Había calculado mal al contar con que las balas no atravesarían la gruesa plancha protectora de la cabina de la lancha rápida.
Los de la Policía Militar usaban pistolas de alto calibre, y cuando logré saltar a la lancha y me introduje en la cabina, lo primero con que me encontré fue con una bala.
El proyectil atravesó la cubierta metálica y se empotró en el tablero de instrumentos, a unas pulgadas de mi mano y de la llave de contacto. Si llega a destrozarla, yo no habría escapado de allí, a plenos que me hubiesen nacido alas. Di la vuelta a la llave y puse el motor en marcha mientras un unánime grito se elevaba desde la plataforma.
Otras balas rociaron la plancha, aunque no todas lograron atravesarla.
Una de ellas me arrancó cabellos de la nuca, otra proyectó esquirlas de metal que me rociaron el traje, y una tercera me produjo una línea sangrienta en el brazo derecho, quemándome también la americana, muy cerca del corazón.
La lancha se separó de la plataforma con un rugido ensordecedor de sus potentes motores.
Enfiló hacia alta mar, siguiendo la negra línea de las aguas del Hudson y sabiendo que inmediatamente comenzarían a perseguirme y se pondría además sobre aviso a la policía del río.
Pero por el momento eso no importaba.
Había matado a Farley.
Me despojé de la americana y examiné la herida de mi brazo derecho. No era profunda, y más bien se trataba de una simple rozadura, pero debía atenderla inmediatamente o se produciría infección.
Cuando estuve a un par de millas de la plataforma, viré en ángulo recto hacia los luminosos rascacielos de la Battery, que se distinguían en la lejanía. Otras lanchas se despegaron de la plataforma para perseguirme; pero yo tenía la ventaja de que había apagado las luces de situación y ellos en cambio las llevaban encendidas. No podrían verme a menos que yo estuviera a muy corta distancia, mientras que yo los distinguía a ellos. Seguro que no se dieron cuenta de que viraba hacia los rascacielos de la Battery.
Estos apuntaban al cielo como dedos luminosos en la noche de Nueva York.
En aquel momento ya se habría cursado aviso telegráfico a toda la policía del río. Cinco o diez minutos más tarde como máximo, me encontraría con las lanchas patrullas que saldrían a buscarme. Seguro.
Puse la radio y lo oí… Estaba conectada a la misma onda que las lanchas patrulleras del Hudson.
Atención a la policía del río… Atención a la policía del río… Comunica emisora instalada en la plataforma de pruebas O-SL-3, enclavada en el estuario del Hudson. Localicen y capturen lancha rápida US-NAVY número 859-R… Lancha rápida US-NAVY número 859-R… La tripula un peligroso forajido que acaba de cometer un asesinato en la plataforma O-SL-3… Es posible se trate de Dan Glenfer, fugitivo de presidio y buscado también por otro asesinato… Tiren a matar… Es posible que se trate de Dan Glenfer…
Cerré el aparato receptor.
Yo sabía perfectamente bien lo que significaba para los policías aquella orden de «Tiren a matar».
Acribillarían la lancha rápida en cuanto la viesen, y aunque yo disponía de dos ametralladoras no podía manejarlas y al mismo tiempo conducir. Y si me arrojaba al agua después de tropezar con ellos, era posible que me acribillasen también como en un ejercicio de tiro al blanco.
Tenía que intentar algo.
Moví el brazo herido y, como el balazo estaba aún en caliente, vi que podía moverlo bien. No tenía lesionado ningún hueso, y solo se trataba de actuar antes de que me dolieran demasiado los músculos. De modo que salí al exterior, calculé lo que quedaba para llegar hasta los rascacielos, enfilé hacia alta mar a proa de la lancha y me arrojé al agua.
La pequeña embarcación siguió a gran velocidad hacia la salida del estuario, y si no se desviaba aún podría desorientar bastante a los que me perseguían.
La vi alejarse y empecé a nadar.
Encontrar a un nadador en el inmenso estuario, y además de noche, es más difícil que encontrar una aguja en un pajar. Yo suponía, pues, que las lanchas de la policía del río no iban a dar conmigo fácilmente. Lo único que necesitaba era que el brazo no me traicionase y tener la suficiente resistencia para llegar hasta el puerto.
Entre dos brazadas vi las luces de situación de las lanchas de mis perseguidores, que seguían hacia alta mar.
Les había engañado.
También vi luego, viniendo del puerto, las luces de situación de las lanchas de la policía, que a poca distancia se abrieron en abanico y empezaron a barrer con sus faros las negras aguas del río. Pasó una a menos de cincuenta yardas de donde yo estaba, y tuve que hundirme bajo el agua. Luego nada. Las lanchas pasaron y una grata paz me envolvió.
Media hora después, completamente extenuado, llegaba a los docks, me introducía por entre dos barcas varadas y trepaba penosamente hacia la superficie firme de los muelles.
Me tumbé en el suelo, a la sombra de un tinglado, y durante diez minutos no pensé en otra cosa que en reponer fuerzas. El brazo me iba doliendo más por momentos y perdía mucha sangre por él.
Los de la patrulla ya habrían encontrado la lancha vacía, y pronto me buscarían por entre los docks. Tuve que ponerme en pie.
No podía volver, como era lógico, a mi hotel, pero eso ya estaba previsto.
Hubiera hecho falta ser tonto para no preparar las cosas, habiendo ya calculado que tendría que matar a Farley en público.
Palpé en uno de los bolsillos la llave de mi apartamiento en un motel, apartamiento que había alquilado aquella misma tarde y que estaba situado apenas a diez millas de Nueva York, en la carretera general a Filadelfia.
Alisé como pude mi traje, tomé un taxi que estaba en una calle oscura cerca a los docks y me hice conducir a una dirección absurda —una gran avenida, en realidad para que se entretuvieran más buscándome—, la cual estaba situada cerca de la carretera de Filadelfia.
El taxista ni siquiera me había mirado. Sólo se extrañó cuando le di billetes mojados en pago de la carrera, pero los aceptó igual. Yo llevo siempre el dinero en una funda de plástico y se me estropea difícilmente aunque tenga que lanzarme al agua.
Luego hice a pie, y además sin poder seguir la carretera, las diez millas aproximadamente que me faltaban para llegar hasta el motel. En este no había apenas movimiento a aquella hora, de modo que pude emplear la llave y entrar en mi apartamiento sin que nadie me viese.
Estaba físicamente destrozado cuando me tumbé en la cama.
Pero comprendí que si me dormía iba a ser peor. La herida seguía sangrando. La debilidad me produciría como una especie de sopor, como una agonía dulce, y me despertaría en el valle de Josafat.
Igual que el que se abre las venas en un baño de agua tibia.
Reuní fuerzas, me desvestí y me puse ropa seca comprada de confección aquella misma tarde, me hice un sumario vendaje de la herida y llamé a un centro médico de asistencia nocturna urgente.
Me dijeron que enviarían a un matasanos inmediatamente.
Mientras esperaba, limpié y engrasé el revólver, que estaba hecho una lástima. Luego le puse una munición seca y nueva, sacada de una funda de plástico, y lo tuve preparado por si el médico que había de llegar se me ponía impertinente.
Llamaron a la puerta del apartamiento. Fui a abrir.
Era una mujer.
De no llevar aquel maletín negro colgado de su mano derecha, cualquiera hubiese supuesto que se trataba de una muñeca recién venida de Hollywood, donde no siempre triunfan las más bonitas sino las más astutas e inteligentes.
Ella me miró, mientras yo la calibraba desde las puntas de sus zapatos a sus cabellos de un hermoso color cobrizo.
Seguro que me dejó fichado al instante, es decir, seguro que ella supo inmediatamente que yo era el tipo cuya foto había estado viendo en los periódicos durante todo el día.
Pero entró.
—¿Está enfermo? —preguntó.
—No me haga reír, muñeca.
—Nunca me río. Terminé la carrera hace cuatro años y aún estoy en un centro de asistencia nocturna. Si cree que eso es como para lanzar carcajadas, ríase usted también.
—Vamos, siéntese.
Se sentó con desenvoltura.
Tenía bonitas piernas. Tan bonitas que era lástima que se hubiera dedicado a matar hombres con sus potingues en vez de matarlos desde un escenario. Pero ya se sabe. Hay algunas mujeres que llegan a mayorcitas sin haberse enterado de lo que vale lo que llevan encima de los zapatos.
—Tiéndase en la cama —indicó.
Obedecí.
No hacía falta explicarle qué era lo que me ocurría, porque el vendaje ensangrentado estaba bien visible.
—¿Una bala?
—Sí.
—¿Hace mucho rato?
—Casi dos horas y media.
—¡Hum!
Se inclinó sobre mí, me desprendió el vendaje e hizo un ligero examen de la herida.
—No es grave, pero lo que más me preocupa es que ha perdido mucha sangre.
—Eso también me preocupa a mí, paloma.
—Le haré una cura, pero tendrá que permanecer inmóvil al menos durante veinticuatro horas.
—Usted preocúpese de que esto no se complique y esta sola noche ganará más que en todo un año de trabajo.
—Lo doy por descontado.
La chiquilla era ambiciosa. Nada, una muñeca de Hollywood.
—Pero esto no tiene que complicarse en ningún sentido. ¿Comprendido? De ninguna manera.
—No soy tonta.
Lavó bien la herida y taponó los dos orificios, el de entrada y salida de la bala, dejando un pequeño derrame. Luego me vendó cuidadosamente y me puso el brazo en cabestrillo.
—Por el momento no puedo hacer más.
—Ya es bastante.
—Supongo que usted entiende de heridas de bala tanto como yo —dijo con desenvoltura—, y por tanto, no hará falta explicarle que ahora sobrevendrá una crisis. Tendrá que guardar cama y no moverse de aquí.
—Menos tonterías, muñeca. Conduciré con la mano izquierda después de alquilar un automóvil en el mismo motel. Hasta dentro de unas horas no vuelven a salir periódicos, y esta tarde aún no me habían reconocido.
—Bien. Eso es cosa suya, no mía. Pero si piensa marchar le pondré un coagulante en la sangre para que no se debilite más.
—Veo que piensa como una reina.
Le tendí el brazo izquierdo, me buscó una vena y me introdujo por ella un poco de líquido extraído de una ampollita.
Yo estaba tan confiado. Parece mentira la confianza que puede dar a un idiota una mujer bonita.
Hasta después de tener todo aquel líquido en la sangre no se me ocurrió que podía tratarse de un anestésico.
Noté que la cabeza empezaba a vacilar sobre mis hombros, noté que todo daba vueltas alrededor mío.
Era como una sensación dulce, tranquilizadora. Igual que dormirse después de un largo cansancio.
Pero era también el fin.
Lancé una maldición y quise saltar del lecho, pero no pude. Ella me pegó dos veces en la cara. Fue como dejar K. o. a un niño. Las tinieblas se cerraron sobre mí.