Me había portado con Murray muy educadamente. Le había dicho:
—Tú eres un maldito dogo, Murray, y tienes la sangre negra o verde como los reptiles. Pero esta vez vas a portarte como un caballero o te juro que no me sacas una palabra sobre el paradero de Ethel.
—¡Voy a detenerte por secuestro! ¡Puedo hacerlo! ¡Puedo detenerte por una montaña de cosas, incluso como culpable del hundimiento del Andrea Doria! ¡Tú no te das cuenta de tu verdadera situación!
—O colaboras conmigo o no me sacas una palabra, Murray.
—Je, je —dijo riendo como un conejo—. ¿Te crees que los procedimientos que tenemos para aburrir a uno y hacerle hablar son los mismos que los de los sheriffs del Oeste?
—Conmigo no valdrá nada de lo que inventes, ni nada de lo que inventen tus sabandijas.
—Está bien. Voy a colaborar contigo, Kane, pero esto te costará un disgusto. Te juro que te pesará. ¿Qué es lo que quieres?
—Necesito unos cuantos sabuesos para vigilar la estación Grand Central.
—Siempre está vigilada.
—Quiero unos sabuesos especiales. Con mucha vista y mucha rapidez. Allí va a cometerse un crimen.
—¡Cuerno! ¿También lo ha adivinado Ethel?
—También.
Entonces sucedió lo que yo había pronosticado a la muchacha. Murray me echó las manos al cuello y quiso estrangularme.
—¡Esa chica sabe más que tú y yo, y todos nosotros, idiota! —empezó a aullar—. ¿Es que no te das cuenta? ¿Es que no ves que se ríe del mundo entero, memo?
Le obligué a que me soltara casi de un empujón.
—Puede que ese crimen se cometa, Murray, y quiero evitarlo. Cédeme unos agentes y no te preocupes de más.
Él había accedido, al fin, con la condición de meter la nariz en todo, y ahora yo estaba paseándome por la estación Grand Central, por el inmenso vestíbulo en busca de un hombre llamado Smith al que no conocía siquiera.
Observándome había cuatro agentes especializados. No me quitaban ojo de encinta, como si yo fuese el criminal. Era dudoso si estaban allí para protegerme o para echarme la zarpa encima en cuanto sucediera algo.
Los trenes salían y entraban con una regularidad matemática y con una monotonía exasperante. Cambiamos de sitio varias veces para no llamar demasiado la atención, aunque los dogos que me había endosado Murray la llamaban, y mucho. Solo les faltaba el bozal. Hacia las doce de la noche, cuando ya iban a salir los últimos trenes; vi por allí a Sonia, la hermana de Hada y de Ethel. Andaba con movimientos de bailarina y estaba hermosa como una aparición.
—¿Qué haces aquí, Kane? ¿Es que después de raptar a Ethel ya no te queda más remedio que salir de la ciudad?
—Estoy esperando que me den un empleo de maletero. Y tú, ¿sabes a dónde vas, Sonia?
—Va a llegar el último tren. Tengo que recibir a un amigo.
Me envió un beso pasando su dedo índice por la punta de sus labios puestos en forma de piñón, y siguió balanceándose de una forma obsesionante hasta entrar en los andenes. El hombre que taladraba los billetes se taladró un dedo. No sé si fue por casualidad.
Murray se me echó encinta en seguida.
—Esa es una de las hermanas de Ethel, ¿no? ¿Qué quería? ¡Confiesa de una vez que sois cómplices y que todo esto es una estratagema para largaros juntos de la ciudad!
—¡Qué más quisiera yo, gorila!
—No sé cómo tengo tanta paciencia contigo. Debería haberte atornillado hasta que me dijeras dónde está la muchacha.
—Busca, Murray, busca. Pero ahora lo más importante es encontrar a un tipo que se llama Smith.
—Hay centenares de Smith en esta ciudad. ¡Maldita sea, podías haber dado con un apellido más original para tus cuentos!
—Va a llegar el último tren, Murray. Hemos de estar alerta; yo voy para adentro.
El último tren sólo llevaba vagones de primera y de tercera clase. Muchos más de estos que de aquellos. La furgoneta correo iba al final. Docenas de tipos cargados con maletas empezaron a envolverme por todas partes.
Los ojos me hacían daño de tanto mirar. Si la profecía de Ethel era cierta Smith tenía que ser uno de aquellos tipos, y tenía que morir precisamente ahora. Más tarde era difícil que se encontrase a ningún pasajero en la inmensa estación.
No hace falta decir que nos habíamos informado sobre todos los empleados de servicio aquel día, ninguno de los cuales, por rara casualidad, se llamaba Smith.
Vi alejarse poco a poco a los pasajeros y disolverse los grupos. De Sonia no había ni rastro. Notaba que unas gotitas de sudor se habían pegado a mis sienes, y sentía a mi espalda la presencia de Murray y sus hombres como una muda amenaza.
Murray se acercó al fin.
—¿Lo ves, imbécil? Ya ha bajado todo el mundo. Los andenes se van quedando vacíos y solo nosotros estamos aquí igual que pasmarotes, como muestra de lo que puede ser la memez humana. Aquí no va a morir nadie como no seas tú, de un puñetazo.
—Hemos de mirar por el otro lado del tren. Si ese Smith tenía algo que temer, es posible que no haya descendido junto con los otros pasajeros. Quizá esté todavía aquí.
—Vamos a comprobarlo, pero tú y yo solos. No quiero que mis hombres me vean hacer el ridículo de esa manera.
Pasamos por entre dos vagones y fuimos a dar al otro lado del tren, entre dos vías. Por allí no había más que silencio, oscuridad y ese olor especial, un poco a humedad y un poco a putrefacción que producen todas las vías de todas las estaciones del mundo. Fuimos recorriendo los vagones, poco a poco, entre una semioscuridad que no nos agradaba a ninguno de los dos. Yo notaba a Murray gruñendo a mi espalda como un oso.
Ya estábamos a punto de llegar a los últimos vagones, fuera casi de la techumbre de la estación. ¿Era posible que Ethel se hubiese equivocado esta vez? ¿Era posible que aquella misteriosa facultad que todos creíamos ver en ella no fuese más que un conjunto de casualidades?
Cuando pensábamos en esto —porque estoy seguro de que Murray lo pensaba también— oímos un grito. Fue un grito ahogado, sordo, y desde luego lanzado por la garganta de un hombre. Había sonado en el vagón que estaba sobre nuestras cabezas. Instintivamente sacamos las armas.
Un hombre se lanzó a las vías desde una portezuela. Era un hombre joven, fuerte, pero parecía aterrorizado. Su única obsesión era huir. Nos vio a nosotros vino corriendo en esa dirección.
—¡Socorro! —masculló—. ¡Quieren matarme! ¡Tienen que ayudarme de algún modo! ¡Voy a morir!
—¿Se llama usted Smith? —susurré.
Estaba tan asustado que no dio importancia a la sorprendente pregunta.
—Sí…
En ese momento Murray cometió una equivocación. Fue al decir:
—Somos policías.
Smith, que casi se había abrazado a nosotros, dio inedia vuelta y trató de huir. Pareció creer que estábamos enterados de todo lo concerniente a él, y que íbamos a detenerle. El terror que le había aproximado a nosotros, se convirtió en verdadero pánico.
—¡Eh! —gritó Murray—. ¡No queremos hacerle daño! ¡Espere!
Smith siguió corriendo. Esperaba quizá perderse entre el laberinto de vías que comenzaba fuera de la estación, aunque precisamente esas zonas estaban bien iluminadas. No tenía, de todos modos, otra salida. Eché a correr hacia él con toda la velocidad de mis piernas, y la verdad es que cuando quiero sé correr bastante. Pero Murray estropeó las cosas otra vez.
Hizo un disparo al aire.
¡Lástima que Ethel no hubiese adivinado lo que le iba a ocurrir al pobre Murray!
Smith se detuvo, como si hubiese sido alcanzado. Esto no era posible porque, desde luego, Murray había disparado al aire. Luego echó a correr, y cuando yo estaba a punto de alcanzarle vaciló nuevamente. Se desplomó y tropecé con él, tan cerca estábamos. Me clavé unas aristas de piedra en las manos y perdí mi pistola, pero un segundo después la había recuperado. Cuando me volví hacia Smith, este tenía la boca muy abierta y la movía espasmódicamente.
Murray llegó corriendo.
—¡He disparado al aire! —rugió—. ¡Juro que he disparado al aire!
Se dejó caer junto al hombre. Este tenía una herida en el cuello, de la cual brotaba mucha sangre. Murray empezó a gemir como si le hubiesen alcanzado a él.
—¡Hay que sacarle de aquí y transportarle en seguida al equipo quirúrgico! ¡Este hombre no puede morir! ¡Sabe demasiado!
Ethel había dicho que en la estación Grand Central iba a morir un hombre llamado Smith. A Smith ya lo teníamos allí, desangrándose. Eran inútiles todos los berridos que lanzase Murray.
—Este hombre morirá lo queramos o no. Juraría que la bala le ha seccionado la yugular. Busquemos al asesino.
—¡Pero esto no puede ser, Kane! ¡El asesino y yo hemos disparado simultáneamente! ¡Es obra de brujería!
—La brujería no está en que los dos disparos hayan sido simultáneos, sino en otra cosa. Vamos a aprovechar el tiempo, Murray.
Yo estaba seguro de que habían disparado entre dos vagones, y de que el asesino no podía haber ido demasiado lejos. Salté, con la pistola preparada, mirando hacia el convoy y sabiendo que en cualquier momento podía volar hacia mi cuello otra bala traidora. Y esa bala traidora llegó.
La dispararon desde uno de los vagones. Sentí una especie de vértigo y supe inmediatamente que me habían rozado la nuca. Caí a tierra y eso me salvó. La segunda bala, sin duda más certera, pasó demasiado alta gracias a mi caída. No siempre ha de tener uno mala suerte con los trompazos que se pega.
Oía a los polizontes correr por el otro lado de los vagones. La estación, dentro de la quietud que producía su misma inmensidad, se había llenado de ruidos. Me volví y vi dificultosamente la silueta de la persona que había disparado contra mí. Quedé lívido.
Murray corrió a mi encuentro.
—¿Qué te pasa, Kane? ¿Estás bien?
—Solo una rozadura. Tenga cuidado con ese vagón. Saltará al próximo, si puede.
Murray se dirigió hacia allí. Fui yo quien le envié a la muerte. Yo, sin saberlo.
Murray fue hacia el vagón, que era el último del tren. El correo había sido desenganchado. Pero en el momento en que él pasaba junto a los topes, el correo fue empujado hacia atrás por la máquina. Murray quedó alcanzado de lleno, y su grito aterrador llenó la estación entera. Yo mismo creo que grité. Cuando llegué allí, junto con los agentes, el correo había sido retirado otra vez, pero ya Murray no era más que una masa informe.
Tuvo tiempo de hacer una seña con la mano, como despidiéndose, y luego murió. Tal como los topes le habían dejado su cuerpo, fue una suerte que durase tan poco.
Uno de los agentes me zarandeó.
—¡Eh, Kane, despierte! ¡Está usted blanco! ¡Hay que cazar al culpable! ¡No puede andar lejos de aquí!
Sí, yo estaba blanco. Estaba blanco por fuera y destrozado por dentro. No solo por la muerte de Murray, sino porque acababa de ver, unos segundos antes, la silueta de la persona que había disparado sobre mí. Y esa silueta era la de una mujer.