Si ahora mataba a Farley, los instrumentos no serían vigilados por nadie, y el hombre que estaba en el interior del sumergible se exponía a morir en cuanto algo fallase.
Parece mentira, pero este razonamiento me detuvo.
Tenía ya la mano derecha cerrada sobre la culata del revólver.
La retiré lentamente.
Farley estaba inclinado sobre su tablero de instrumentos, y la luz espectral que se desprendía de los mandos daba a su rostro un aspecto fantasmal, casi grotesco, como el de un muerto que se estuviese riendo.
¿Sospechaba aquel hombre lo poco que iba a vivir?
¿Podía sospechar siquiera que el que había matado a Luke Shelby estaba tan solo a unas yardas de él, esperando repetir su golpe?
Miré a mi alrededor.
El sumergible había desaparecido, y las aguas de Hudson estaban tan quietas como si jamás navío alguno las hubiera rozado con su quilla.
No se percibía el menor rumor. Tampoco debían percibirlo los oficiales de Marina que manejaban un aparato de radar situado a un extremo de la plataforma.
Uno de ellos comentó:
—Es mucho más perfecto de lo que imaginábamos. La superficie no devuelve ninguna onda. Por medio del radar es imposible localizarlo.
Otro dijo:
—Sólo Farley puede vigilarlo ahora. Sus instrumentos están en contacto directo con los del submarino.
Por primera vez, oímos todos la voz de Farley.
Era una voz monótona, lenta. A mí me dio la sensación de que venía del más allá.
—Veinte yardas de profundidad…
—Veinticinco…
—Treinta…
El sumergible se hundía hasta el fondo del estuario, muy profundo en aquella parte, con una regularidad matemática, minuto a minuto.
—Treinta y cinco yardas…
—Cuarenta…
—Cuarenta y cinco…
El pequeño sumergible estaba demostrando una resistencia y una capacidad que difícilmente tenían los grandes submarinos de crucero, cuya construcción cuesta millones de dólares.
—La voz de Farley siguió:
—Cincuenta yardas…
Hubo entre los oficiales un movimiento de curiosidad y atención. Durante unos segundos no se escuchó más ruido que el levísimo fluir del agua y el casi imperceptible zumbido de las baterías que iluminaban la plataforma. Por fin, Farley declaró:
—Ha tocado fondo.
Las pruebas de inmersión habían terminado. Ahora el submarino tenía que avanzar hasta situarse en un punto determinado, desde donde lanzaría sus falsos torpedos contra un blanco. Farley seguía pegado a los instrumentos, a los que nadie se acercaba. Él y el tripulante eran en esos momentos los hombres clave de la operación.
Unos segundos más tarde anunció:
—Se mueve.
—¿En dirección al blanco? —preguntó el oficial de más graduación, en quien reconocí yo entonces al vicealmirante Thompson.
—Sí.
—¿Qué tal responde el tripulante?
Los ojos de Farley se desviaron entonces hacia otro sector del tablero de instrumentos.
—Bien.
—Es esencial la respiración. ¿Qué acusa la toma de aire?
—Normal.
—¿Y el radioestetoscopio? ¿Cómo señala los latidos de su corazón?
—Ochenta de frecuencia.
—¿Se mantiene bien la presión?
—Perfecta.
Farley contestaba con seguridad, mientras sus ojos bailaban de un lado a otro del tablero de instrumentos.
—¿Qué velocidad lleva? —siguió preguntando el vicealmirante Thompson.
—Treinta y cinco nudos.
—Es extraordinario.
En efecto, lo era, dada la profundidad y el hecho de navegar contra la fuerte corriente del Hudson.
Todos los oficiales tomaban notas. Ninguno miraba ya la superficie del agua.
Yo tenía los ojos clavados en Farley.
—¿Cómo se llama el tripulante? —pregunté en voz baja.
El vicealmirante Thompson me miró con sorpresa.
—Ley, ¿por qué?
Fue entonces cuando pronuncié aquellas palabras que, al parecer, no tenían sentido:
—Porque Ley va a morir —dije.
El vicealmirante lanzó una exclamación en voz baja y me miró como si yo estuviera loco.
—¿De dónde ha salido? —preguntó.
—Me llano Dan.
Nadie se dio cuenta entonces, en aquel momento, de que mi tarjeta de identidad llevaba otro nombre. Las precauciones que se habían tomado hasta aquel momento eran relativas nada más, puesto que solo mirando los instrumentos se podía averiguar algo importante. Pero es que en este instante nadie se acordó ni tan siquiera de que yo había dado otro nombre al entrar.
Creían encontrarse ante un borracho.
—¿Qué dice usted? —preguntó Thompson—. Repítalo.
—Ese hombre va a morir.
—¿Por qué dice eso?
—Tengo motivos para creerlo.
—¡Échenlo de aquí! —gritó Thompson—. ¡No es más que un gracioso! ¡No necesitamos tipos de esa clase!
Yo entreabrí un poco más las piernas, descansé la mano derecha sobre la funda axilar y dije tranquilamente, mirando a Thompson como si este tuviera la categoría de un simple mecánico:
—Ordene que el sumergible sea izado a la superficie. Debe haber mandos automáticos que maneja Farley. ¡Hágalo pronto o Ley morirá asfixiado dentro de su ataúd de cristal!
Dos gorilas de la Policía Militar fueron a arrojarse sobre mí.
Y en ese momento les detuvo la voz que menos esperaban. La voz del propio Farley.
—¡Algo no funciona! —gritó—. ¡El corazón de Ley empieza a fallar!
Uno de los marinos, sin duda médico de la Armada, saltó hacia el radiocardioscopio y observó con ojos desencajados las oscilaciones de la aguja.
—¡Es cierto! —gritó—. ¡Ley está muriéndose!
—¡Haga subir ese aparato, Farley! —aulló materialmente Thompson—. ¡Hágalo subir inmediatamente!
Noté que los ojos de todos estaban fijos en mí. No sé si me habían reconocido o no, pero en todo caso mi nombre era lo que menos les importaba en este momento.
—¿Cómo lo sabía? —aulló el vicealmirante—. ¿Por qué estaba enterado de que Ley iba a morir?
—No lo sabía yo solo.
—¿Pero qué dice? ¿Quiere volvernos locos a todos?
Otra vez los dos perros de presa de la Policía Militar fueron a abalanzarse sobre mí. Y otra vez los detuvo la voz de Farley:
—¡El electrocardioscopio ya no señala ninguna vibración!
—¡Técnicamente, Ley ha muerto ya! —gritó el médico también—. ¡Pero aún hay que intentar algo!
El submarino, elevado por los mandos a distancia, aparecía ahora sobre las quietas aguas del Hudson, exactamente junto a las plataformas, como si aún hubiera de sumergirse. Ley estaba rígido, espantosamente inmóvil, como una momia dentro de una urna de cristal.
El médico se abalanzó sobre la «cabina» de plástico para sacarlo de allí.
Yo no miraba aquello. Sólo miraba al niño, el hijo de Ley, que lloraba en silencio.
Lo habían dejado solo.
El cuerpo de Ley fue sacado y tendido sobre un colchón de goma que apareció inmediatamente en la plataforma. El médico se inclinó sobre él, mientras todos escrutaban su rostro con expresión ansiosa. El silencio era absoluto. Ahora no se oía ni el fluir del agua, ni el zumbido de las baterías. Nada.
El médico jadeó:
—Está muerto…
—¿Pero por qué? —gritó Thompson—. Farley dice que los instrumentos no acusaban nada. ¿Qué infiernos ha ocurrido aquí?
Alguien más práctico, preguntó:
—¿Cuál ha sido la causa de la muerte?
—No lo sabremos con seguridad hasta el momento de la autopsia.
—Pero siempre hay una primera impresión.
—La hay, y en este caso bastante clara, Ley ha muerto por asfixia, Por una causa u otra la toma de aire no ha funcionado durante los últimos cinco minutos.
—¡Absurdo! —gritó el vicealmirante Thompson—. ¡Absurdo!
—El muerto —dije— no opina lo mismo.
Todos los rostros se volvieron de nuevo hacia mí.
—¿Cómo lo sabía? —aulló Thompson.
No contesté.
Estaba haciéndome una rápida composición de lugar y calculando instantáneamente las posibilidades de huida que me quedaban.
La lancha más rápida, la que ya antes había elegido, estaba parcialmente tapada por los de la Policía Militar. Tendría que derribar por lo menos a uno de ellos para alcanzarla.
Si lograba luego saltar al interior y poner el motor en marcha, estaría salvado por el momento.
Las balas, hasta que yo me alejase, no atravesarían la gruesa plancha de la embarcación.
Vi que todos se acercaban a mí.
Farley estaba detrás, mirando como hipnotizado su tablero de instrumentos, que ya no despedía luz.
—No haga ninguna tontería —aconsejó Thompson—. Nos gustaría saber exactamente quién es usted. Si va armado, desembarácese inmediatamente de lo que lleve encima. Será mejor para usted. ¡Cuidado!
Yo había hecho un movimiento instantáneo con la mano derecha.
Uno de los policías militares desenfundó también de un seco tirón su revólver reglamentario.
Se la ganó, porque le tiré al hombro y le hice encogerse, mientras soltaba el revólver.
Salté entonces de costado, buscando acercarme más a la lancha que había elegido.
Fue ese el momento en que Farley pareció adivinar lo que iba a ocurrirle.
Saltó también, intentando cobijarse, y se puso a aullar como un condenado mientras buscaba cualquier clase de protección.
Pero yo aún tenía cinco balas.
Desvié el revólver, y cinco segundos me bastaron para meterlas dentro de su cuerpo.
Luego, volví a saltar.