Sally me miraba fijamente desde aquel puesto de periódicos cercano a las playas de Coney Island.
Ya había aparecido una revista en huecograbado publicando varias fotografías del crimen y diversos primeros planos de la «novia abandonada». En dos de ellos, Sally aparecía llorando. En el tercero arrojaba contra el fotógrafo sus flores de novia. El ramo volaba por el espacio. Parecía ir también contra la cara del lector.
Parecía increíble la rapidez con que una mujer puede convertirse en el tema de conversación de doce millones de personas. A Sally unos la compadecerían, otros se burlarían de su fracaso… Probablemente aparecerían chistes a costa de la muerte de Shelby y las lágrimas de la «novia abandonada». La vida de un ser humano, en Nueva York, no es en cierto modo más que un espectáculo, sobre todo si su sangre o sus lágrimas mojan el asfalto.
Bueno, ¿pero para qué me metía yo a filósofo?
Sally no había sido más que un instrumento, y además yo ya tenía cosas más importantes en qué pensar.
Volví un poco la cabeza y los vi.
Allí estaban.
Había venido notando su presencia desde quince minutos antes, esa era la verdad. Charlie, Adams y Cly no esperaban más que una ocasión propicia para liquidarme, y yo se la estaba dando. Me dirigía a Coney Island.
Me habían localizado cerca del reducido grupo de periodistas que esperaban ser embarcados a fin de presenciar el experimento. Todos ellos eran agregados de prensa de distintos organismos oficiales. Ni un solo periódico privado —era lógico— estaba representado allí.
Al ver que me habían localizado, me dirigí hacia las playas que bordean el inmenso parque de atracciones. A esa hora de la noche, y en invierno, estaban vacías. Yo las recordaba en verano llenas de un inmenso hervidero humano que casi causaba náuseas. Pero ahora eran un sitio apacible, tranquilo, muy adecuado para matar o morir.
Los tres tipos que me seguían eran pistoleros profesionales, elementos de un grupo de acción de un gang. Los había recordado solo al oír sus nombres, cuando los mencionó Belinda.
Sin pasar por los marcadores automáticos, salté a la arena de la playa, como si huyese. La altura no era grande, y además pude permitirme el lujo de caer de cualquier modo sobre la arena. Vi a los tres individuos correr sin disimulos por el malecón.
Me pegué a la pared de piedra y corrí paralelamente a ella, procurando no ser visto.
Al poner los pies en la arena, me distinguieron.
Charlie, el más grueso, fue el que dio la orden para acabar con aquella comedia.
—¡Allí está! ¡Vamos, muchachos!
A lo lejos mugía el mar, y aquel mugido parecía llenarlo todo. Sus pistolas, que llevaban silenciadores, no producirían ninguna alarma en aquella zona desierta. Y sólo nos alumbraba la luz de las estrellas.
Cly siguió pegado a la pared. Charlie y Adams corrieron agazapados sobre la arena para cortarme la retirada.
Fue Cly el primero en disparar, cuando yo desenfundaba mi revólver.
Cly era el más nervioso, y yo sabía que un año antes había matado a una mujer en Harlem solo porque la oyó gritar demasiado. La bala rebotó en la piedra a unas pulgadas de mi cabeza. Charlie y Adams dispararon entonces también.
Cly había tirado a matar. Los otros solo para acorralarme y cortarme toda posible retirada.
Hice fuego contra Cly, que era el más peligroso.
Fallé.
Adams gritó:
—¡Cuando acabemos no te reconocerá ni tu madre! ¡Saca el vitriolo, Charlie!
Eran tipos finos. Sólo querían herirme y luego quemarme vivo con ácido sulfúrico. Para ellos, el hombre que había matado a Luke Shelby no merecía otra cosa.
Me dejé caer al suelo, como si me hubiera alcanzado la segunda bala de Cly. Estábamos todos separados por unas cincuenta yardas, distancia demasiado grande para el tiro con revólver de cañón corto. Nuestras detonaciones eran solo como taponazos, y cualquiera podía estar paseando sobre el malecón, junto a los marcadores automáticos, sin apercibirse tan siquiera de lo que ocurría más abajo.
Por eso aquellos tres tipos no tenían demasiada prisa.
Iban sobre seguro.
Avanzaron a rastras mientras disparaban para «situarme», es decir, para clavarme en el sitio exacto donde yo tenía que morir. No se confiaron por el hecho de que yo hubiese caído a tierra fingiendo estar herido. Eran demasiado viejos en aquel oficio.
Yo no respondía al fuego, porque me interesaba conservar las municiones de mi revólver.
No me movía tampoco, que era precisamente lo que ellos buscaban. Se iban acercando y estaban ya a unas treinta yardas.
Entonces tiraron todos a matar.
Fue ese el momento que yo escogí para saltar hacia adelante y lanzarme a correr por la arena en una desenfrenada carrera, buscando precisamente el sitio donde estaba Charlie.
Este lanzó un respiro al verme correr en línea recta hacia él. Hizo un disparo y falló. Vio que las balas de sus sorprendidos compañeros me mordían los pies, pero sin alcanzarme. Sólo tuvo tiempo de gritar:
—¡Malditos seáis! ¡Disparad mejor!
Luego una bala le penetró entre las dos cejas.
Abrió mucho la boca y se lanzó hacia adelante, como si quisiera morder la arena. Yo caí junto a él en el momento en que una bala me arrancaba materialmente cabellos de la cabeza. Me lo puse encima como un escudo, procurando que no me manchara de sangre.
Dos balas disparadas por Adams, que era ahora el que estaba más cerca, penetraron en el cuerpo de Charlie. Produjeron el mismo ruido que dos agujas atravesando la tela de un colchón. Adams intentó moverse, al ver que no podía alcanzarme, y entonces le perforé el estómago con un nuevo balazo. Antes de que cayera al suelo, le atravesé la cabeza.
Un hombre con el estómago perforado aún puede disparar, y no me convenía arriesgarme.
Me quedaban dos balas.
Salté, abandonando el refugio que me ofrecía el cadáver de Charlie, y corrí tras Cly, que intentaba huir hacia la playa. Cly era el que había matado a una mujer en Harlem y resultaba el más peligroso por ser el más cobarde. Se detuvo cuando las olas mojaron sus pies.
Estábamos a unos quince pasos.
Debía llevar también una botellita de vitriolo. Le vi introducir la mano izquierda en el bolsillo de su abrigo y sacarla con algo pequeño y brillante.
Disparó, y cuando tuve que lanzarme a tierra para no ser alcanzado, movió el brazo izquierdo, proyectando hacia mí un chorro del líquido abrasador. Hube de revolverme por la arena con toda mi agilidad, y aun así algunas gotas me quemaron el traje. Cly intentó correr hacia mí, levantando el revólver e imitando descaradamente mi maniobra de unos minutos antes.
Los dos nos miramos durante unas fracciones de segundo, mientras cerrábamos el dedo sobre el gatillo.
Yo fui más rápido.
Manejaba mejor el calibre 38 que aquel tipo acostumbrado al vitriolo y a la navaja. Cly recibió una primera bala en el cuello y otra cerca del maxilar. Parte de su rostro voló. Cuando me acerqué a él estaba tan muerto como Luke Shelby.
Tres cadáveres.
Me sacudí parsimoniosamente la arena de las ropas, y algunos granos cayeron sobre lo que quedaba del rostro de Cly, bañado por los últimos bordes de espuma de las olas.
Miré mi reloj y comprendí que no tenía tiempo que perder.
Comencé a caminar lentamente hacia una de las salidas de la playa, mientras recargaba las balas de mi revólver.
Los tres muertos ya los encontrarían a la mañana siguiente.
Ahora tenía una cita con un tipo llamado Farley.
El mismo pequeño grupo de periodistas aún estaba esperando que lo condujeran en lancha al lugar del experimento. Todos paseaban nerviosos y parecían maldecir lo que consideraban un retraso. La humedad del estuario los envolvía como un vapor helado.
Estaban solos en aquella zona del puerto, y solo al verlos se daba uno cuenta instintivamente de que estaban allí por algo que tenía relación con un secreto.
Estaba pensando en cómo añadirme al grupo cuando me pareció oír pasos a mi espalda.
Yo estaba en un ángulo de un edificio metálico que servía como almacén a los establecimientos del cercano Coney Island. Frente a mí había un estrecho paseo y más allá la superficie del agua. Los periodistas estaban en el borde mismo del río. No podían verme a mí, aunque yo a ellos los vigilaba perfectamente.
Los pasos se acercaron, mientras yo me ocultaba en un ángulo de la construcción, en una impenetrable zona de sombras.
El tipo que fue a pasar junto a mí era bajito y grueso, y venía sudado a pesar de la poco apacible temperatura. Sin duda un periodista retrasado. Llevaba gafas y parecía inofensivo. Casi me dio pena aporrearle de la forma que lo aporreé.
Cuando pasaba junto a mí, le tapé la boca con la mano izquierda e inmediatamente, con la derecha, le propiné un «golpe de conejo», a la nuca, aplicando solo el canto de la mano. El tipejo se estremeció y tuve que sostenerle para que no cayese.
Su grito de sorpresa y de dolor fue ahogado por mi izquierda.
Le volví a golpear, esta vez con más fuerza, y perdió el sentido por completo. Blandamente, lo deposité en el suelo.
A lo lejos, sobre las aguas del río, empezaba a oírse el «run-run» de una lancha motora que se acercaba velozmente.
Iba a recoger a los periodistas.
No tenía tiempo que perder.
La llegada de la lancha motora me favoreció, porque se acercaron aún más a la orilla y me volvieron completamente la espalda. Caso de saber que tenían detrás suyo al hombre a quien buscaba toda la policía de Nueva York, es posible que más de uno se hubiese caído al río.
Tendí completamente en el suelo al hombre a quien acababa de golpear, le despojé del cinturón con rápidos movimientos y le até manos y pies con un hábil lazo. Luego le apelotoné completamente un pañuelo en la boca, hasta tener la seguridad de que no podría gritar si alguien no le encontraba.
Hecho esto me puse sus gafas.
No me desfiguraron mucho, pero contribuían a que durante la noche no se me identificase con tanta facilidad.
Tenía también a mi favor un factor muy importante: la audacia.
Nadie imaginaba que podría encontrarme allí, y yo sé bien que uno puede ir en grupo durante horas y horas sin que ningún compañero se fije en él. En eso confiaba.
Luego busqué en los bolsillos del periodista algún documento o credencial que sin duda necesitaría para presenciar las pruebas del sumergible. Lo encontré cuando ya los otros empezaban a subir a la lancha. Era una simple tarjeta en plástico que se adhería al ojal de la solapa.
Corrí hacia el grupo.
Las gafas eran de pocas dioptrías, y veía casi perfectamente con ellas, aunque me restaban seguridad. Salté a la lancha justo cuando el policía militar iba a retirar la pasarela.
Examinó de una ojeada la tarjeta de plástico y no volvió a prestarme atención. Pero me hizo tragar saliva con angustia el solo pensamiento de que alguien pidiera estar esperando al periodista al que yo acababa de derribar, y le extrañara que en su lugar viniese un desconocido.
Nadie, de todos modos, se fijó especialmente en mí.
Solo un periodista que iba vestido de negro hizo un comentario:
—Poco acostumbrado a ir a pie, ¿eh? Ha llegado tarde.
—Sí, claro.
—Ha sido una complicación el que no dejaran a nadie venir en automóvil. Pero se comprende, porque quieren evitar un estacionamiento que llame la atención en un lugar tan próximo a la zona de pruebas.
—Es lógico.
—¿De dónde viene usted?
Yo había leído ya la tarjeta de identificación.
—De San Francisco. Soy el agregado de Prensa del Gobierno de California.
—Bonita tontería venir desde tan lejos para no ver nada. Simplemente nos enseñarán el submarino por fuera, y hasta dentro de un mes no podremos dar información. Bueno, ya llegamos.
En efecto, la lancha había avanzado con rapidez, y estábamos llegando a una gran plataforma flotante iluminada con débiles luces de batería, junto a la cual estaba amarrado un extraño instrumento no mayor que un torpedo, feo y opaco, con unas aletas semejantes a las de un enorme pez. De lejos hubiera podido confundírsele incluso con un tiburón muerto. La «cabina» del tripulante, que se acostaba sobre el torpedo, estaba construida en material plástico. El cuadro de mandos parecía muy sencillo, aunque sin duda haría falta ser un verdadero técnico para manejar aquello con seguridad.
Las cargas atómicas, semejantes a pequeños torpedos, serían expulsadas seguramente por unos breves orificios abiertos en la proa. No se veía hélice. La propulsión debía de ser muy semejante a la de un reactor, y la energía empleada debía ser atómica.
De todo esto me di cuenta con una sola ojeada, porque durante la guerra, cuando yo era otro hombre, serví en un submarino y conozco bien esos detalles. No se me ocultó que podía estar ante un arma decisiva en caso de guerra, cuando las grandes flotas tengan que desaparecer de los mares a causa de su vulnerabilidad ante un ataque atómico.
Inmediatamente dejé de prestar atención.
Buscaba a Farley.
Farley no podía ser sino el tipo que estaba sentado ante un tablero, en el lado izquierdo de la plataforma, con la vista fija en varios instrumentos de precisión. Tendría unos cuarenta años y todo su aspecto, aunque ahora estaba concentrado en el trabajo, era el de un buen servidor. Por supuesto, su empleo de técnico cronometrador no debía darle lo bastante como para regalar joyas a Belinda, la del Pretty Cubanita. Pero a mí eso no me importaba ahora.
—Tenía que matar a aquel hombre.
—¿Cómo? ¿De qué modo?
Examiné las posibilidades. Había en la plataforma, además de Farley, los periodistas y yo, cuatro miembros de la Policía Militar, que eran los únicos que llevaban armas visibles. Al otro lado de la plataforma había seis oficiales de la Marina, un hombre vestido de paisano que tenía aspecto de técnico y un joven que llevaba un ceñido uniforme de goma, muy semejante al de los pilotos de vuelos a gran altura, y que seguramente era el que iba a pilotar el submarino en las pruebas.
Luego apareció alguien más.
Un chiquillo.
Un niño de unos seis años que había estado tapado hasta aquel momento por los azules uniformes de los marinos. Se abrazó al piloto, y este le abrazó también. Oí que le llamaba hijo.
Nunca he tenido hijos ni he amado a una mujer, pero me conmovió aquella sencilla despedida. En el niño había temor; estaban a punto de saltársele las lágrimas. En el padre había una serena confianza.
La escena me hizo olvidarme durante unos segundos del siniestro trabajo que me había llevado allí.
—¿Hay peligro en las pruebas? —pregunté al tipo de paisano con aspecto de técnico, el cual se había situado junto a nosotros.
—No sabemos lo que puede ocurrir.
—¿Qué riesgos tienen previstos?
—Prácticamente todos.
—Pero ¿qué es lo que temen?
—La presión, por ejemplo. No sabemos aún qué profundidad puede alcanzar este submarino, y ahora se trata de probarlo. Los materiales son muy ligeros, para evitar peso, y es posible que algún punto de su estructura pueda fallar.
—¿Cuál, en especial?
—La «cabina» del tripulante.
—¿Por dónde toma aire?
—Hay una máquina generadora cuyo funcionamiento se vigila a distancia, desde aquel tablero.
Me señaló a Farley y continuó:
—Como es lógico, este submarino no puede hacer grandes cruceros. La misma inmovilidad a que está sujeto el tripulante, lo impediría. Pero lanzado desde un buque de superficie, para atacar un puerto enemigo o una flota que esté a pequeña distancia, puede ser muy eficaz. Prácticamente no hay quien lo localice. Cada una de sus cargas puede hacer pedazos un acorazado u otro submarino mucho mayor.
—¿Ya han guardado bien el secreto sobre sus detalles?
El técnico rio.
—Un secreto absoluto. Lo que usted ve es la parte externa, y eso no tiene la menor importancia. Dentro de un mes dejaremos incluso publicar fotografías, pero los planos de la maquinaria, armamento y distribución interior son absolutamente desconocidos. Ahora perdóneme.
Se encaminó hacia el tripulante, que ya iba a descender hasta el submarino, y le habló unos minutos en voz baja. El joven asentía, sonriendo y moviendo la cabeza con humildad. Su expresión noble, su juventud y, sobre todo aquel niño que le esperaba, conmovieron hasta a un hombre como yo.
Pero no era eso lo que me importaba. Yo tenía que matar a Farley.
Calculé que me sería posible eliminarlo con los balazos, lo que me ocuparía tan sólo dos segundos. Luego me bastarían dos segundos más para saltar a una de las lanchas, la más rápida, que estaba a un par de yardas de mi punto de situación. Sabía cómo manejarla para que ninguna de las otras lanchas me alcanzase. Con ella sería, por lo menos durante media hora, el dueño del Hudson, que es como decir el dueño de todas las vías de comunicación de Nueva York.
Sería quizá el homicidio más atrevido y audaz que se había realizado en Nueva York en los últimos diez años.
Separé un poco las piernas, miré fijamente a Farley y me dispuse a actuar, retirándome las gafas para ver mejor.
Puse la mano sobre la culata de mi revólver.
El tripulante del submarino se encerró en su interior, entrando en él como el que penetra por una tubería.
El oficial de más graduación, un almirante, dio una orden, y el submarino empezó a sumergirse.
La prueba había empezado. Farley trabajaba, ignorante de mi existencia.
Puse la mano sobre la culata del revólver.