9

De no ser por el tono profético con que acababa de hablar, yo no hubiese dado demasiada importancia a aquella frase. Pero me bastó oír a Ethel para sentir como si ya viera correr la sangre delante de mis ojos. La experiencia me había demostrado que Ethel no bromeaba nunca.

—¿Qué es lo que está oculto aquí cerca? —pregunté.

—No lo sé. Sólo sé que es algo importante, y que Clark murió por su causa. Es cuanto puedo decir.

—Tratemos de reflexionar —dije—. Tú saliste huyendo de algún sitio aquella trágica noche. He pensado que debiste huir de Villa Mónica, y por eso nos hemos dirigido hacia allí a buscar el lugar del accidente. Pero para llegar desde Villa Mónica hasta aquí henos tenido continuamente el alar a nuestra izquierda. Tú dices que cuando aquello ocurrió lo tenías a tu derecha. Por consiguiente descendías por esta carretera; no venías de Villa Mónica sino de algún lugar situado más arriba, y descendiste seguramente por alguno de los caminos de tierra que hemos encontrado. ¿Cuál era ese lugar, Ethel? ¿Tal vez el mismo donde dices que hay oculto algo muy valioso?

—Es posible —susurró moviendo la cabeza con desesperación—. Pero no hay nada seguro, Silver…

—Vamos a regresar —murmuré—. Iremos en el coche hasta los caminos de tierra, y luego seguiremos a pie. Pero si encuentro algún lugar que me parezca sospechoso tú no llegarás hasta allí, Ethel.

—Iré adonde tú vayas. Solo yo puedo guiarte.

Era extraño, pero cierto. Solo ella, una ciega, podía guiarme en aquel laberinto.

—Vanos.

Hice maniobrar otra vez el coche en la estrecha carretera, poniendo las ruedas posteriores al borde del abismo. Luego giré el volante y subimos. Me detuve en el lugar donde comenzaban los caminos de tierra.

—Desde aquí seguiremos a pie.

Dejé que Ethel eligiera.

Lo hizo instintivamente y sin reflexionar. Tomó el camino que había más a la derecha. Se equivocase o no, aquel era tan bueno como cualquier otro. Palpé en aquel momento mis ropas y me maldije por no llevar armas. ¿Acaso había pensado que Ethel y yo íbamos a divertirnos…?

El camino conducía a una casa aislada de las otras por un muro de vegetación. Era una casa muy pequeña que sin duda no debía tener más de tres habitaciones, y que serviría solamente para los fines de semana. Estaba pintada de blanco y no se advertía ninguna vida a su alrededor. Lamenté que Ethel no pudiese verla.

—Estamos ante una casa blanca de un solo piso —susurré, tratando de describirla—. Debe tener unas tres habitaciones y ofrece el aspecto de utilizarse solo para los fines de semana. Los marcos de las ventanas son de madera clara. Hay muchos árboles a su alrededor.

Noté que Ethel palidecía intensamente.

—Silver, vámonos de aquí.

—¿Marcharnos? ¿Por qué?

—¡Vámonos!

Noté que estaba al borde de una crisis nerviosa, y tuve que sujetarla. Se revolvió en mis brazos, rabiosa como una gata, golpeando y pataleando, pero sin chillar. Nunca hubiera creído que Ethel fuera capaz de desarrollar semejante fuerza. Perdí la paciencia y le propiné dos secas bofetadas. Quedó entonces quieta, temblorosa, con unas gotitas de sangre en los labios causadas por sus propios dientes.

—No sigamos, Silver —musitó.

—Tenemos que hacerlo. Estamos a un paso del fin, Ethel. Varios hombres han muerto por saber menos de lo que nosotros sabemos ahora. No podemos detenernos ya.

—Te lo suplico, Silver, si algo significo para ti.

Estaba aún quieta y temblorosa cerca de mis brazos.

—Puede que para mí lo signifiques todo, Ethel. Puede que en mi vida no haya existido nada antes de ti ni exista nada después. Pero tenemos que seguir. Hay aquí algo por lo que otros hombres han muerto, y que está ya por encima de nuestras fuerzas.

—Silver…

—Si tú no quieres seguir iré yo solo.

—No quiero dejarte ahora. Vamos los dos.

Nos acercamos a la casa. La puerta estaba cerrada, naturalmente, pero tenía una cerradura muy sencilla. La hice funcionar valiéndome de una pinza para las cejas que me prestó la misma Ethel. La primera habitación con la que tropezamos era un vestíbulo amueblado con muebles coloniales, y en el que había diversos motivos marineros. Era una pieza alegre, amplia, llena de sol y de luz.

Había dos puertas más. Una daba a un dormitorio y otra a una cocina comedor igualmente alegre. En la cocina, otra puerta daba a un diminuto cuarto de aseo. No había nadie allí.

—Voy a registrar esto —dije a Ethel.

Ella permaneció quieta.

Fui al dormitorio y abrí el armario. Sólo unos cuantos vestidos de mujer joven. Nada más. Ni dinero, ni papeles, ni fotografías. Pero era sin duda una mujer joven la que habitaba allí.

Sentía una sorda desazón en el pecho. El dormitorio era individual. Y en el cajón de la mesilla encontré por fin un pequeño joyero, que llevé al vestíbulo para abrirlo junto a Ethel. Vi que la muchacha continuaba quieta allí.

Estaba nervioso. Tan nervioso que el joyero resbaló de entre mis dedos, cayendo al suelo. Se volcó el contenido y me arrodillé para recogerlo, examinándolo entretanto con la mirada.

Había allí muchas cosas.

Dos anillos sin iniciales.

Un collar no demasiado caro de perlas cultivadas.

Una pulsera de oro. Un reloj parado y…

… ¡y otra pulsera, en la cual, engarzada, como un reloj, había una costosa y diminuta brújula!

Todo lo que sucedió a continuación fue muy rápido. Tan rápido que aun ahora no he logrado precisar qué es lo que sucedió primero y qué es lo que sucedió después. Creo que ante todo vi la brújula, y seguramente lo dije en voz alta. Luego sentí en la cabeza un golpe.

Fue fuerte pero no me aturdió.

Me volví, sin tiempo para incorporarme. Alguien tenía levantado un jarrón de bronce sobre mi cabeza, dispuesto a asestarme un segundo golpe que había de ser definitivo.

Pero, afortunadamente, los ciegos no pueden precisar sus golpes.

La que estaba detrás de mí era Ethel con las facciones contraídas, con la boca curvada en una mueca, con los dedos crispados por la desesperación. Me dejé caer completamente a tierra, de costado, y el jarrón pasó rozándome la sien izquierda.

No sé si su intención fue matarme. No sé si con aquel solo jarrón podía haberlo conseguido. Pero lo cierto es que quería retirarme de la circulación, al menos por un buen rato. Su propio impulso, al propinar el golpe, la hizo caer al suelo.

Quedó junto a mí.

Jadeaba con la boca entreabierta y con los ojos muy dilatados. Lo que hice entonces no fue golpearla, ni sujetarla por los brazos, ni ninguna de esas cosas que la prudencia aconseja hacer con mujeres tan peligrosas. Le acaricié la mano derecha y luego le acaricié los cabellos.

Ethel, entonces, se echó a llorar.

Y fue en ese momento cuando una voz resonó a nuestra espalda:

—No es necesario que llores, Ethel. En el otro mundo no te van a servir las lágrimas. Ni a tu amigo le van a servir las caricias.

Me levanté, con los brazos ligeramente en alto, pues sabía que me estaban apuntando desde la puerta. Luego ayudé a levantarse a Ethel, que vacilaba. Y, por fin, me volví.

En el umbral había dos hombres y una mujer.

De los dos hombres uno tenía tipo de yanqui, y el otro de italiano. El yanqui era de espaldas anchas, cabeza cuadrada y aspecto de ser menos inteligente que un mosquito. El italiano tenía unas facciones finas y astutas, era de mediana edad, complexión débil, y vestía un traje de entretiempo color paja con una corbata de seda natural del mismo color, creación «made in Italy». Me fijé en todo esto de una forma instintiva, en fracciones de segundo, y lo que es más extraño, de una forma detallada.

La mujer estaba tras ellos.

Era muy hermosa, muy atractiva, muy peligrosa, muy elegante.

La mujer era Hada.

Me miró de pies a cabeza y dijo:

—Vamos. Sostén mejor a esa pobre niña. No se te vaya a caer.

—Esa pobre niña no ha sido tonta, Hada. Me ha llevado hasta el fin de un asunto que de otro modo no hubiera podido desentrañar.

—Un asunto que te costará la vida.

—Es posible.

Hada era la jefa del grupo, y lo demostró en seguida. Miró al yanqui y le dijo:

—Cachéale.

—No es necesario. No llevo armas.

Pero de todos modos el yanqui me puso las manos encima y me estuvo repasando los forros del traje con más entusiasmo que un ropavejero.

—¿Cómo te llamas, gorila? —le silbé junto a la oreja.

—Se llama Brandon —contestó Hada por él—. Y este distinguido caballero de mediana edad es el dueño de Villa Mónica. Es Giacomo Perducci.

—Creo que cada vez lo voy comprendiendo todo con más claridad.

—Tú no comprendes nada, Silver —sonrió Hada desdeñosamente—. Solo crees ver sombras entre la niebla, y eso es todo. Aún no comprendes absolutamente nada. Pero dentro de unos minutos, cuando empiecen a suceder cosas, lo verás todo con una maravillosa claridad. Me gustaría estar en tu lugar —dijo irónicamente— porque tu placer va a ser inmenso.

En seguida añadió:

—Salid delante. Y no intentes ninguna jugarreta, Kane, porque lo mismo me importa matarte aquí que en otro sitio.

Me moví, Ethel casi no podía sostenerse. Parecía desfallecida, e incluso respiraba con dificultad. Miré su boca entreabierta, sus labios temblorosos, y por unos instantes me dio más lástima que nunca. Pobre ciega, había visto mucho más lejos que yo. Pobre muchacha sin apoyo lo había intentado todo, incluso abrirme la cabeza, lo cual no era muy elegante, con tal de salvar a su hermana.

Recuerdo el sol de aquel día como algo que hacía daño en los ojos. Porque ahora el sol era muy fuerte, y nuestras sombras se proyectaban duras y concretas sobre la tierra del sendero. Me parecía increíble que alguien pudiera ser sacrificado así a plena luz y nada menos que en Long Island. Pero estábamos acorralados. No había más casas en los alrededores, y después de hacer fuego Hada y sus amigos tendrían tiempo sobrado para huir.

Mientras caminábamos enlazados le dije a Ethel:

—¿Tú habías presenciado la muerte de Clark, verdad?

—Ahora me doy cuenta de que sí.

Hada silbó:

—Ya os daréis toda clase de explicaciones en el otro mundo.

No descendimos directamente hacia la carretera, sino que hicimos un pequeño rodeo. Entre los árboles había un magnífico Cadillac color salmón. Presentaba huellas de haber hecho muchas millas en pocas horas. Cristales y carrocería estaban cubiertos de polvo. Dentro del automóvil había otro individuo con tipo de yanqui.

—Este automóvil es de nuestro buen amigo Giacomo Perducci —dijo Hada—. Solo lo usa cuando se encuentra en los Estados Unidos.

—Y esta vez ha debido entrar ilegalmente en el país —susurré—. Apostaría a que ese automóvil le ha estado esperando toda la noche junto a alguno de los acantilados de la costa.

—¡Qué listo eres! —dijo burlonamente Hada—. ¿Tan listo que hasta ahora no has empezado a adivinarlo todo?

Me volví y dije:

—Mejor será que me lo expliques tú.

—Lo haré a su tiempo. Antes vamos a alegramos un poco. Sobre todo Ethel y tú. ¡Vamos, alegraos!

No entendía al principio lo que quería decirme. Pero cuando Perducci sacó del interior de su coche una botella entera de güisqui, lo vi todo con una cochina claridad.

—¡Canalla! ¿Qué queréis? ¿Emborracharnos? ¿Hacer que cuando encuentren nuestros cadáveres dentro de ese coche todo el mundo crea que fue un accidente?

—Uno que está borracho muere con menos dolor que uno que está sereno.

La respuesta no dejaba de tener cierta lógica. Pero, de un modo u otro, nadie nos dejó tiempo para discutirla. Giacomo Perducci, que ya había abierto la botella, me metió el gollete entre los labios con tal fuerza que por poco me deja sin dientes. Su colega reforzó la maniobra clavándome el cañón entre las costillas.

De nada valdría resistirse, y bebí. Debo reconocer que era güisqui bueno. Al cabo de unos instantes empezó a dolerme la garganta y tosí inconteniblemente. Perducci retiró la botella, pero la pistola siguió quietecita en su sitio.

—Creo que ya hay bastante —resoplé—. En los laboratorios de la Metropolitana podrán ver que estada bebido cuando encuentren mi cadáver.

—Otro trago más. Pero dejaremos que descanses. Tú, Perducci, ponle una inyección.

Perducci ya debía tenerla preparada. No hizo más que sacar la jeringuilla de una cajita metálica que llevaba en el bolsillo y clavarme la aguja en la pierna a través del pantalón. No noté apenas el pinchazo, tanta fue mi sorpresa. Y tanta la claridad con que de repente empecé a ver en aquel condenado asunto.

—¿De modo que os dedicáis al tráfico de drogas? —murmuré—, ¿de modo que vuestro negocio era ese?

Hada no respondió directamente.

—Otra para Ethel —dijo.

Perducci clavó la aguja de una segunda jeringuilla, en la pantorrilla de Ethel, atravesando la fina media.

—Sí, ese es nuestro negocio —dijo Hada con los ojos brillantes, cuando su hermana reaccionó con un leve estremecimiento—. Un buen negocio, Kane, mucho mejor que el de escribir novelas e ir pidiendo anticipos a los editores. Una verdadera organización comercial que dirigimos Perducci y yo, y que nos produce más de tres millones de dólares al año.

—¿Pero cómo has podido caer tan bajo, Hada? —sollozó quietamente Ethel—. ¿Por qué?

—El desprecio de toda nuestra familia fue el primer paso —dijo Hada con una voz donde latía el rencor—. Cuando ni mi padre ni ninguno de mis parientes aprobó mi conducta en la vida, cuando amenazaron incluso con denunciarme por conducta desordenada, retiraron mi nombre del coche, me relegaron a las habitaciones más modestas de la casa y redujeron mi herencia a la mínima expresión, yo decidí aliarme con Perducci, con Clark y con los otros. Decidí ser más que nadie, más rica que mi propio padre. Y he llegado a serlo.

—Pero todas esas medidas se tomaron para que cambiases, Hada —dijo Ethel haciendo esfuerzos para contener las lágrimas—. Fue una prueba transitoria obligada por tu conducta viciosa. No debiste haberte rebelado contra ellas… y plenos hasta ese punto.

—Ninguno de vosotros tiene mi inteligencia —dijo Hada—. Logramos organizarnos de tal modo que el fallo era imposible. Giacomo era el encargado de seguir la ruta de las drogas y adquirirlas en los puntos clave de Nápoles y en el norte de África. Yo, la encargada de introducirlas en los Estados Unidos. Clark, el jefe de la distribución por las principales ciudades del país. Villa Mónica fue nuestro depósito.

—Pero Clark falló —dije yo en voz baja—. No todo debía ser tan perfecto…

—Clark no era más que un pobre hombre —dijo Hada moviendo los labios de una forma, extraña, como si fuera a escupir—. Las reuniones que hacíamos en Villa Mónica para alejar sospechas, y a las que acudían otras personas de nuestra edad, hicieron que Clark conociese a Ethel. Ella no lo supo nunca, pero Clark se había enamorado. ¡Se había enamorado tan estúpidamente como tú, Kane, y a partir de ese momento era un hombre que ya no nos servía para nada! Una noche delante de Ethel, se deprimió de tal forma que estuvo a punto de hablar, y Giacomo y yo tuvimos que liquidarlo. Eso no fue en Villa Mónica, sino aquí, en la casa que acabamos de dejar y que yo tengo alquilada a mi nombre. Recuerdo que yo llevaba aquel día mi pulsera con el adorno de la brújula, y que fui yo misma quien le asestó el primer golpe tras la nuca. Luego Giacomo lo remató de dos balazos en el corazón. Y todo esto ocurrió… delante de Ethel.

—Es ahora cuando ya me quedan muy pocas dudas —dije—. Lo matasteis impulsivamente porque significaba un peligro que no estabais dispuestos a correr. Pero Ethel lo había visto todo, y sin que pudieseis evitarlo huyó de la casa tratando de ganar la carretera. La alcanzasteis y, después de golpearla hasta hacerle perder el sentido, la arrojasteis al alar desde los acantilados, dando por seguro que perecería…

Hada me miraba con una sonrisa burlona. Por las mejillas de Ethel, que había cerrado los ojos, resbalaban silenciosamente dos lágrimas.

—Pero Ethel logró salir —continué—, a pesar de vuestras suposiciones. Es joven y tiene vigor. Con sus últimas fuerzas logró llegar hasta la carretera y quedó allí tendida, exánime. Alguien la vio, además de vosotros. Un pescador que tenía un ojo de cristal. Logró reanimarla, y cuando Ethel se había puesto en pie se vieron los focos de vuestro automóvil. Ethel debió decir a aquel hombre que huyera, adivinando que de aquel automóvil que se aproximaba no podía esperarse ayuda, sino la muerte. El hombre huyó, y Ethel también intentó hacerlo. Pero no pudo conseguirlo porque estaba demasiado destrozada ya. Vuestro coche, la arrolló y la dejó por muerta. Huisteis porque no podíais comprometeros ya más. Luego vino un camión y recogió a la muchacha, trasladándola a un centro sanitario. No estaba muerta, pero tardó treinta días en recobrar el conocimiento a causa de la terrible conmoción. Cuando pudo abrir los ojos en el hospital, fue para ver las cosas solo un instante. Estaba ciega y además había perdido la memoria.

Se oyó un sollozo entrecortado de Ethel. La miré, como para darle unos ánimos que yo no tenía, sin darme cuenta de que mi mirada no servía de nada, porque no podía verme.

—A ti se te presentaba una difícil situación, Hada —dije—. En aquella ocasión os faltó valor para disparar porque creísteis mejor singular un accidente. Pero ahora tu hermana estaba viva, y si intentabas algo contra ella, la policía podía empezar a atar cabos. Tu propio temor protegió a Ethel esta vez. Y así transcurrieron casi tres meses, hasta que su memoria empezó a enviarle retazos sueltos de todos los horrores que había vivido. Como en un sueño volvió a contemplar la muerte de Clark. Solo la muerte de Clark, sin más, desligada de todo. Únicamente recordó que en aquella habitación había una brújula. ¡La brújula que tú, Hada, llevabas en tu pulsera! Recordó que Clark tenía el rostro vuelto hacia el Norte porque la aguja de la brújula y su cabeza coincidieron en una misma dirección cuando tú le diste el golpe. Y cuando lo encontramos en Villa Mónica tenía la cabeza vuelta hacia el mismo sitio, debido a que habían sido torcidas las vértebras de su cuello cuando lo trasladasteis allí. Me preguntaréis quizá por qué Ethel dijo que el cuerpo estaba en Villa Mónica, si había visto cómo le dabais muerte en esa casa. Yo creo que probablemente debisteis decir algo en su presencia. Villa Mónica era un lugar mucho más seguro para ocultar un cadáver. Esa casa para los fines de semana es demasiado pequeña.

—Podrías preguntarnos por qué no lo arrojamos al mar —susurró Hada mostrándome los dientes en una sonrisa que casi deformaba su rostro.

—No lo pregunto. Alguna razón especial debisteis tener.

—Sí, una. Lo frecuentadas que están estas aguas. Por lo inesperado que fue aquella muerte, no teníamos ningún peso preparado para atarlo a los pies del cadáver. Las piedras tienen que colocarse en una red muy fuerte, y tampoco disponíamos de ella en esos momentos. Lo primero que se nos ocurrió fue ocultarlo en Villa Mónica en espera de una mejor ocasión para deshacernos de él. Y en efecto, puede que dijéramos algo delante de Ethel. No guardamos, demasiadas precauciones, puesto que iba a morir. Pero con ello se simularía un accidente.

Sonreí con amargura.

—Iba a morir de una forma horrible… y a manos de su propia hermana.

—Nadie que me haya humillado puede vivir —susurró Hada con voz densa—. Nadie que me haya humillado lleva mi sangre. Pero puedes continuar, Kane. Puedes decirme que buscamos infatigablemente al hombre del ojo de cristal, por si había visto la matrícula de nuestro coche. Y que al fin lo encontramos, para desgracia suya…

Me estremecí en contra de mi voluntad. La verdad era que estábamos bien perdidos. Hada podía ser una mujer, pero lo cierto era que mataba mejor que los hombres. Y con lo lejos que habían llegado las cosas, ya no se detendrían ante nada. Era como si Ethel y yo nos encontrásemos en los frigoríficos de la morgue, en espera de que viniesen a identificarnos e hiciesen toda clase de comentarios estúpidos sobre nosotros.

—¿Por qué no sacasteis antes de Villa Mónica el cuerpo de Clark? —pregunté, por simple curiosidad, puesto que al fin y al cabo saber o no saber tenía ya muy poca importancia.

—Allí estaba tan seguro como en cualquier otro sitio —dijo Perducci, quien se había acercado un poco a mí—. Pero de todos modos ese fue un fallo de Hada. Nosotros la dejamos sola en Nueva York, pues la búsqueda de «mercancías» nos exige frecuentes viajes, como usted, imbécil aficionado, no ignorará. Pero Hada, al encontrarse sola, debió pensar que sacar el cadáver de allí era demasiado para ella.

—Y mientras tanto Ethel, empezaba a recordar… —musité—. Tenías que idear algo para desembarazarte de ella, ¿no?

—Desembarazarme de ella en el sentido físico hubiera sido muy peligroso —susurró Hada— tal como estaban las cosas en ese momento. Pero sí podía hacerla aparecer como sospechosa de todo lo sucedido, e incluso como culpable si teníamos un poco de suerte. Por eso, aquella noche…

—Aquella noche en que nos conocimos fingiste estar aterrorizada —susurré—. Fingiste que ibas a quitarte la vida. Toda una comedia tan mal hecha que solo un hombre tan impresionable como yo la podía creer. Pero surtió su efecto. De todos modos, ahora recuerdo que hiciste un gesto de decepción al verme. Tú esperabas a un policía de los que suelen hacer su ronda nocturna por allí. Por eso habías elegido ese lugar, tan cerca del precinto. Ante un policía, las cosas hubiesen tomado inmediatamente carácter oficial. Se habría iniciado una investigación sobre las misteriosas facultades de Ethel, que no adivinaba más que crímenes. Y habría enormes posibilidades de que ella fuese oficialmente acusada. Además, el descubrimiento del cadáver de Clark ya no importaba, puesto que tú no te veías con fuerzas para sacarlo sola de allí, y Villa Mónica iba a ser demolida con lo que hubiese aparecido igual.

Hada sonrió secamente.

—Así fue. Pero mi plan no se frustró en principio, a pesar de que llegases tú en lugar de un policía. Me pusiste en contacto con aquel capitán, aquel desdichado… ¿cómo se llamaba? ¡Bah, qué importa! Ya viste que él acusó inmediatamente a Ethel. Y que de no ser por tu intervención la hubiera detenido y llevado ante el fiscal. Al meterte donde nadie te había llamado pusiste las cosas muy serias, Kane. Junto con el capitán, identificaste el cadáver del hombre del ojo de cristal. Las sospechas giraron en otro sentido. Había que exterminar a Murray, y si era posible exterminarte a ti. De eso me encargué yo misma aquella noche en la estación Grand Central, aprovechando la circunstancia de que Sonia tenía que recibir a unos amigos y las sospechas era fácil recayesen sobre ella.

—Tú nunca olvidas un detalle —sonreí mirándola. No creo que mi sonrisa resultara muy académica. Luego pregunté—: ¿Y Smith, el hombre que tenía que llegar y morir justamente aquel día?

—Smith no era su verdadero nombre, sino el que en alguna ocasión habíamos pronunciado ante Ethel. Era uno de nuestros proveedores y estaba fallando ya. Se había puesto nervioso, insoportable. Mientras atábamos a Ethel, quizá Perducci dijo algo sobre la fecha de su llegada y lo que teníamos que hacer con él. Luego Ethel recordó el nombre, la fecha. Fue bastante. Ethel debió haber muerto aquel día.

—Ya henos hablado bastante —dijo secamente Perducci—. Que muera ahora. Aunque esta carretera es solitaria, no podencos perder tanto tiempo. Que beban el último trago. Y abajo con ellos.

Me pusieron otra vez el gollete de la botella en los labios. Bebí, porque al fin y al cabo aquello era como un narcótico. Me abrasaba la garganta y me dolía la cabeza de un modo insoportable. Pero cuando pasaron la botella a Ethel y ella se resistió, le dije:

—Bebe. Será mejor. Ojalá pudiéramos olvidarlo todo.

—No podremos olvidar —susurró Ethel—. Siempre recordamos en el momento de morir.

Y no sé bien por qué, aquella frase me hizo daño.

Fue uno de los gorilas, el que tenía más cara de yanqui, quien se sentó junto a mí con un pie en el estribo y con la portezuela abierta.

—Abajo —gruñó.

—¿Abajo? ¿Hacia dónde?

—No seas idiota. Contra la valla y con todas tus fuerzas sobre el acelerador. Vais a daros un baño. La chica y tú. ¡Vamos, acelera!

Ethel estaba a mi derecha, sentada muy rígida, con los ojos cerrados a pesar de que lo mismo le hubiera dado tenerlas abiertos. No se movía, y yo sólo podía notar su excitación por el temblor de sus dedos sobre mi brazo. Yo estaba al volante, un poco hacia el centro del asiento. A mi izquierda, casi fuera del automóvil, se encontraba el gorila.

—No emplees ningún truco —gruñó—. Será peor.

Yo empleé trucos. Empleé a pesar de aquello todos los trucos idiotas que me vinieron a la memoria. Primero arranqué con el freno de mano puesto, y el motor se caló. Luego, cuando el gorila sostuvo el freno de mano para que a mí no se me ocurriera repetir, di poco gas después de poner primera, y el motor volvió a calarse. Giacomo Perducci dijo algo fuerte, y el gorila me destrozó los labios con la culata de la pistola.

—¡Vuelve a hacerlo y te dejaré sin dientes!

No volví a hacerlo.

Puse primera y esta vez di el gas que el coche pedía. Arrancamos hacia la valla. El gorila gritó:

—¡Más gas!

Obedecí.

Luego el gorila volvió a gritar:

—¡Segunda!

Puse la marcha que me pedía. El automóvil había tomado ya un fuerte impulso, y se dirigía diagonalmente hacia la valla. Era seguro que la enviaríamos al diablo en cuanto chocásemos con ella.

Chocamos, y entonces el gorila lanzó un grito que significaba «Trabajo concluido», y saltó al exterior.

Pero no saltó solo. Debía haber comprendido que últimamente estaba obedeciendo con demasiada placidez. Junto con él salté yo, tirando de un modo salvaje del brazo de Ethel.

Oí un grito y dos maldiciones. El grito fue de la muchacha. Las maldiciones fueron del gorila y mía. Pero yo no me di cuenta de que la había lanzado.

Todo aquello era aplazarla muerte. Era pedir, sencillamente, que me matasen de otra forma. Y que matasen a Ethel. Pero aprovechando la sorpresa del gorila, lo primero que hice fue propinarle un golpe en la muñeca y apoderarme de su pistola en cuanto la dejó caer a tierra. El coche rompió la valla y se oyó un estrépito formidable mientras caía hacia abajo, de roca en roca. Los ojos de Giacomo Perducci, de Hada y de su pistolero se repartieron durante unos segundos entre el automóvil que se despeñaba y el grupo que el otro pistolero, Ethel y yo formábamos en tierra. Ethel era la que más debía sufrir porque no veía nada y solo sentía los desesperados golpes del otro en sus piernas, en su rostro. Luego el gorila dejó de pegar. Yo le había clavado una bala debajo de la mandíbula, atravesándole de parte a parte la cabeza.

Giacomo Perducci extrajo un revólver. Su compinche lo tenía ya en la alano.

—¡Tira! ¡Acribilla a la muchacha! ¡Yo me encargo de él!

Les había obligado a perder la cabeza. Nos matarían, pero ellos estaban perdidos también. No se puede andar tranquilamente a tiros con las personas, ni aunque sea en Long Island. En este momento me alegré de haber bebido. Un gozo un poco estúpido, pero apasionado y salvaje, me llenaba el corazón. Tenía ganas de cantar mientras me mataban, y miles de lucecitas brillaban ante mis ojos.

En fin, iba a morir sin ni siquiera quejarme. Iba a morir como un idiota.

Giacomo Perducci iba a encargarse de mí, pero yo me encargué de su compañero. Tiré dos veces, y solo le acerté parcialmente, mientras me movía con toda la rapidez de que era capaz. Dos balas de las de Perducci se clavaron en el asfalto, junto a mi cabeza. Tiré otra vez, y en el preciso momento de hacerlo contuve un gemido de horror. O no sé si lo contuve.

El pistolero había puesto a Hada delante de su cuerpo. Debía pensar que más vale la vida de un hombre feo que la de una mujer hermosa. Y la bala que iba destinada a su corazón, penetró en el corazón de Hada.

No me detuve a mirarlo. Giacomo Perducci sí. Lanzó una expresión salvaje: «¡Ya empezaba a estar harto de ella!», y desvió la pistola para enfilarme de nuevo con el cañón.

Pero yo ya llevaba ventaja. De algo ha de servir que las mujeres no hagan caso de uno. Así uno luego no hace caso de las mujeres. Cuando Giacomo Perducci fue a disparar, lanzando un grito, yo ya tenía encañonada su cabeza.

Hice un solo disparo, y el italiano se llevó las manos a la frente, cayendo como un fardo.

El otro no sabía qué hacer con la pistola y con el cuerpo de Hada que le pesaba en los brazos. El ruido del motor de un automóvil que se acercaba a gran velocidad, acabó de desequilibrar sus nervios. Me bastó apuntarle, sin disparar para que soltara su arma.

—Necesito un buen testigo —dije—. Alguien que declare. Tú lo serás.

»Suelta a Hada.

La soltó. Hada produjo un ruido sordo al chocar contra el asfalto. Parecía increíble que una mujer tan hermosa no tuviera más himno funeral que aquel. Y el chirrido de los frenos de un coche al detenerse a unas yardas, de nosotros.

Era un coche patrullero. Debían estar muy cerca cuando oyeron los disparos. A los gorilas del interior no se les ocurrió otra cosa que encañonarme a mí, porque era el que iba armado. Mi prisionero trató de huir, pero fue peor para él. Le detuvieron con un balazo en la pierna. Y luego pidieron por radio una ambulancia a fin de que vinieran a recogerlo y lo trasladasen a un hospital donde no dieran de comer demasiado bien.

El sargento resultó ser amigo de Murray, y me reconoció al cabo de unos instantes de mirarme.

—¿Qué cuerno hace usted aquí? ¿Por qué lleva esa pistola? ¿Por qué han lanzado un automóvil al agua?

—Pregunten a ese. Él se lo explicará todo.

—¿De veras no es eso un cuento? Por lo pronto lo llevaremos al Precinto junto con él. Allí cantarán todos.

Desde luego, el pistolero que tenía tipo de yanqui de película cantó una vez nos llevaron al Precinto. Por él se supo toda la verdad, y pudo ser deshecha hasta el último elemento una fuerte organización de contrabando de drogas. Ethel y yo quedamos libres.

De nada nos sirvió. Estaba tan asustada que ni siquiera pude besarla.