8

Ethel estaba ante mí, quieta, rígida, pareciendo como si me mirase con sus ojos sin luz.

No se había acostado. Eran las tres de la madrugada y no se había acostado aún. Smith, un hombre a quien se le encontraron encina documentos a nombre de Ferguson, sin duda falsos, reposaba desde más de una hora antes en las frías mesas de la morgue, junto al hospital Bellevue. No le quedaba una sola gota de sangre en el cuerpo y era el cadáver más blanco que yo había visto jamás. A su lado reposaba Murray, con el cuerpo destrozado y la mano todavía un poco alzada, igual que si continuara diciéndonos adiós.

Ethel debía saber todo esto, y sus manos entrelazadas se movían nerviosamente mientras temblaban sus párpados sobre los ojos sin luz.

Es extraño que en momentos así a uno solo se le ocurra comenzar por lo más vulgar.

—¿Cómo no te has acostado aún? —pregunté.

—Te esperaba. Sabía que vendrías.

—Así es. Han ocurrido cosas ¿Qué has hecho, tú durante este tiempo? ¿Has salido de aquí?

—Sí.

La respuesta me dejó atónito.

—¿Cómo?

—He observado que hay quince pasos hasta el ascensor. Pues bien, he tomado la puerta y he caminado quince pasos hacia la izquierda. Una vez en el ascensor he oprimido el último botón, descendiendo a la planta baja. Y he dado un breve y nervioso paseo hasta llegar a la esquina. Eso es todo. Luego he vuelto aquí.

—¿Sobre qué hora ha ocurrido eso?

—¡Por Dios! ¿No te das cuenta de que me estás torturando? —saltó ella, perdiendo de repente el control de sus nervios—. ¿Cómo voy a saber yo a qué hora ha ocurrido eso? ¿Es que puedo distinguir yo el tiempo? ¿Es que hay para mi diferencia entre el día y la noche?

—¿Cuánto tiempo hacia que yo estaba fuera de aquí? —pregunté, sin importarme lo que ella pudiera sentir.

—No lo sé. Varias horas.

Pudo haber sido hacia la medianoche, cuando dispararon contra mí. Lancé un suspiro de desaliento, no sabiendo qué pensar. Y entonces ella preguntó:

—¿Han matado a Smith?

No valía mentir con ella.

—Sí.

—¿En la estación Grand Central?

—Justamente.

—Entonces fue como yo dije…

—Todo ocurre siempre como tú dices.

Había recelo en mi voz. Ella lo notó, y se produjo una pequeña crispación en los músculos que rodeaban su boca. Con voz que quería ser tranquila y resignada, musitó:

—Imagino que ahora no tendrás ningún inconveniente en entregarme a Murray.

—Deberías haber adivinado eso también. Lo que iba a ocurrirle a Murray. Él ha muerto en segundo lugar.

Ethel se estremeció.

—No es posible…

—¿Pero por qué adivinas unas cosas y otras no? ¿Quieres explicarme de una vez qué misterio es este? —pregunté con voz tensa, inclinándome sobre ella—. ¿Qué es lo que sientes y qué es lo que sebes tú, Ethel?

—Ya te lo he dicho; Solo hay una voz que me habla y me hace saber cosas: «Esto ha sucedido», o: «Esto va a suceder».

—¿Y esa voz, que fue la que te habló de la muerte de Smith, no te habló de Murray?

—No.

—¿Le recuerda esa voz la de alguna persona conocida?

—No.

—¿Sabes que Murray sospechaba de ti? ¿Sabes que su muerte te favorece?

—Si Murray sospechaba de mí, habrá otros que continúen sospechando.

—¿Yo, por ejemplo?

—Sí, tú. Y cree que lo lamento.

Me acerqué un poco más a ella. Era verdad. Sospechaba, como sospechaba de Sonia. Dentro de unas horas empezaría a volverme loco y a sospechar de mí mismo.

—Ethel, tenemos que hablar claro —musité.

—Lo he hecho desde el mismo momento en que te conocí.

—Dime cómo empezó todo. ¿Tú «viste» a Clark muerto, no es así? Y se lo dijiste a Hada.

—Exactamente.

—Ella se horrorizó y estuvo a punto de cometer una locura. Yo tuve la suerte o la desgracia de encontrarla. ¿Qué sucedió después? ¿Fue después de esto cuando pensaste en el hombre del ojo de cristal?

—Sí, después de esto.

—O sea que primero pensaste en la muerte de Clark, y después tuviste una visión del lugar de tu accidente y pensaste en un hombre con un ojo de cristal que también estaba muerto, ¿no es así?

—En cierto modo no he hecho más que pensar en muertos durante los últimos días. Sí, así es.

—¿Qué buscas al salir frecuentemente por las carreteras de la parte de Long Island, Ethel?

Ella se sobresaltó un poco.

—¿También sabes eso?

—También.

—Busco el lugar donde sufrí el accidente. Tengo que encontrarlo. Sé que he de dar con él.

—¿Cómo sabrás que lo has encontrado, Ethel, si eres ciega?

—Por el sonido de las olas. Debajo del lugar donde aquello ocurrió tenía que haber una gruta, por la que entraba el oleaje. El ruido hueco que el agua y el aire producían era inconfundible. Sé que lo encontraré, y que cuando oiga aquel mismo ruido diré: «Este fue el sitio».

—Ethel, han ocurrido muchas cosas, y todas ellas terribles, pero necesito confiar en ti. Necesito hacer caso de lo que dices aunque no entienda una sola de tus palabras. ¿Podemos buscar juntos ese sitio? ¿Puedo acompañarte a partir de mañana?

—Puedes hacerlo, Silver.

Su rostro estaba muy cerca del mío, y fue en ese momento cuando entendí menos que nunca las cosas. Cuando me pregunté cómo aquella mujer de tan increíble belleza podía estar en posesión de secretos donde se mezclaban de tal modo la vida y la muerte. Por unos instantes sentí un vehemente, un irresistible deseo de besarla. Había una especial atracción ante aquella hermosísima ciega porque era como si estuviese indefensa ante mí, ante mis pasiones. Pero esa atracción era un poco miserable. La fui venciendo lentamente.

Ethel, sin embargo, lo complicó todo con su maldita facilidad para adivinar las cosas.

—Estás deseando besarme, ¿no es cierto, Silver?

—Estoy deseando besarte desde el mismo momento en que te vi, Ethel. Ese es mi pecado.

—Si me besas tendré que aceptarlo, Silver. Estaré así, quieta, mientras tú lo haces.

Sus palabras eran una invitación. Yo notaba el silencio, yo notaba la soledad, yo notaba todos esos pequeños misterios que rodean al amor y lo hacen inolvidable. Veía a Ethel vibrando delante de mí y veía sus labios. Sé que un momento después la hubiera besado, pero en ese instante mis ojos se posaron en una fotografía enmarcada que había sobre una mesa, y en la que yo aparecía junto a Murray. Me acordé de Murray, y del gesto que nos había hecho con su mano para despedirse antes de morir. Eso hizo que mi pasión se desvaneciera y que llegase a olvidarme de los labios obsesionantes de Ethel.

—Debes acostarte —susurré—. O, si lo prefieres ahora que ya nadie va a detenerte, te llevaré a tu casa.

—Al devolverme a casa debes actuar con ciertas precauciones. Pueden creer que me has raptado, y el rapto está aquí penado con muchos años de cárcel.

—Claro. Y por consiguiente, de tu declaración depende que…

Me di cuenta demasiado tarde de que me tenía en sus manos. Con las mujeres siempre sucede así. Siempre se da cuenta uno demasiado tarde. Ahora bastaría que ella dijese: «Sí, este tipo me ha raptado» para que yo fuese a parar a Sing-Sing hasta quedarme calvo. El único que hubiera podido declarar a mi favor, porque conocía los motivos de todo aquello, era Murray, y Murray estaba tan muerto como Alejandro Magno.

—No tenías —susurró—. Aprecio en su valor todo lo que estás haciendo por mí, Silver.

Estreché su mano derecha y fui poco a poco hacia la puerta. Uno no debería complicarse nunca la vida con las mujeres, pensé. Pero a este pensamiento iba unido el de que Ethel era tan hermosa como un sueño. Abrí la puerta y recomendé por última vez:

—Debes acostarte en seguida. Pasaré a buscarte mañana.

Hacía una mañana gris, plomiza, fría, triste. Una mañana como para que a uno le despidan de su empleo o como para que vengan a cobrarle cuatro meses de alquiler, o como para haber quedado citado con una hermosa dama de gafas negras y al quitárselas se descubra que es tuerta. Para todo eso era apta la mañana gris y plomiza que me saludó desde la ventana del modesto hotel. Al pensar que tendría que dedicarme a buscar una gruta medio submarina donde silbaban el agua y el viento, me estremecí de frío. Tomé una ducha y después de vestirme salí a alquilar un coche con mi último dinero. Me dieron un Mercury modelo 1950 que estaba muy bien, pero que gastaba la friolera de diecisiete litros por cada cien kilómetros. Como el encargado ya me conocía, no me hizo dejar fianza.

Aquella mañana harían la autopsia a Murray, seguramente. Era un mal fin para él. Mientras conducía a través de las calles sobrecargadas de tráfico, pensaba en todo aquel misterio y en la extraña forma como se había iniciado. Pensaba en Ethel y en por qué ella sabía tantas cosas que los demás humanos no podíamos saber.

Ethel ya estaba preparada. No sé si habría dormido, pero se hallaba fresca y limpia como una rosa mañanera. Subimos al coche y le dije que me indicara la dirección de la clínica donde curaban su ceguera.

—No es una clínica, sino el consultorio de un médico. Está en la Séptima Avenida. Pero no sé si será peligroso ir allí porque es posible que mi padre haya hecho poner vigilancia.

—Tu padre supondrá que no vamos a aparecer por aquel lugar, y por otra parte, lo único que no podemos dejar pendiente es tu curación. Te llevaré allí.

En la Séptima Avenida había un oftalmólogo, que se pasó más de una hora examinando a Ethel. Dijo que la encontraba mejor y que dentro de unos días podría operarla. «Todo el mundo necesita sus ojos», añadió. Pero él no sabía que Ethel los necesitaba menos que las otras personas porque era capaz de ver a través de un sentido misterioso.

Luego rodamos hacia Long Island.

Había allí un gran número de carreteras, y buena parte de ellas se extendían a muy poca distancia del mar. Ethel dijo:

—Aquello tuvo que suceder en un sitio rocoso, no en las partes donde hay bancos de arena.

—¿Crees haber recorrido ya todos los lugares rocosos?

—No puedo saberlo. Conocía mal todos estos lugares antes de quedarme ciega, con excepción de las cercanías de Villa Mónica. Y a partir de entonces solo me he guiado por los sonidos del mar.

—Está bien. Vamos primero a Villa Mónica.

—¿Por qué?

No contesté. Acababa de tener una idea, y aunque esta idea era tan nebulosa e inconcreta como un sueño, me había hecho ya girar el volante en dirección a Villa Mónica. No he de negar que aquella idea me producía una sensación muy semejante al miedo. Ethel volvió la cabeza hacia mí y luego cerró los ojos como si no quisiera recibir en estos ni el más leve chispazo de luz.

Villa Mónica ya había comenzado a ser demolida por los obreros encargados del tramo de carretera que había de atravesar la finca. Todo era allí caos, destrucción y polvo.

—El propietario de Villa Mónica, ese tal Giacomo Perducci, ¿no habrá hecho nada para retirar los muebles? —pregunté.

—Es posible que tuviera algún abogado en Nueva York y él se haya encargado de todo. De no ser así, el Estado los habrá depositado en un guardamuebles público.

—Espero que no hayan descubierto ningún otro cadáver entre las ruinas.

—No, espero que no.

Hice maniobrar el coche y volvimos. Traté de imaginar qué dirección habría seguido alguien que huyera de Villa Mónica. Una carretera que salía a la izquierda, y cerca de la cual había bastante vegetación, me pareció la más adecuada.

El mar, muy embravecido aquella mañana, quedaba a la izquierda.

—¿Hacia qué lado tenías tú el mar cuando ocurrió el accidente? —pregunté a Ethel.

—A mi derecha.

Aquello lo trastornaba todo. No la comprendía.

—¿A tu derecha?

—Sí ¿Por qué lo preguntas?

Guardé silencio. No podía decírselo porque todo era muy inconcreto aún. Fuimos a poca velocidad por aquella carretera, en segunda, y luego tomamos por una secundaria que estaba todavía más cerca del mar. Allí se oía rugir el agua como una garganta humana. Noté que los músculos de Ethel se tensaban instantáneamente.

—¿Acaso recuerdas esto?

—No sé. Sigamos más adelante.

El mar estaba debajo de nosotros, espumeante y rabioso. Siempre a nuestra izquierda. Llegamos por fin a un lugar donde el asfalto de la carretera terminaba, a buena altura, sobre las aguas, dividiéndose en diversos caminos de tierra.

—Creo que a partir de aquí ya oiremos el mar más lejano, puesto que vamos elevándonos. ¿Quieres que vuelva atrás?

—Sí —susurró Ethel.

Hice maniobra en la explanada de tierra y regresamos. Ahora, en vez de ir en segunda, descendí en primera. Ethel iba concentrada en sí misma, con los ojos cerrados y entrelazando los dedos nerviosamente.

—Descendamos —dijo al cabo de unos minutos—. Desde aquí no puedo oír bien el mar. Sigamos a pie.

Paré y puse el freno de mano. No había el menor signo de animación por aquella carretera, que conducía únicamente a algunas fincas situadas en la altura. Ethel me había sujetado por un brazo y yo notaba el contacto nervioso de sus dedos a través de la manga. Las olas rugían más a nuestra derecha, como una obsesión.

De repente Ethel quedó rígida. Noté que aguzaba el oído y todos los sentidos de su cuerpo. Me hizo daño la presión de sus dedos en mi brazo. Dijo:

—Aquí es.

En efecto, había un ruido seco, sordo, estremecedor bajo nosotros. Era como si estuviese funcionando una gran bomba de aire. Me asomé al borde de la carretera y vi que bajo mis pies, entre las rocas del pequeño acantilado, se abría una gruta. Y al borde de la carretera un gran cartel anunciaba una revista de Broadway con la frase «Las mujeres más hermosas de América».

—¿Es aquel mismo sonido, Ethel?

—El mismo, estoy segura. Nunca había venido por aquí desde aquella noche. Pero era este sitio.

Se llevó las manos a la cabeza, como si quisiera contener sus pensamientos, como si tuviera miedo de sí misma. Y de repente, mientras su boca se doblaba en un rictus trágico, susurró:

—Aquí cerca, muy cerca, hay algo que está oculto. Algo que ha costado sangre…