A las tres de la tarde de aquel mismo día, en la biblioteca pública de la Institución Rockefeller, tuve un nuevo contacto con mi cliente.
Él era el que me había encargado matar a Luke Shelby. Ahora iba a entregarme una suma de dinero para resarcirme de los gastos y recompensar mi trabajo.
Escapar por la escalera de incendios no me había costado nada, teniendo en cuenta que no estaba dada la alarma en el hotel. A continuación había ido a devolver el Chevrolet a la casa donde lo tenía alquilado, y a la que naturalmente había dado un nombre y una dirección falsos. Y borrada esta huella que yo consideraba esencial, me había presentado en la biblioteca para ver a mi cliente.
Por entonces la noticia del crimen ya se había difundido.
Dos emisoras la habían dado en su boletín del mediodía. Los periódicos de la tarde preparaban su buena media página con los detalles del suceso. Y la brigada de Homicidios de la Metropolitana ya había entrado en acción, obteniendo huellas, recogiendo declaraciones y disponiendo la autopsia urgente del cadáver de Shelby.
Claro que sobre el culpable lo sabían ya todo.
Era un tipo que iba a casarse con Sally y que la dejó plantada para ir a matar a un hombre. Un tipo que había dado el nombre de Dan Cummings al juez que iba a unirle en matrimonio. Un fulano al cual varias personas podrían describir perfectamente; es decir, yo.
Lo más sensato habría sido largarse de Nueva York en seguida.
Pero yo no podía hacerlo sin entrar antes en contacto con mi cliente.
Lo miré.
Era un tipo alto y grueso, con aspecto de abogado de una firma bancaria, y nadie hubiese imaginado al verlo que se dedicara a encargar crímenes a una especie de asesino profesional.
El cliente en cuestión se llamaba Donovan.
Poco sabía yo de él, excepto que me había buscado para encargarme lo de Luke Shelby y que había prometido pagarme en cuanto el trabajo estuviese hecho. Había acudido con puntualidad a la cita, lo cual era indicio de que pensaba cumplir su promesa.
Se levantó de su asiento, situado a poca distancia del mío, al darse cuenta de que yo lo miraba. Fue a la estantería donde estaban situados los libros en lenguas orientales y escogió uno que los dos conocíamos de antemano. Se titulaba Las tres mil fórmulas del amor. Buen panorama.
Se lo llevó a su asiento y estuvo consultándolo, al parecer, durante media hora, tiempo que yo empleé en leer aburridamente los periódicos recién llegados de Bagdad, como si conociera el idioma, ocultando parcialmente mi rostro, a pesar de que solo había otras dos personas en aquella sección de la biblioteca.
Transcurrida la media hora, mi cliente se puso en pie y depositó el libro en su estante, marchando seguidamente de la sala.
Dejé transcurrir unos diez minutos, con todos los nervios en tensión, vigilando atentamente las idas y venidas de uno de los lectores, que parecía querer acercarse a aquel mismo volumen. En el momento en que me pareció que nadie reparaba en mí, me aproximé a Las tres mil fórmulas del amor, y lo retiré de la estantería lentamente, llevándolo a mi asiento.
Este truco de comunicarse por medio de un libro es tan viejo como la misma imprenta, pero resultaba sencillo y siempre sale bien, sobre todo en un lugar tan muerto como una biblioteca pública a las tres y media de la tarde.
Dentro del libro había cinco billetes de los grandes y un papel de notas con un solo nombre y una dirección escritos en él.
El nombre era: Farley Winter.
La dirección correspondía a un dancing[2]. El Pretty Cubanita, un local típico de Harlem.
Farley Winter no estaba en el Pretty Cubanita, pero me recibió su novia.
Su rostro no tenía nada de cubanita ni de antillana, porque era blanca y rubia. Llevaba un vestido rojo y sus piernas cruzadas parecían haber sido hechas expresamente para anunciar las medias de nilón que lucía. Fumaba como una auténtica millonaria, es decir, daba dos chupaditas a su cigarrillo y luego lo aplastaba contra el cenicero. Todo lo demás que había en ella era de millonaria también.
Farley Winter debía haberla cubierto de oro.
—¿Para qué le buscas? —preguntó, después de hacerme entrar en su despacho—. Por cierto, me parece que a ti te he visto en alguna parte.
Me senté y la miré yo también, desde las rodillas enfundadas en nilón a los labios rojos que con solo dos chupadas hacían papilla el cigarrillo.
Era verdad; tenía que haberme visto.
Todos los periódicos de la noche publicaban mi foto con la misma profusión que si yo hubiese sido elegido presidente de los Estados Unidos.
Los titulares eran más o menos: «Dan Glenfer ha dado nuevas señales de existencia. Alguien lo ha alquilado para matar». «Extraño crimen en un hotel de Nueva York». «Se supone que Glenfer ha huido de la ciudad, y la brigada de Homicidios está cursando su descripción por todas las vías de comunicación del país».
Pero no; no estaba fuera de la ciudad. Había hecho lo contrario de lo que los policías esperaban, y estaba seguro de que el truco me saldría bien por lo menos durante veinticuatro horas. Luego ya veríamos. Farley Winter, por lo pronto, estaría muerto.
Su novia me miraba.
—A ti creo haberte visto —repitió.
—He actuado en los programas deportivos de la televisión —dije.
—¡Ah, sí! Claro, tiene que ser eso. Ya decía yo que tu facha me resultaba familiar. ¿Para qué buscas a Farley?
—He de hablar con él.
—¿De qué?
—De un negocio.
—Yo soy su agente de negocios.
Suspiré.
—Me han dicho que eres su novia y además la propietaria de este local.
—Lo soy a medias con Farley.
—¿Te ha pagado él su parte?
Belinda, que así se llamaba la sirena, empezó a mirarme con suspicacia.
—Oye: ¿quién eres de verdad? ¿Un inspector del fisco?
—Nada de eso, nena. No he pagado mis impuestos hace al menos cuatro años.
—Dime para qué quieres ver a Farley.
—¿Recibes a todos los que preguntan por él?
—Sólo a los desconocidos.
—Lo cuidas bien, ¿eh?
—Vamos a casarnos.
—Ya te he dicho que quiero hablar con él de un negocio —expliqué, con voz más apremiante—. Él no me conoce, pero creo que le interesa hablar conmigo. ¿Dónde puedo encontrarle?
—Antes de mañana será difícil,
—¿Por qué?
—¿No sabes cuál es la profesión de Farley?
—La de ser novio tuyo me parece la mar de interesante. Por lo demás, ni idea.
Belinda aplastó el cigarrillo y encendió otro. Debía tragarse un paquete cada inedia hora, pensé.
—Es cronometrador —dijo.
—Me parece una profesión demasiado complicada.
—Pues no lo es.
—Depende de lo que haya que cronometrar, supongo.
—Exacto.
—Supongo que estará cronometrando algún espectáculo deportivo. Dime dónde puedo encontrarle. ¿En alguna pista de ceniza, cronometrando los entrenamientos?
—Nada de eso. Estará ahora cronometrando las pruebas de un nuevo submarino. Todos los periódicos lo dicen.
Era verdad. Todos los periódicos hablaban de las pruebas de un nuevo sumergible ultraenano, especie de torpedo capaz de alojar a un solo hombre, y que aquella noche iba a ser probado en el estuario del Hudson. El submarino debía ser capaz de atravesar las más sólidas barreras de seguridad, llevaba un aparato antirradar que desorientaba a los enemigos y transportaba tres cargas atómicas capaces de hacer astillas a tres acorazados. Solo eso.
Los periódicos también decían que si aquel artefacto respondía a las pruebas, transformaría la guerra en el mar. Pero a mí a guerra en el mar me importaba un comino.
—Toda la prensa lo ha escrito —repitió ella,
—Pero no ha dicho que el cronometrador fuese Farley.
—No, aunque bien pudieron haberlo mencionado. Farley es un verdadero técnico de la Subsecretaría de Marina.
—Parece extraño que al propio tiempo sea dueño de la mitad de este local.
—¿Qué tiene este local de malo?
—Tus malditos cigarrillos.
Me levanté, le arranqué el cigarrillo de entre los labios y la puse en pie de un tirón. Ella era todo nervio, bien lo veía yo ahora por la tensión indomable de sus músculos, pero a mí se me abandonó de pronto, quedando colgada de mis brazos como una cosa inerte, con la que yo podía hacer lo que quisiera. Bueno, eso parecía.
Cuando le di el primer beso, me propinó un bofetón.
Cuando le di el segundo, se limitó a quejarse.
Cuando le di el tercero, correspondió.
Las mujeres son así. Todo va bien —a veces— si uno aguanta las primeras bofetadas.
La dejé caer en el sillón, tomé del paquete un nuevo cigarrillo, se lo puse en los labios y se lo encendí.
Ella me miraba.
No parpadeó ni siquiera cuando acerqué a sus ojos la llamita del fósforo.
—Sabes tratar a las mujeres —bisbiseó.
—A algunas.
—Debes haber tratado a docenas.
Arrojó el cigarrillo y se puso en pie. Ahora me besó ella. Sabía hacerlo mejor que yo, mejor que cualquiera.
Sólo que yo noto cuándo un beso es una despedida.
Aquel lo era.
—Volveré mañana a ver a Farley —dije—, sobre todo si estás tú sola aquí. Al fin y al cabo, no tengo tanta prisa.
—Cuando quieras, demonio.
—Hasta mañana, ángel.
Entrecerró los ojos y se dejó caer de nuevo en la butaca, cruzando otra vez las piernas.
No quise mirarla, porque si la miro todo se va al infierno.
Salí.
El Pretty Cubanita atraía a mucho personal negro, sobre todo los sábados por la noche. Y esa noche era sábado. En la pista había al menos trescientas parejas de color, moviéndose inarticuladamente. Aquella pista era grande como un campo de béisbol. La animaban dos orquestas.
Algunas chicas blancas de aspecto más bien lánguido se movían entre la concurrencia, y al parecer, tenían éxito. Yo recordé sin querer la frase favorita de los salvajes del Ku-Klux-Klan: «Los negros quieren carne blanca».
Seguro que el Pretty Cubanita daba dinero a raudales, a pesar de estar frecuentado por gentes de color. Por eso era más extraño lo que yo había leído en los periódicos de aquella tarde: El Pretty Cubanita estaba en venta.
Salí, encendí un cigarrillo y di la vuelta por una estrecha callejuela para buscar la parte trasera del local.
Ya conocía la distribución del Pretty Cubanita como la distribución de los bolsillos de mi traje. Eso formaba parte de mi trabajo.
Se podía llegar a la parte trasera alcanzando un pequeño patio semirruinoso y lleno de escaleras retorcidas, semejante a los de los viejos barrios de Nueva Orleans. Para mí no fue difícil, contorsionándome un par de veces, alcanzar ese patio, que estaba a unas cuatro yardas por encina de mi cabeza. Desde allí pude llegar otra vez a las inmediaciones del despacho de Belinda.
Belinda aún continuaba allí. Yo podía oír a través de la puerta entreabierta el sonido de un disco telefónico al ser marcados varios números en él.
Total, habían transcurrido apenas cinco minutos desde que yo salí del local.
Luego oí su voz.
—¿Ramsay?
Alguien, al otro lado del hilo, debió contestar que sí, que era Ramsay, o algo parecido.
—Oye, Ramsay, acaba de venir un hombre. Ha preguntado por Farley. Dice que necesita verle.
Nueva pausa.
—No, no se trata de ningún viejo amigo. Es un desconocido, aunque su rostro me ha recordado algo, no sé bien qué. Me ha dicho que trabajaba en los programas deportivos de la televisión, pero por supuesto es mentira. Le he hecho creer que me lo tragaba todo. He intentado infundirle confianza.
«Pero yo no soy tan tonto, nena —musité, entre dientes—. Me las he visto ya con muchos hombres y con muchas más mujeres…»
Nueva pausa.
—Era muy sospechoso. Te lo aseguro, Ramsay. ¿Por qué ha venido aquí si apenas nadie sabe que Farley tiene algo que ver en este negocio? ¿Para qué quiere verle? Estoy asustada, Ramsay.
A través del pequeño espacio que dejaba la puerta entreabierta la vi. Estaba inclinada hacia adelante, apoyados los codos en la mesita del teléfono, y balanceaba una pierna, sosteniéndose sólo sobre la puntita de uno de sus altos tacones. Si estaba asustada, no lo parecía. En todo caso, era una mujer como para haber hecho perder la cabeza a Farley o como para hacérmela perder a mí.
Escuchaba atentamente lo que le decían desde el otro lado del cable.
—No, Ramsay, por supuesto que no puede ser un federal —dijo, al cabo de unos instantes—. No hubiera mostrado su juego tan a las claras desde el primer momento. Más bien da la sensación de un tipo que tiene mucha prisa y muy poco miedo. Un fulano que piensa hacer como sea «un trabajo fácil» y luego largarse de la ciudad.
Desde luego, Belinda no era tonta. Había adivinado mi situación exactamente. Un trabajo rápido y salir cuanto antes de Nueva York; eso era lo que yo quería, sin importarme los riesgos. Porque cuanto más tiempo estuviera en la ciudad, más grandes serían los peligros.
Ramsay le debía estar soltando un discurso. Ello debió aumentar el nerviosismo de Belinda, porque le vi mover la pierna más frecuentemente.
—No, Ramsay, te prometo que no —dijo después—. Creo que está justificado el que todos nos pongamos alerta. Han matado a Luke Shelby y ese hombre podría muy bien ser su asesino. Me lo ha parecido ya en el primer momento, pero para estar segura hubiese debido tener un periódico delante. En la duda, he procurado infundirle confianza, como te digo. Pero en sus ojos había algo que me ha hecho estremecer. ¡Puede que se trate del propio Dan Glenfer, el hombre que cobra para matar!
En mis labios, mientras escuchaba la voz de Belinda, había aparecido una sonrisa cuadrada.
Fue entonces cuando oí salir por entre sus magníficos labios mi sentencia de muerte.
—Con tres hombres habrá bastante —dijo—. Le he besado para poder palpar sus ropas, y no lleva más que una funda axilar con un solo revólver, probablemente un calibre 38, pero con silenciador. Si podéis acorralarle no creo que resista las pistolas de Charlie, de Adams y de Cly. Ha salido de aquí hace unos siete minutos y se dirige a ver a Farley hasta el estuario. Ya me imagino que no podrá llegar al sitio de las pruebas, donde está Farley, pero por si acaso, conviene que lo eliminéis antes. No hay tiempo que perder. Recuerda: Charlie, Adams y Cly. Son los mejores.
Luego colgó el teléfono.
La vi enderezarse, echando el busto hacia atrás y suspirando voluptuosamente. Su beso, en efecto, había sido una despedida. Para ella, yo ya estaba tan muerto como el holandés que compró a los indios la isla de Manhattan.
Sonreí y me alejé poco a poco, caminando de espaldas.
Lo más prudente, desde luego, habría sido no acercarse a Farley aquella noche, sabiendo que tres tipos experimentados iban a liquidarme. Y sabiendo, además, que estaba cronometrando una prueba secreta y que me iba a ser casi imposible llegar hasta él.
Pero yo tenía prisa.
Necesitaba acabar con Farley aquella misma noche.