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No me iba a ser fácil matar a Luke Shelby.

Luke no había pedido protección a la policía, pero tenía siempre dos mastodontes rondándole los pasos. Los mastodontes eran dos detectives privados a los que había contratado en el mismo Broadway Avenue, donde vivía.

Aquellos tipos estaban especializados en defensas y protecciones personales, y habían trabajado a favor y en contra del gang[1] del boxeo que domina todos los negocios pugilísticos del estado de Nueva York. Su tipo estaba de acuerdo con su profesión.

Por eso les he llamado mastodontes.

Tenían puños como mazas y mandíbulas de granito. Para tumbar a uno de ellos al primer golpe hacía falta por lo menos ser campeón continental, y resultaba materialmente imposible pelear con los dos a la vez. Además, manejaban a la perfección las armas de fuego.

A uno de ellos, Mike Novelda, le había visto yo un año antes dibujar un perfil humano sobre un tablero, igual que si fuese un dibujante, empleando las balas de una metralleta Thompson.

Luke Shelby, verdaderamente, estaba bien protegido.

Pero yo le mataría.

Luke tenía alquilada una lujosa suite en el piso dieciocho del hotel Broadway, y no salía nunca de allí si no era en compañía de sus dos guardaespaldas. Podía pagarlos bien porque tenía negocios de petróleo en el Irak, el muy cerdo. Todo el oro negro que venía por las pipe-fines a través de la Arabia Saudí, se transformaba en oro amarillo para los bolsillos de unos cuantos, entre ellos Luke Shelby. Yo le había visto comer en los mejores restaurantes, disponer de las mejores rubias y hasta comprarle un pequeño rancho a una impresionante «belleza camión» con la cual estuvo encaprichado dos semanas. Luego, cuando empezó a tener miedo, dispuso de parte de su dinero para protegerse bien. Los dos detectives privados eran mejor defensa para él que todos los uniformes azules de la policía Metropolitana.

Yo había observado sus costumbres bien.

Antes, cuando aún no pensaba matarlo, Luke Shelby era un tipo relativamente asequible, de esos a los que se puede clavar una bala entre las cejas en cualquier momento. Tenía unas costumbres más o menos fijas, que variaban poco de una a otra noche.

Solía dormir toda la mañana. Al mediodía iba a almorzar a cualquier restaurante típico de Greenwich Village, barrio donde era bien conocido. Después, costumbre en un hombre de vida alegre como él, solía dirigirse a la enorme biblioteca municipal y allí, en la sección de libros orientales, se pasaba sin excepción dos o tres horas. A continuación, cuando el crepúsculo otoñal de Nueva York ya había hecho que se encendieran todas las luces de la metrópoli, Luke Shelby empezaba a recorrer cabaré tras cabaré, cenando en cualquiera de ellos. Rara era la noche que no invitaba alguna artista a su mesa. Rara era la noche que alguna artista no se mostraba generosa con él.

Llevaba una vida de rey, el muy buitre.

Pero cuando empezó a tener miedo, como digo, todo cambió.

No sé si fui yo mismo el que le hizo ponerse en guardia. Puede que al verme varias veces empezara a sospechar algo malo; puede que su sexto sentido le avisara de que se estaban terminando las cenas con champaña, los automóviles último modelo y las «rubias camión». Cualquier cosa de las dos pudo ser. A veces los tipos como Luke Shelby, que han recorrido todo el mundo y tienen enemigos de todas las razas, se huelen la mosca. Lo cierto es que cambió tan completamente que me desorientó.

Comenzó por alquilar una suite en el Broadway y no moverse de allí en todo el día. Salió sólo para contratar a los dos detectives privados y acto seguido se encerró con ellos. Nada de cenas fuera, nada de rubias. Luke Shelby se convirtió de repente en una especie de majareta.

Si un día iba a la biblioteca a las tres, al otro iba a las cinco. Luego estaba cuarenta y ocho horas sin salir. A continuación se largaba en automóvil de la ciudad y no volvía hasta veinticuatro horas más tarde. Su costumbre consistía en no tener costumbres fijas. Acabar con él se transformó en una de las cosas más difíciles del mundo.

Pero yo contaba con buenos procedimientos para asesinarle.

Tenía una ventana frente a sus habitaciones, correspondiente a otro hotel llamado Europe y situado casi enfrente del Broadway, al otro lado del río de vehículos que era la calzada de Broadway Avenue.

Tenía cerca de seis mil dólares.

Y tenía a Sally.

Permitidme que os hable de las tres cosas, puesto que mi técnica de matar no es sencilla.

En primer lugar, Shelby había cometido un grave error al olvidarse de que enfrente del hotel que él ocupaba había otro. Si el edificio frontero es una casa particular, a un posible enemigo le resulta bastante difícil situarse en una de sus ventanas. Pero si es una casa de huéspedes o un hotel, le resulta enormemente fácil. Yo alquilé una habitación desde la que se podían ver las ventanas de la suite de Shelby, me traje con el equipaje mi rifle telescópico y lo monté durante las noches esperando una oportunidad.

Pero Broadway Avenue es el disloque. Pueden circular hasta tres hileras de coches en cada dirección, los incansables anuncios luminosos hacen que todo parezca moverse, aunque uno esté en el dieciocho piso, y para postres Shelby no se asomaba jamás a las ventanas durante la noche. Solo una vez lo tuve a tiro durante unos minutos, cuando se asomó para presenciar un desfile con antorchas de la Legión Americana. Pero estaba muy inclinado hacia adelante, el blanco no resultaba seguro y decidí no arriesgarme a perderlo todo por un disparo mal hecho.

Luego estaban los seis mil dólares.

Cuando un tipo que piensa asesinar a otro tiene seis mil dólares en una cuenta corriente, no siente ninguna prisa. Puede cometer su crimen incluso con elegancia y fantasía, como la última carambola de una partida de billar. Si yo hubiese tenido que matar a Luke Shelby a fecha fija habría fracasado, seguramente. Pero como podía esperar varios días, o varias semanas incluso, mis proyectos no podían fallar.

En esos proyectos se encontraba Sally.

Sally era la hermana de la «belleza canción» a la que Shelby compró un ranchito durante los quince días en que estuvo eternamente enamorado de ella.

Aunque Sally no estaba delgadita, ni mucho menos, tampoco resultaba tan detonante como su hermana. Para mi gusto estaba más proporcionada, lo tenía todo mejor dosificado, aunque también le sobrase un poco de aquí y le sobrase un poco de allá. Sus cabellos eran de un rubio más discreto, sus labios eran más naturalmente rojos que los de su hermana Mara, sus ojos eran más bonitos y su boca más pequeña. Mara, en cambio, la tenía demasiado grande, y cuando entreabría los labios no se sabía si quería besar o comer, aunque a un tipo como Luke Shelby le daba lo mismo.

Conocí a Sally en circunstancias un poco especiales.

Fue cuando Luke Shelby se enamoró eternamente por quince días de su hermana Mara y le compró el ranchito en el Oeste central. Yo había estado vigilando a Luke Shelby, de modo que me enteré de sus relaciones día por día. Mara, para irse con Shelby a que este le enseñara a criar vacas en el Oeste central, tuvo que plantar a un tío llamado Liman, una especie de chulo que estaba adscrito a los gangs del puerto y que era su «protector» de turno.

Cuando a un tipo como Liman le planta su amiga, suele esperar a que regrese y le marca entonces toda la cara con las aristas de cristal del gollete de una botella.

Pero Liman era un impaciente.

En vista de que Mara no regresaba, decidió dar un escarmiento a su hermana, que trabajaba como manicura en el Broadway Hotel.

La citó en un tugurio del East River, y ella fue. Como por aquellos días yo estaba esperando recibir noticias de Mara y de Shelby por mediación de Sally, la vigilaba también y me enteré de todo. Creo que Liman debió elogiar la belleza de Sally y hacerle luego ciertas proposiciones para que sustituyera a su hermana. Como Sally se negó, en una de las callejas del East River, uno de esos túneles oscuros cuya única salida es el Hudson, intentó marcarle la cara con una navaja.

A mí, la verdad, Sally me importaba poco.

No apuesto un centavo por la virtud de una manicura como ella, y para mí que tenía las manos llenas de los besos y la baba de sus clientes, casi todos viejos.

Pero tampoco me gustan los tipos como Liman, que se pavonean ante las mujeres y que usan navaja.

Cuando Linean la tenía acorralada, le había tapado la boca e iba a marcarla, yo surgí de entre las sombras.

Toqué en un hombro a Liman y le dije:

—Hola, amigo.

Liman se volvió.

Él, pobrecito, no me conocía.

No sabía que yo era un tipo que iba a matar a Luke Shelby y que había matado ya a cinco hombres más. No sabía que él, Liman, con toda su chulería y su traje rayado, era un monigote para mí. No sabía que podía dejarlo tieso. No sabía nada de nada.

Por eso se engalló y me dijo muy finamente:

—Lárgate…

Del primer rodillazo en el bajo vientre lo hice doblarse. Aulló y empezó a lanzar unas maldiciones tan selectas que yo no las había oído nunca a pesar de haber «trabajado» a tipos como él en los peores puertos del mundo. Hizo con el brazo derecho un movimiento de abajo arriba y trató de clavarme la navaja junto a la ingle, para abrirme el vientre en diagonal. Pero yo ya conocía el truco y di un salto hacia atrás, haciendo que la navaja pasara como una exhalación por delante de mi cuerpo, sin tocarme.

El brazo derecho de Linean quedó levantado, con la navaja brillante arriba de todo. Parecía en esa postura una estatua de la Libertad, pero plenos.

Le sujeté el brazo armado entre los dos míos, le hice una llave de judo y lo derribé a tierra.

No lo solté, desde luego.

A un tipo como Linean no había más remedio que romperle el brazo para estar seguro de que no me iba a abrir en canal.

Le rompí el brazo.

No me gusta hacer esa clase de trabajos, sobre todo cuando el «paciente» maldice y aúlla como un condenado. Pero si uno tiene cierta técnica, puede terminar pronto y haciendo relativamente poco daño. A Liman le partí el cúbito por un solo sitio y le dejé el brazo derecho convertido en una cosa blanda y flácida que daba pena. Su aullido se dejó oír durante unos segundos, y luego perdió el conocimiento. Lo empujé con el pie sólo unas yardas y lo arrojé al río, ante la mirada atónita de Sally.

Por descontado, yo ya conocía bastante de la vida de Liman para saber que con un solo brazo podría ponerse a salvo.

La presa que me había fijado era Luke Shelby, y no quería molestarme en matar a un tipo de ínfima categoría como Liman, uno de esos que están tan sobrecargados de porquería que cuando mueren manchan a todo el mundo. No quería que empezasen ya a buscarme por una muerte que, al fin y al cabo, nada me solucionaba.

En efecto, lo vi mantenerse a flote y arrimarse poco a poco a la orilla.

Luego me volví hacia Sally.

¿He dicho ya que Sally tenía de todo, y que hasta le sobraba un poco para los días de fiesta?

Era como una escultura que llenaba la sórdida calleja.

—Vamos —dije—. Pronto llegará alguna patrulla y no conviene que nos encuentren aquí.

Ella me siguió.

Claro. ¿Qué iba a hacer?

En las películas siempre sucede así. En la vida real lo mismo, porque las mujeres aguantan muchas cosas, pero que uno las deje solas en medio de un fregado no lo han aguantado nunca.

Como yo conocía muy bien todas las callejas del East River, logramos salir de allí a pesar de los silbatos de la policía y a pesar de los faros de un coche patrulla. Quince minutos después, pudimos considerarnos lo bastante a salvo para sentarnos en el interior de un bar. Lo único que Sally me preguntó fue:

—¿Cómo demonios conocía tan bien ese asco de callejas? Yo le creía un caballero.

—Nací en el East River.

—¿Cómo te llamas?

—Dan.

Mientras le decía mi nombre, le estreché de repente las manos y la miré al fondo de los ojos.

—Sally —pregunté inesperadamente—. ¿Quieres casarte conmigo?

Por supuesto, yo no pensaba casarme con Sally, la manicura del Broadway Hotel, la hermana de Mara, que tenía un ranchito en el Oeste pagado con el oro babeante de Luke Shelby.

No. No pensaba casarme con ella, aunque estaba como para disparar cañonazos.

Sally era, sencillamente, una pieza de mi plan.

La primera pieza era la ventana.

La segunda, seis mil dólares.

La tercera, Sally, una mujer.

Esta iba a ser la más eficaz y la que menos me preocupaba.

Fui a buscarla al mismo Broadway Hotel tres días antes de la fecha que tenía fijada para la muerte de Luke Shelby.

No me importaba poner los pies allí porque desde mi ventana había visto que Shelby y sus dos guardianes estaban jugando una partida de cartas. No bajarían al vestíbulo por lo menos en una hora.

Entré en la barbería del hotel y pedí que me arreglaran el pelo. Sally estaba allí, haciéndole las uñas a un viejo y escuchando no sé qué de un pisito que este tenía en Manhattan. La miré, y Sally, que apenas escuchaba al viejo, se quedó sin respiración. Luego le cortó en un dedo y el viejo empezó a lanzar maldiciones donde su pisito de Manhattan no salió a relucir para nada.

Sally se disculpó y terminó con él como pudo, es decir, de cualquier manera. Luego vino hacia mí, que ya me estaba secando la cara.

—¿Es que has venido a buscarme, Dan?

—Claro, cariño.

—Todavía voy a tardar en salir cerca de media hora.

—No importa. Esperaré.

Me levanté del sillón de afeitar y fui a sentarme en una de las sillas que había cerca de las manicuras. Sally ya no tenía que arreglar las manos a ningún viejo más, pero aún debía aguardar media hora, hasta el fin de la jornada. En aquel momento entró uno de los botones y dejó sobre la mesita un ejemplar de cada uno de los periódicos de la noche, Tomé distraídamente el que estaba encima de la pila. De vez en cuando, Sally, que limpiaba sus utensilios, me dirigía unas miradas de muda admiración que daban pena.

Claro, iba a casarme con ella, o al menos eso creía la muchacha.

Y yo no soy un mal tipo, visto desde fuera.

Resulto de buena estatura, tengo los ojos negros y duros, una musculatura tensa, siempre dispuesta a entrar en acción, los cabellos de un agradable color castaño, y la boca firme y recta. Uno de esos tipos que, sin ser exageradamente guapos, gustan a determinada clase de mujer. Además, qué cuerpo; Sally sentía cierta predisposición a encontrarme guapo porque pensaba que yo iba a casarme con ella.

Desdoblé el periódico.

En un artículo sobre la delincuencia en los Estados Unidos, a un periodista hotentote aún se le ocurría hablar del incendio en la penitenciaría de Illinois y de la fuga de Dan Glenfer, quien había logrado fugarse aprovechando la confusión y llevándose además siete mil dólares de la Caja de Socorro de la penitenciaría.

Sally estaba intentando intercambiar conmigo una sonrisa desde hacía una semana. Yo no lo notaba.

¿Por qué a aquel periodista se le habría ocurrido escribir ese artículo? Lo de la penitenciaría de Illinois ya estaba pasado de moda. Había ocurrido dos meses antes, y ni Dan Glenfer ni los siete mil dólares robados habían sido encontrados ya más. ¿Qué le importaba a la gente la historia de un fugitivo de presidio?

El periodista decía que sí, que le importaba mucho.

«Dan Glenfer —escribía— fue condenado a muerte por asesinato e indultado dos días antes de la ejecución. Luego, en virtud de las estúpidas leyes de la mayor parte de los estados que forman nuestro país, su condena de reclusión perpetua quedó reducida a siete años, y aun se hablaba de que Dan Glenfer sería puesto en libertad bajo palabra. Pero nada de esto tuvo que suceder, puesto que Glenfer huyó aprovechando el incendio de la penitenciaría. Lo alarmante de esta situación no es que un asesino esté suelto, sino que lo peor es que se trata de un hombre cuyo trabajo es matar. Verdadero profesional del crimen, Dan Glenfer confesó después del juicio que cobraba por sus asesinatos de cinco a siete mil dólares. ¡Alerta, ciudadanos! Porque si alguien le contrata y le señala una víctima…, ¡Dan Glenfer volverá a matar!»

Terminé de leer el artículo y dejé el periódico sobre la mesa.

Sally se acercaba a mí.

—¿Qué te pasa, Dan?

—¿A mí? ¿Qué iba a ocurrirme?

—Estás como obsesionado, y hasta te ha cambiado la cara. Hace cinco minutos que intento verte sonreír.

Sonreía.

Estaba pensando que el imbécil autor de aquel artículo no había publicado ninguna fotografía acompañando al mismo. Era necesario saber si los otros periódicos lo harían.

—¿Cuánto tardas en salir? —pregunté a Sally.

—Diez minutos.

Ella ya estaba como desarmada ante mi sonrisa.

—Te esperaré con impaciencia. No te entretengas.

En aquel momento entró el mismo botones de la vez anterior.

—Perdone —dijo, tomando el periódico que yo acababa de leer—. Me he equivocado. Este es el ejemplar de uno de nuestros clientes.

—¿El de míster Shelby?

—Exacto, sí, señor. Se lo subo todas las tardes.

Me miraba sorprendido.

—Está bien. De todos modos, muchas gracias.

De modo que Luke Shelby leía todas las noches el New York Tribune, precisamente aquel en que acababa de aparecer el artículo sobre Dan Glenfer.

Cochina casualidad.

De todos modos, él ya estaba muy asustado. No iba a inquietarse más aún por las lamentaciones de un periodista. Que leyese aquel artículo si le daba la gana y que se empapase bien.

De todos modos, ya sólo le quedaban dos días de vida.

Miré los otros periódicos, por si alguno de ellos hablaba también de Dan Glenfer, ya que los periodistas tienen la mala costumbre de copiarse los tenlas unos a otros. Pero ninguno de ellos mencionaba para nada el incendio de la penitenciaría de Illinois ni al hombre que la había aprovechado para huir llevándose siete mil dólares, de los cuales ahora podían muy bien quedarle seis mil aproximadamente.

Dejé los periódicos.

Sally ya estaba arreglada y a punto para salir, hecha un sol ante mí. A propósito: ¿he dicho ya que cualquiera se hubiese puesto a aullar de entusiasmo ante la sola perspectiva de casarse con ella?

Claro que Sally se casaría años más tarde con cualquier tendero, después del desengaño que yo iba a darle. ¿Pero qué puede uno hacer? Los negocios son así.

Salimos juntos.

—¿Te has despedido ya? —le pregunté.

—Sí. Mañana es mi último día de trabajo. ¿Y tienes tú ya decidido el sitio donde vamos a vivir?

—Por el momento, iremos de hotel en hotel pasando la luna de miel. He alquilado para el viaje un «Chevrolet» azul como no los hay por las carreteras. Luego iremos a vivir al Oeste, a la casa de que te hablé en Chisamnita River.

Sally estaba a punto de llorar de emoción.

Subimos al «Chevrolet» alquilado, única cosa cierta que había en todo aquel mejunje. Me puse al volante y conduje despacio hacia Times Square por entre el gran tránsito de Broadway Avenue, dejando que Sally cerrara los ojos y soñase con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento.

Al llegar a Times Square le acaricié un brazo suavemente.

—Sally…

Ella abrió los ojos.

—¿Qué?

—¿Sabes dónde nos casaremos?

—En el ayuntamiento, ¿no?

—He cambiado de idea. Ya lo tengo todo arreglado para que el juez venga al Broadway Hotel. He hablado también con el gerente y nos reservarán unas habitaciones para la ceremonia en el piso dieciocho.

El piso dieciocho era aquel en que Luke Shelby se encontraba encerrado con sus dos guardaespaldas.

Claro que Sally no lo sabía.

La suite que había alquilado Luke Shelby estaba situada al fondo de un pasillo, y para llegar a ella había que atravesar una puerta.

Detrás de esa puerta se encontraba la suite de Luke y un cuarto de baño muy modesto que había sido destinado al servicio del piso.

No había allí nada más.

Yo estaba enterado de que Shelby pagaba un suplemento para que ese cuarto de baño no lo utilizase nadie, a excepción de sus dos guardaespaldas. De este modo, él quedaba como arrinconado al fondo del pasillo, en una especie de fortaleza, y para llegar a él había que atravesar dos puertas.

El Broadway Hotel es, además, uno de esos sitios donde el servicio vigila realmente.

Dos veces había intentado yo llegar hasta la suite fingiendo equivocarme. Las dos veces me detuvieron y me advirtieron que más allá de aquella puerta no se podía pasar.

Por eso tuve que acudir a Sally y organizar allí lo de nuestra boda.

La broma me costaría cerca de dos mil dólares, pero valía la pena.

Desde mi ventana había observado todo el movimiento que había cerca de la escalera de incendios, a la cual tenía también salida la suite de Luke Shelby, y que yo pensaba emplear para huir. El movimiento en aquella zona era prácticamente nulo a la hora que yo había elegido para terminar el «trabajo».

La ventana observatorio, pues, me había sido muy útil.

Los seis mil dólares también.

Y ahora me quedaba Sally.

Sally estaba resplandeciente cuando se presentó en el hotel para celebrar su boda. Nunca creo haber visto una mujer tan guapa, tan elegante y tan ilusionada como ella. Estaba como para ponerse a lanzar aullidos delante de su ventana.

Lástima de chica.

El juez vino puntualmente, hizo que los testigos se acercaran y nos empezó a endosar un discurso sobre la importancia que las leyes del estado de Nueva York conceden al matrimonio. Yo, mientras tanto, iba palpando en mi funda axilar el pequeño revólver con silenciador acoplado.

Cuando creí llegado el momento oportuno, empecé a hacer el ridículo.

Quiero decir que empecé a fingirme la mar de emocionado. Vacilé, me llevé una mano a la garganta, me incliné hacia adelante e hice todo lo que suele hacer el que está a punto de evacuar a la fuerza todo el contenido de su estómago.

Recuerdo perfectamente todos los que en aquel momento estábamos en la habitación.

Los que yo había calculado.

El juez, dos testigos elegidos entre el personal del hotel, dos amigas íntimas de Sally, el gerente y los dos novios, es decir, Sally y yo.

Fue el gerente el que se inclinó sobre mí.

Yo era un cliente importante. Había pagado dos mil dólares por el alquiler de tres habitaciones y el lunch que seguiría a la boda. Es decir, una auténtica barbaridad. Por eso el gerente me minaba.

—Lléveme a un cuarto de baño —supliqué—. ¡Pronto, el que esté más cerca!

Yo sabía que el que estaba más cerca era el contiguo a la suite de Luke Shelby, ya que para llegar a otro había que atravesar casi todo el piso.

El gerente abrió la puerta con una llave maestra y me acompañó hasta allí sin vacilar.

—Es sólo un momento… —dije.

Sí, en efecto. Fue sólo un momento.

Mientras miraba la puerta de la suite de Luke Shelby, saqué mi revólver de la funda axilar. Hice un solo gesto y golpeé la cabeza del gerente.

Yo sé hacer esas cosas. No lo maté, sino que lo dejé solo aturdido por unos cinco minutos. Algo parecido pensaba hacer con los dos guardaespaldas de Shelby, aunque eso sería más difícil.

Le sostuve para que no hiciera ruido y lo dejé en tierra, abriendo luego bruscamente la otra puerta, la que daba a las habitaciones del hombre a quien pensaba matar.

Uno de los dos rinocerontes estaba sentado en una butaca, frente a esa puerta. Saltó bramando nada más verme aparecer.

Iba en mangas de camisa, tenía una funda axilar y un revólver en ella, pero no llegó a sacarlo. Le disparé al brazo derecho, hiriéndolo levemente, y él se encogió. Mi revólver apenas produjo un taponazo. Cuando el detective se encogía, le aplasté dos veces la culata sobre el cráneo.

Empezó a arrugarse.

Pensé que tendría al menos para cuatro o cinco minutos y que aun así no sería luego elemento peligroso, por estar herido en un brazo.

Mientras pensaba esto, oí galopar al otro.

Venía como un bólido desde la otra habitación, y sin duda llevaba ya la pistola en la mano.

Debía haber oído como el otro gritaba.

Me pegué al costado de la puerta por donde tenía que entrar, mientras levantaba el revólver. Abrió y pasó delante de mí como una exhalación, pero se le acabó el gas muy pronto.

Cuando le golpeé con la culata en la nuca, cayó hacia adelante y lanzó un gritito que parecía impropio de su corpulencia.

Mientras le veía caer, yo pensaba en Sally. Sally, con un ramo de flores de azahar en la mano, aguardando…

Me encogí de hombros.

El gorila no tuvo bastante con un golpe. Quiso revolverse y apuntarme, pero le di su ración de culatazos antes de que pudiera conseguirlo. Quedó quieto y con unos hilos de sangre entre sus cabellos, pero sin peligro ninguno para su vida.

Yo, cuando trabajo, trabajo bien.

Sólo me quedaba Luke Shelby.

Habían transcurrido tres minutos desde que abandoné a Sally y los otros, unas habitaciones más allá. No habían tenido tiempo ni de extrañarse tan siquiera.

Yo sabía, por haberlo observado durante un tiempo, que Shelby, a esa hora, estaba en la bañera.

Lo iba a encontrar allí.

Shelby no se había movido, paralizado por el miedo. Jadeaba de terror dentro del agua, envuelto en grandes burbujas de jabón que lo hacían parecer todavía más ridículo y pequeño. Porque Shelby no era un tipo, sino un tipejo. Uno de esos individuos astutos que caminan siempre de puntillas y cuando le hacen daño a uno es por la espalda. Intentó arrojarme jabón a la cara, mientras lanzaba un chillido casi femenino, y me manchó el traje. Yo empecé a levantar el revólver poco a poco.

Shelby, sin las gafas, estaba muy cambiado. A bastante gente de buena memoria le habría gustado verle así.

Antes de que se pusiera a aullar como un condenado, resolví terminar con él.

Empecé a disparar, y las balas produjeron como un chapoteo al hundirse en el agua una tras otra. Los estampidos eran igual que taponazos. Luke Shelby quiso hundir la cabeza bajo el agua como si eso hubiera de salvarle. Las burbujas de jabón perfumado empezaron a teñirse de rojo. Cuando hube disparado las seis balas, Shelby quedó quieto como una momia. Bueno, en realidad, eso es lo que era ya.

Recargué el revólver por si me era necesario emplearlo más adelante, lo puse de nuevo en la funda axilar y corrí a toda la velocidad de mis piernas hacia la salida que daba a la escalera de incendios.

Ya no volví a pensar en el hombre que se desangraba dentro de la bañera, ni en Sally, que me aguardaba con sus flores de novia.