Dijo un poeta que todos los epílogos son tristes, y tenía razón. Raro es lo que en la vida acaba bien del todo.
No hablo por Ethel. Ethel fue operada al cabo de dos meses, recobró la vista, y yo logré incluso que me perdonara su padre por haberla raptado. Pero lo que no he logrado es manejar un revólver nunca más. Porque lo primero que hice cuando nos soltaron en el precinto fue volver a la casita de Long Island, de donde todavía no habían retirado el cadáver de Hada. Ahora estaba sobre un diván, con el agujero de la bala sobre el pecho. Y arrojé el revólver al suelo. Y juré que no volvería a emplear un arma jamás.
Aquella luz de la pantalla proyectándose sobre las paredes decoradas al gusto moderno, aquellas pinturas un poco extrañas, aquel obsesionante botoncito rojo en el pecho blanco de la mujer, son cosas que no olvidaré nunca.
No olvidaré tampoco la noche en que fingió ir a quitarse la vida. Ni las canciones de Elvis Presley que oímos mientras me explicaba que tenía miedo. No olvidaré nada de eso a pesar de ser Hada lo que fue.
Ni olvidaré tampoco el beso que a los pocos días me dio Ethel. Ni el hecho de que su primera mirada fuese para mí, al recobrar la vista.
Pero la vida tiene sus exigencias, y yo había estado mucho tiempo sin trabajar a causa de todo aquello. Necesitaba entregar algo al editor. Y entonces fue cuando pedí a Ethel permiso para escribir una novela en la que se desarrollase nuestra aventura. Me lo concedió sin palabras y sin mover la cabeza de arriba abajo. Me dijo que sí con los labios, pero sin hablar.
Esta es la novela.
He confiado en que el editor me pagase más por ella que por las anteriores. Quería reunir algún dinero para casarme con Ethel. Pero en el momento de entregarla, no he cobrado nada aún. No sé todavía si podré volver a ver a Ethel. Y si podré llevar algunas coronas de flores a la tumba de Hada y a la tumba de Murray, quienes me recordaron al morir.