Cuando desperté debía haber transcurrido una media hora.
No estaba seguro, pero esa fue la sensación que tuve. No debía haber pasado más tiempo.
Claro que eso no importaba ahora, porque de todos modos era el fin.
La habitación estaba llena de policías.
Eran tipos de bota alta y pantalón de montar, sin duda patrulleras con motocicleta avisados a toda prisa. Fuera de la puerta del motel aún se oían motores de cuatro tiempos. También había otros tipos vestidos de paisano, que debían haber llegado en automóvil. No hacía falta ser un lince para saber que se trataba de agentes federales. Además, llevaban revólveres de calibre reglamentario y me estaban apuntando con ellos.
Había ocho polizontes en la habitación, y los ocho me estaban encañonando. Si yo hubiese hecho un solo movimiento sospechoso, no habría quedado de mí ni una pulgada entera de piel.
El único movimiento sospechoso que hice fue querer arrojarme sobre la doctora, pero uno de aquellos gorilas vestidos de azul levantó el revólver y me golpeó dos veces en mitad del cráneo, con la culata.
Caí hacia atrás, sin fuerzas.
El curare me había producido como una especie de hipo. A duras penas conseguía dominarlo para no hacer el ridículo. De todos modos yo notaba que los polizontes estaban orgullosos de verme así y de poder golpearme con sus culatas cada vez que les venía en gana. Su orgullo creció cuando los reporteros, provistos de cámara y flash, entraron al galope en el apartamiento.
—¡Vaya! —exclamó uno de ellos—. ¡El pajarito ha caído en la jaula!
Fui a escupirle a la cara, y el tipo fue tan hábil que me sacó una instantánea mientras estaba escupiendo.
—Gracias, chato —me dijo—. Esta foto me va a servir para comer durante un mes.
Con gusto le hubiera saltado al cuello, pero estaba tan destrozado que no podía moverme.
El otro reportero preguntó:
—¿Es Dan Glenfer, efectivamente?
—No lo sabemos aún; preguntádselo a él. ¡Eh, tú, pimpollo! ¡Diles tu nombre a estos caballeros!
—¡Vete al infierno! —grité.
El lecho era muy bajo y yo tenía un brazo caído y con la mano apoyada en el suelo. El polizonte me pisó los dedos y giró con todo su peso sobre ellos, mientras yo aullaba de dolor.
Pero era inútil. Ni aún así podía moverme para saltar sobre él.
Los dos reporteros se estaban hartando de sacar fotografías.
—Lo llevaremos a Identificación —explicó el mismo gorila que me había aplastado los dedos—, y allí determinarán con exactitud si es o no es Dan Glenfer. Desde luego se le parece extraordinariamente.
—Es Dan Glenfer —aseguró uno de los motoristas.
—Las huellas dactilares lo dirán con seguridad.
Uno de los agentes me tomó la mano derecha y examino las yemas de los dedos. Su rostro, que era optimista, fue cambiando hasta que terminó por lanzar una salvaje maldición.
—¡Perro asqueroso! ¡Se ha hecho quemar las yemas de los dedos, ni más ni menos que eso! ¡No tiene huellas de ninguna clase, pero si cree que con eso va a conseguir algo está listo! ¡Igualmente irá a parar a la silla eléctrica!
—Yo lo que siento es que no se le ejecute con hacha —dijo el que me había aplastado los dedos—. Claro que la silla eléctrica, si no funciona a la perfección, también es divertida. Vi una vez a un tipo quemarse vivo antes de morir, solo porque los contactos no estaban bien regulados.
Lanzó una carcajada. Yo conseguí saltar esta vez y arrojarme sobre él. De nuevo una culata se aplastó sobre mi frente.
Los federales se habían estado quietos hasta entonces, pero uno de ellos me ayudó ahora a caer, de un salvaje puntapié al estómago. Yo había visto varias veces en los periódicos la fotografía de aquel federal, a raíz de capturas famosas. Era un tipo llamado Lindsay.
—¡Vuelve a moverte y nos divertiremos todos! —aulló.
Nueva lluvia de fotografías. Los resplandores del flash llenaban la habitación. Uno de los agentes me hizo ponerme en pie de un tirón y me colocó en una muñeca el aro de unas esposas, ciñéndose él el otro aro a la suya. Quedamos unidos como dos hermanitos siameses.
Y nos queríamos tanto que empecé a darle pisotones, pero Lindsay se cansó y me aporreó el estómago con los dos puños hasta que yo caí de rodillas escupiendo sangre por entre los labios.
—Lo necesitamos vivo —dijo uno de los de uniforme—. Vamos a sacarlo de aquí de una maldita vez: los coches están esperando.
Vi que la doctora, junto a la puerta, encendía un cigarrillo. Era un Winston emboquillado, la marca que a mí me gusta. Se acercó calmosamente y me lo puso en los labios.
—Eres muy ambiciosa —le dije mientras lanzaba una bocanada con dificultad.
—¿Por qué?
—Todos los periódicos hablarán de ti. Y supongo que por mi captura te darán una buena recompensa.
—No pensaba en eso.
—¿Ah, no? ¿Por qué me has entregado entonces?
—Porque te odio.
Tenía gracia. Yo no le había hecho ningún daño, no la conocía siquiera, y resultaba que no me podía ver. Lo más encantador de las mujeres es lo pronto que lo fichan a uno.
—Apenas me conoces —le dije.
—Pero nunca me ha gustado lo que hiciste con aquella mujer.
—¿Con Sally?
—No importa cómo se llamase. Lo cierto es que la empleaste miserablemente como un instrumento, igual que si fuera un muelle sin alma. Te odio por eso, Glenfer, porque no tienes conciencia. Y me alegro al saber que pagarás.
Lindsay gritó:
—¡Basta de charla! ¡Claro que pagará! ¡Dentro de dos meses yo le enseñaré su cadáver cuando lo desclavemos de la silla eléctrica!
Me sacaron al exterior. Había allí, junto al estacionamiento de automóviles, otros clientes del motel, que me miraban con caras asombradas. Algunos de ellos iban en pijama. Una muchachita en combinación me guiñó un ojo. Iba a contestarle con un gesto parecido cuando Lindsay movió dos veces la mano derecha y me cruzó la cara.
En silencio, me llevaron a la brigada de Homicidios.
La brigada de Homicidios cuando hay detención importante parece una casa de locos. Yo creo que todos los detectives de la plantilla se habían reunido allí. Me examinaron de arriba abajo, me hicieron sentar en un sillón giratorio y obtuvieron nuevas fotografías. Yo creí que aquello no iba a terminar nunca. Era como un espectáculo que siempre ofrecía nuevas facetas y siempre se repetía.
Por fin me pasaron al despacho del jefe.
El jefe se llamaba Armstrong y tenía fama de aplicar el tercer grado con suma facilidad, pero una campaña de prensa ocurrida dos meses antes le había obligado a ser cauteloso. Me hizo sentar, me ofreció un cigarrillo y luego me dijo sonriendo que se iba a dar un atracón de caviar y champaña el día que me achicharraran en la silla eléctrica.
—Pero antes hemos de cumplir una serie de pequeñas formalidades —continuó—. Ya se sabe. Antes de hacer pasar la alta tensión por las narices de un individuo como tú hay que llenar por simple rutina unos papelitos sin importancia. Vamos a llenarlos en seguida si tú nos ayudas, ¿eh?, y te dejaremos dormir.
—Dormir es lo único que deseo.
—Muy bien, entonces desembucha. ¿Por qué mataste a Shelby?
—Motivos personales.
—¡Mientes! ¡Ni siquiera lo conocías!
—Llevaba vigilándolo casi un mes. Lo conocía como a mi padre.
—¿Quién te encargó ese trabajo?
—Nadie.
—¿No, eh? ¿Te gastaste casi tres mil dólares en el trabajo y todo eso lo hiciste en plan de entrenamiento?
—Quizá.
—¡No me hagas perder la paciencia, Glenfer, o haré que mis hombres te refresquen la memoria!
—Puedo pagar un abogado y exijo ser defendido —gruñí—. Usted no puede negarse a eso. Y mientras mi abogado no esté aquí no diré una sola palabra que pueda comprometerme.
Armstrong lanzó una carcajada, sujetándose su prominente barriga y dejando de apoyarla sobre la mesa.
—¿Te parece que estás aún poco comprometido, Glenfer? Tiene gracia. Puedes defenderte por medio de un abogado, claro que sí. Pero tendría que poseer virtudes milagrosas para liberarte de las tres descargas. Vamos, hombre, elige. ¿A quién quieres? ¿A Abraham Lincoln?
Dije que Abraham Lincoln quedaba ya un poco anticuado, y Armstrong lanzó una maldición en voz baja, mientras le cambiaba la cara. Luego logró serenarse y me gritó que eligiera porque no estaban dispuestos a perder más tiempo. Yo dije que quería ser defendido por Lewis, un abogado del cual sólo sabía que era uno de los más caros de Nueva York.
Armstrong me permitió hablar al tal Lewis por teléfono, y el leguleyo vino a la brigada media hora más tarde. Se notaba que le gustaban los asuntos movidos, y el mío iba a serlo. Vestía de negro y tenía todo el aspecto de un buitre posado en el palo de un gallinero.
—Le sacaré a la calle —me prometió.
—Sí, claro —rio Armstrong—. Muerto. Después de que le hayamos afeitado con la máquina eléctrica, pude usted llevárselo donde le dé la gana.
—Pretendo demostrar —dijo Lewis sin inmutarse por aquellas palabras—, que este hombre no es responsable de sus actos.
Armstrong casi saltó de su asiento.
—¿Qué imbecilidad dice?
Lewis señaló hacia la puerta, fue entonces cuando me di cuenta de que otros dos tipos habían venido con él.
Eran dos hombres normales, de mediana edad, elegantemente vestidos. Tenían ese aspecto que caracteriza al intelectual. Los dos pasaron al interior del despacho y se me quedaron mirando como si contemplaran a un gusano dentro de una caja de cerillas.
—Los siquiatras señores Bull y Lindstrom —presentó Lewis.
—Se ha dado usted mucha prisa —gruñó Armstrong.
—No tiene nada de particular. El profesor Bull ha trabajado muchas veces conmigo, y suelo llamarlo siempre que tengo algún caso difícil. Bull examinará a Glenfer y, si las cosas son como yo espero, declarará ante un jurado que es irresponsable, en calidad de perito de defensa. En cuanto al profesor Lindstrom, nos hemos tropezado en la puerta de la brigada. Venía aquí animado por el mismo deseo, y se ha ofrecido a ayudarme.
—¿Por qué? —pregunté yo—. ¿Qué sabe de mí el profesor Lindstrom?
Lindstrom me miró, quitándose las gafas como si le molestaran. Sin ellas dejaba de ser un intelectual. Era un tipo fuerte y duro. Tendría unos cuarenta años y sus puños aún podían infundir respeto hasta a un tipo como yo.
Lindstrom dijo:
—Estoy seguro de que un hombre que comete los crímenes que usted acaba de cometer, por fuerza tiene que estar loco.
—¿Sí, eh? —pregunté socarronamente—. ¿Hace un loco lo que yo hice con Luke Shelby? No será capaz de decirme que estaba mal preparado. Y oigan, amigos, lleven la defensa por otro lado. Nunca me ha gustado que me llamen loco. Prefiero morir que ir a un manicomio para toda la vida.
Lindstrom lanzó una carcajada.
—Usted puede estar loco o no, amigo —dijo—, pero lo único que queremos es salvarle la piel. Aparte de eso tiene que estar chiflado, chiflado de remate para hacer lo que ha hecho con una mujer como esa.
Señalaba con el mentón hacia la puerta.
Me volví, y entonces pude ver que Sally estaba en el umbral.