.
—¡No digo que esté loco en el sentido de que sea un imbécil, ni mucho menos! Digo sencillamente que ha perdido el sentido moral. Si desea matar, mata, y el asesinato le parece algo tan natural como cambiarse de corbata como cuando a esta ha caído una mancha de tinta. En este sentido es usted tan irresponsable como un niño. Obra sin saber exactamente lo que hace, igual que un colegial mal educado rompe un cristal de una pedrada. ¿Me ha entendido? Es eso lo que quiero demostrar.
Suavemente, pero no con firmeza, le retiré las manos que arrugaban mis solapas.
—¿Por qué tiene usted tanto interés, Lindstrom?
—Porque estoy convencido de saber la verdad.
—Solo por eso no se molestaría.
Lindstrom irguió el busto y caminó hasta la ventana, con las manos unidas a la espalda, evitando mirarme.
—Me obligará usted a confesar algo de lo que me gusta hablar poco. Por sistema soy enemigo de la pena de muerte. He visto algunos errores espantosos. No quisiera que con usted pasase lo mismo.
Lindstrom estaba hablando con tono de hombre convencido. Yo sabía que hay muchos hombres a quienes repugna la pena de muerte. Si él era uno de ellos no tenía nada de particular el que quisiera salvarme, al menos de la silla eléctrica. Pero eso era absurdo. ¿Quién me iba a salvar ya a mí?
Solo yo mismo, si lograba escapar.
Iba a tener una última oportunidad con el traslado a Sing-Sing. Cuando hubiera atravesado las puertas de la prisión, ya no quedaría ninguna esperanza.
De Sing-Sing no hay quien escape, y menos si se trata de un «perro rabioso» como yo.
—Le agradezco sus esfuerzos, señor Lindstrom —dije mirándole.
—Prométame que me ayudará.
—Tengo el máximo interés en ello, Congo es natural. Lo único que pasa es que me quedan pocas esperanzas.
Lindstrom me puso una mano en el hombro.
—Hasta el fin no está todo perdido.
Fue en ese momento cuando una de las puertas del despacho se abrió y entró un agente con un rollo de papelotes.
—Hola, Lindsay —saludó—. Lo de la entrega ya está resuelto. Abajo aguarda la furgoneta y podrá llevarse a este tipo apenas firme todos estos papeles.
Lindsay los firmó.
Ponía en aquello una gran meticulosidad, como si le llenara de placer saber que yo iba a pasar a sus manos.
Entregó los papeles al agente.
—¿Cuántos hombres aguardan abajo? —preguntó.
—Tres. Y los tres son excelentes tiradores.
—Lo supongo.
Me hizo una seña para que me pusiera en pie. Obedecí, y mientras avanzaba hacia él tendí las manos unidas por las muñecas, como para que me pusiera las esposas.
—No es necesario —rio Lindsay—. Conmigo no vas a tener nada que hacer.
—¿Sabe que es usted bastante presuntuoso?
—Nunca se me ha escapado un asesino.
—¿Y si yo fuese el primero?
Lindsay rio.
—A los imbéciles como tú los metía yo en cintura cuando iba a la escuela —dijo—. Tú solo sirves para meter miedo a Sally y a otras por el estilo.
No sé por qué, pero aquello me encendió la sangre. Lindsay tenía una manera especial de decir las cosas, entrecerrando los ojos, que deshacía los nervios. Su voz era la de un auténtico chulo. Pude mover el brazo derecho y disparé el puño con todas mis fuerzas, pero estaba demasiado débil para derribar a un tipo de esa corpulencia. Lindsay, aunque encajó el golpe, no tuvo más que aplicarme un rodillazo al bajo vientre para oírme aullar. Luego me empujó al suelo y me estuvo atizando puntapiés hasta que se cansó.
Lindstrom lo miraba todo con ojos vidriosos.
—Te he dicho que conmigo no podías intentar nada —farfulló Lindsay al final, jadeando después de tanto patearme—. Y es ridículo que un tipo como tú, que está herido, intente aún manejar los puños. Si no me dieses tanta pena te rompería los huesos.
Desde el suelo, jadeando yo también, alcé la cabeza para mirarle.
—Pagará esto, Lindsay —dije en voz baja—. Juro que le mataré.
Por toda respuesta Lindsay me sujetó por las solapas, me hizo poner en pie de un tirón y luego me llevó a empujones y puntapiés hasta la puerta.
Miré al siquiatra, que estaba junto a una ventana.
Él era mi última esperanza.
Pero aún quemaría antes el postrer cartucho, cuando llegásemos a la furgoneta que había de trasladarme a Sing-Sing.
Lindsay no lo sospechaba. Desenfundó su revólver y volvió a enfundarlo tras comprobar que estaba bien cargado. Descendimos a continuación a la planta baja, y allí se le unieron tres federales más, todos ellos luciendo en el costado izquierdo de la americana el bulto que formaba su calibre 38.
Salimos a la calle y vi la furgoneta.
Era del tipo normal, con separación entre la parte posterior y la destinada a los conductores.
Me dispuse a jugarme mi última oportunidad.