Hada me presentó a su hermana Sonia. Sonia era morena y tenía unos labios gruesos y brillantes que eran como una promesa o como una amenaza, según se mirase. Muy pocos hombres debían poder mantenerse serenos ante unos labios y una figura así. Porque Sonia, además, tenía una figura que llenaba la habitación donde estuviese, como hubiera llenado un escenario o la primera página de una revista. Masticaba un caramelo blando y se había sentado cruzando las piernas. Sonia hubiera servido para anunciar cualquier cosa, incluso una guerra. La gente hubiera dicho que sí.
Hada, me di cuenta ahora, era la menos bella de las tres hermanas, Pero aun así resultaba rutilante. La de belleza más serena, dulce y limpia, era Ethel. En Ethel, en realidad, todo era dulce, menos las cosas que de vez en cuando adivinaba.
—Celebro que hayas venido a verme —dijo Hada—. Lo celebro porque así puedo decirte que se te debería caer la cara de vergüenza.
—¿Por qué?
—La policía me ha venido siguiendo desde que fuimos a ver al capitán Murray.
—Eso no es cosa mía, Hada. Murray habrá querido evitar que hicieses alguna barbaridad. No creo que nadie te haya molestado. Y hay que reconocer que todo esto se lleva con una gran discreción por ahora.
—No durará mucho tiempo.
—No, me temo que no —dije.
—Hablas de una forma extraña, como si esperases acontecimientos. ¿Acaso sabes algo?
Era mejor decir la verdad.
—Murray tal vez decida detener a Ethel.
—¿Qué… qué dices? ¿Detener a Ethel?
—Su posición no es nada clara.
—¡Ella se lo está buscando! —saltó de repente Hada, como si con eso se sintiera más tranquila—. ¡Ella lo ha complicado todo y ha sembrado el terror en nuestra familia! ¡Desde que «eso» ocurrió ninguna de nosotras duerme, ni vive, ni puede pensar con tranquilidad! ¡Parece como si hubiera algo sobrenatural en torno nuestro, o como si nos amenazara algo que solo Ethel sabe dónde está! ¡No puede vernos y, sin embargo, sentimos su mirada atravesando las paredes! ¡Más valdrá que alguien se la lleve de una vez! ¡Más valdrá que alguien termine con esa pesadilla!
Su voz era exaltada, casi frenética, y denotaba un incontenible miedo. Me di cuenta de que Hada había estado soportando el miedo día y noche, mientras pensaba en los muertos y en los mensajes misteriosos que debía haber en el cerebro de su hermana Ethel. Ahora había estallado, y supe que a partir de este momento ya no podría dominar su miedo.
—Debes tranquilizarte —dije con muy poca convicción, mientras intentaba ver un resquicio de luz en las tinieblas que nos rodeaban a los tres.
Sonia seguía con las piernas cruzadas, mirándome y masticando su caramelo blando.
—¿Qué piensas, hacer si la detienen, Silver?
—Creo que no podré hacer nada. Murray es muy dueño de tomar esa medida si lo cree conveniente, aunque puede incurrir en responsabilidad si la detención es injustificada. Pero en esta ocasión creo que puede detener a Ethel, aunque sea pensando solo en protegerla de sí misma.
—Yo creo que sospecha de Ethel —dijo Hada—. Sospecha de ella porque Ethel sabe demasiado. Y la hará encerrar bajo la acusación de haber dado muerte a Clark.
—Según los forenses, ese pobre muchacho llevaba muerto todo el tiempo que Ethel lleva de ceguera, siempre con un margen de error, claro, pero muy limitado. Difícilmente pudo ser ella la causante de ese crimen.
No les había dicho nada aún acerca del cadáver que la noche anterior vimos en la morgue. Llevaba sólo dos días muerto. Y Ethel no podía haber sido. ¡No podía haber sido!
—¿Sale Ethel sola algún día? —pregunté de repente.
La respuesta de Sonia me heló la sangre en las venas.
—Sí.
—¿Pero, cómo? ¿No está absolutamente ciega?
—Claro que lo está, por el momento. No creas que nos causa ninguna gran alegría hablar de esas cosas. Pero Ethel, además de estar ciega, tiene manías. Es como si se hubiera vuelto loca, o como si estuviese enloqueciendo poco a poco. Sale en el automóvil con el coche de papá y el chofer. Pide siempre que la lleve hacia la parte de Long Island, hacia las carreteras que van a la costa.
—¿Hacia las carreteras que van a la costa?
Me estremecí. ¡Ethel pedía que la llevasen a la parte donde estaba Villa Mónica! ¡Pedía que la llevasen al lugar donde probablemente vivía el hombre a quien hallamos en la morgue!
—¿Y qué hace allí? —pregunté con un hilo de voz—. ¿Habéis podido averiguar eso?
—Sí. El chofer no tiene inconveniente en explicarlo, porque él mismo está tan extrañado como nosotras. Al llegar cerca del mar, Ethel le pide que la deje sola y camina bordeando la carretera, con grandes precauciones, hasta que se pierde de vista. Para cerciorarse de que el chofer no la sigue le pide cosas absurdas, como por ejemplo que ponga el coche en marcha cada dos minutos y medio y que acelere, con el motor en punto muerto, para que ella pueda oír el ruido. Nunca sabemos lo que hace durante esas excursiones solitarias, que a veces duran hasta quince o veinte minutos. Pero lo cierto es que vuelve intensamente pálida y con los labios muy apretados, como si sintiera una gran angustia que no quisiese confesar a nadie. Naturalmente, no le henos hecho preguntas porque sería inútil.
Me temblaban las manos y temí que las dos mujeres lo notasen. Las uní apretándolas de tal forma que blanquearon mis nudillos. Sentía en estos momentos como un zumbido en el cráneo y una sensación de vértigo. No soy propenso a esas cosas y hasta me río cuando los otros hombres las sienten, pero en esta ocasión no lo pude evitar.
—¿Ha salido ella con regularidad todos estos días?
—Casi cada tarde.
Se hizo desesperada, casi salvaje, la presión de mis propios dedos. ¿Podía una ciega hacer todo aquello? ¿Podía una ciega encontrar a su víctima entre las tinieblas, acorralarla y matar?
La voz de Sonia, que había terminado de mascar su caramelo blando, me liberó otra vez de mis pensamientos.
—¿De modo que es posible que detengan a Ethel, eh?
—Sí, es posible. ¿Y qué vais a hacer vosotras si la detienen?
—Sonsos una familia muy poderosa —dijo orgullosamente Hada—. La ley nada puede contra nuestra influencia y nuestro dinero. Si detienen a Ethel, ella tendrá los mejores abogados del país y hasta los mejores jurados, porque compraremos a sus miembros.
—Eso es muy poco legal —objeté—, aunque comprendo que tenéis la obligación de apoyar a vuestra hermana.
—Haz que ese perro dogo de Murray se atreva a detenerla —dijo fieramente Hada—, y sabréis todos lo que nuestro apellido vale todavía en la ciudad.
—¿No has dicho hace poco que sería mejor que Ethel estuviese detenida? —susurré—. ¿No pensabas que así estaría protegida incluso contra sí misma?
—Eso pienso fríamente —dijo Hada—, y en ese sentido no me opondré a que Ethel sea detenida. Pero luego está la parte sentimental. Están nuestro orgullo, nuestro apellido, nuestro dinero… Veremos si se atreven a acusarla. Veremos qué es lo que puede conseguir cualquiera de esos pordioseros a los que llaman fiscales de distrito.
—Probablemente nada —la tranquilicé—. ¿Dónde está Ethel ahora?
—Ha salido… como casi todas las tardes.
Me estremecí otra vez y debo reconocer que un escalofrío me recorrió en esos momentos la espalda. Me había olvidado incluso de que no tenía dinero. Solo sabía que Ethel era un misterio obsesionante, abrumador, un misterio donde las cosas rozaban los límites de la magia. Y estaba pensando en eso cuando de repente Sonia musitó:
—¡Chist! Ahí viene.
Todos callamos y, en efecto, oímos pisadas en el cercano corredor. Eran las pisadas de una mujer que está segura de sí misma, que «sabe» por donde va. Ethel volvía de uno de sus acostumbrados y misteriosos paseos de todas las tardes. Oímos abrirse una puerta y luego cerrarse poco a poco. Había entrado en su habitación, en su santuario.
Me puse en pie.
—Creo que será conveniente que hable con ella.
—¿Por qué? ¿Es que quieres advertirle?
—Quisiera hacerle algunas preguntas. Yo conozco a Murray y sé cómo reaccionará. Me gustaría tener preparada una explicación para todo esto. Algo que pudiera favorecer a Ethel.
—Hazlo, si has de favorecerla —dijo Sonia con un hilo de voz.
Me dirigí a la puerta de la habitación de Ethel, que estaba a unos quince o veinte pasos de distancia, y llamé con los nudillos.
—Entra, Kane —invitó su voz.
Con ella no valían evasivas ni subterfugios, porque todo lo adivinaba. Decidí entrar y hablar claro. Empujé la puerta.
Ethel estaba junto a un gran ventanal, quieta, como si contemplase la quietud de la tarde. Llevaba zapatos de alto tacón, medias finas y un vestido ajustado a sus formas. No me pareció ahora una belleza dulce, sino una belleza explosiva y tan peligrosa como una mezcla de pólvora y gin. Ethel era una mujer única y extraordinaria que tenía mil facetas, mil caras, mil cuerpos. De nuevo, cuando volvió el rostro hacia mí, fue la belleza dulce, sumisa, abrumada por sus propios y terribles pensamientos.
—¿Qué deseas? —preguntó suavemente—. ¿Vienes a decirme que he adivinado también lo de aquel hombre?
Me mordí los labios y creo que me hice sangre en ellos. No lo sé. Y es que mis propios labios me parecían de cartón, tan secos e insensibles estaban.
—Has adivinado lo de aquel hombre… también.
Ethel cerró los ojos bruscamente, como si no quisiera ver algo que podía ver a pesar de su ceguera.
—Supongo que con esto he llegado al límite de tu paciencia —dijo al fin, caminando hacia el centro de la habitación.
—No sé a qué te refieres.
—Yo sí. A estas horas la policía ya está enterada de esas dos muertes.
—Sí. ¿Y qué?
—Para todas las muertes se desea encontrar una causa, un culpable. Y en este sentido, los policías opinan que yo sé demasiadas cosas.
Hablaba con una gran seguridad y sin asomo de miedo. Era difícil contradecirle.
—Aunque lo piensen, ello no quiere decir nada.
—Pero me detendrán, sin duda.
—Únicamente querrán interrogarte con cierta calma. Sólo eso. No hay ningún cargo contra ti, ni puede haberlo.
Ethel sonrió tristemente.
—¿Cómo se llana el policía que por ahora lleva todo este asunto?
—Murray.
—Pues bien, Murray querrá detenerme. Soy la presa más segura, la más fácil, la más… la más lógica. Si en todo esto hay alguna persona que llame la atención soy yo. Además, Murray habrá pensado que las dos cosas que he adivinado hasta ahora eran cosas que ya habían sucedido y que, por consiguiente, pude hacer yo…
Mis dientes castañetearon un poco, porque, en efecto, ese fue el pensamiento de Murray… y el mío.
—Debes reconocer —dije al fin— que el que piense así, aunque sea hablando en pura hipótesis, no comete ninguna estupidez.
—Claro que no, y yo misma he empezado diciendo que para la policía soy la presa más fácil y más lógica. Es de suponer que Murray y sus perros dogos vendrán a detenerme en seguida. Pero cuando me tengan encerrada podré decirles algo que les sorprenderá.
—¿El qué?
—Va a morir otro hombre.
El crujido de mis nudillos al entrechocar debió oírse en toda la habitación.
—Este… ¿va a morir?
—En efecto. No ha muerto aún. Está lleno de vida. Es j oven y siente sus venas llenas de sangre caliente. Para él la muerte es algo tan remoto como para nuestros políticos los sistemas de gobierno de los antiguos reyes de Macedonia. No piensa en ella. Y, sin embargo, morirá mañana justamente, sin que nada ni nadie pueda evitarlo. Es como si estuviera ya quieto y encerrado dentro de su propio ataúd.
Nunca como hasta aquel momento había comprendido tan bien a Hada. Nunca como hasta aquel momento había comprendido tan bien su terror. Había en aquellas palabras algo que helaba la sangre, aunque surgiese de los labios tentadores de Ethel. La sensación de estar ante algo desconocido, pero tan poderoso como lo es, por ejemplo, el movimiento de las estrellas, me anonadó. Me sentí impotente para desentrañar, para comprender aquello.
—¿Quién es ese hombre? —pregunté, sin embargo.
—Tiene un nombre muy vulgar. Se llama Smith.
—¿Y dónde está?
Mi voz debía ser ansiosa. Ella respondió con absoluta calma:
—Eso no lo sé.
—¡Pero tienes que saberlo! —salté—. ¡Sabes que va a morir un hombre, sabes que se llana Smith y, no obstante, dices ignorar donde está! ¡Eso es absurdo! ¡Y si guardas silencio en un punto tan importante es como si le condenaras tú misma a muerte! ¡Impides que le salvemos!
Ella se retorció las manos con desesperación. Y aquella desesperación era dolorosa, sincera.
—No sé dónde está. Sólo sé que morirá mañana. ¡Que le asesinarán mañana!
—¿Y cómo lo sabes?
—Por la fecha.
—Bueno, no me vas a decir que crees en esas tonterías de que la muerte de una persona está determinada por la fecha de su nacimiento, o por la fecha en que se casó, o alguna estupidez semejante.
—No, no es nada de eso.
—¡Entonces habla claro!
—Sé que mañana es lunes, seis de mayo. Y el lunes seis de mayo tiene que morir un hombre llamado Smith.
—Hay centenares de «Smith» en Nueva York. Seguro que: más de uno morirá mañana —dije, queriendo restar importancia a aquella profecía.
—Creo que este no es uno cualquiera. Y no puedo decirte más.
Extraje dos cigarrillos y coloqué uno de ellos en sus labios. Me lo agradeció con una media sonrisa que no logró borrar de su rostro la mueca de sufrimiento y preocupación. Le prendí fuego cuidadosamente y luego hice lo mismo con otro para mí. Ninguno de los dos teníamos costumbre de fumar, pero un cigarrillo era ahora como un sedante para los nervios y como una excusa momentánea para no hablar más, limitándonos a nuestros pensamientos. Puedo asegurar que los míos eran plenos agradables que si alguien estuviera obligándome a casarme con una estrella del cine mudo.
—No digas eso delante de Murray —suspiré al fin—. Puede causarte serios perjuicios.
—Murray no me detendrá.
—¿Por qué no? ¿Es que Murray también va a morirse ahora?
—¡Oh, no! De ningún modo; al menos es algo que yo no sé. Pero Murray no me detendrá por la sencilla razón de que tú vas a ayudarme.
—¿Que yo voy a ayudarte? ¿A qué?
—A huir.
Nunca una mujer me había dicho con tal seguridad palabras tan comprometedoras. ¿De modo que yo iba a ayudarla a huir? ¿Cómo lo sabía? ¿Y por qué?
Lo más extraño del caso era que yo, efectivamente, había pensado ayudarla. Desde el primer momento en que supe que Murray pensaba detener a Ethel, me había forjado el propósito de que no se saliera con la suya. Pero me inquietaba que este pensamiento, que yo no había confiado a nadie, pudiera ser adivinado por una mujer ciega.
—Ethel… —dije.
En aquel momento se oyó el timbré exterior. Yo conozco de sobra el modo como llaman a las puertas los policías. Llaman con mala educación, con altanería, creyendo que son lo más importante del inundo. Supe en seguida que aquel era Murray, y le maldije por obrar con tan poca consideración. Más que nunca me hice el firme propósito de que no se saliera con la suya.
—Ethel… —comencé otra vez.
Y luego, de repente, dije:
—¡Diablos, eres la mujer más guapa que he conocido en mi vida! ¡Eres la más atractiva, la más inquietante, la más extraña de todas! ¿Crees que consentiré que Murray te ponga la zarpa encima? ¡No! ¡Lo has adivinado y lo adivinarías cien veces! ¡Voy a sacarte de aquí como sea. Y te ocultaré de forma que no te encuentren nunca!
Ethel me señaló con el mentón una segunda puerta, al fondo de sus habitaciones.
—Por ahí. Saldremos por la escalera de servicio.
La tomé de la mano y salimos. Ella conocía el camino mejor que yo, a pesar de su ceguera. Corrimos a lo largo de un pasillo a que se abrían las puertas de habitaciones más modestas, sin duda pertenecientes a la servidumbre. Al fondo había unas escaleras, por las que descendimos hasta encontrar un ascensor metálico. Un par de minutos después estábamos en la calle, y yo hacía señas a un taxi con más frenesí que si en él se me estuviera escapando Ruth Roznan vestida de novia.
—¿Adónde me llevas? —preguntó Ethel, una vez nos encontramos en el interior.
Dirigí una mirada de reojo al coche de la policía, en el que no quedaba más que el conductor. Este no se fijaba en nosotros por la sencilla razón de que estaba leyendo una revista gráfica en la que no salían más que concursos de belleza.
—Te llevaré a mi estudio. Murray no sabe que lo tengo. Cree que todavía vivo en una pensión.
Ethel no mostró la menor desconfianza. Se dejó llevar dócilmente, como si hubiese adivinado ya que no iba a sucederle nada. Yo me sentía algo avergonzado, porque la situación era muy poco airosa si es que ella podía adivinar todos mis pensamientos. Estaba pensando otra vez que ella era la mujer más bonita que había visto nunca, y que tenía unos labios que eran como una obsesión. Estos pensamientos duraron un minuto. Luego volvió el misterio que la envolvía, y el secreto de la mujer que ahora tenía a mi lado llegó a hacerse obsesionante.
Mi estudio estaba cerca de Riverside Drive. Consistía en dos habitaciones amuebladas y me costaba mucho dinero. Introduje a Ethel allí y la hice sentar en una butaca, junto a la ventana. La luz dio en sus rostro de líneas suaves, armoniosas, quietas. Era en estos momentos como una escultura demasiado bella y a la que por arte de magia se hubiese concedido la vida. Estaba allí sin verme, con las manos suavemente plegadas sobre el rezago, mostrándome las juveniles líneas de su cuerpo y distinguiendo con sus ojos ciegos muchas más cosas de las que yo podía distinguir. Cerré los ojos yo también y traté de adivinarla. Ella se movió entonces, se acercó a mí y fue a sentarse en uno de los brazos de mi butaca.
No sé cuánto tiempo permanecimos así, quietos, sin rozarnos, sintiendo nada más que estábamos solos, muy solos, y que el mundo era nuestro. Sintiendo como si Murray, y aquel misterio, y los muertos, no hubieran existido jamás. Pero esto debió durar sólo unos minutos, a pesar de que nos pareció mucho tiempo.
—¿Estabas en tratamiento médico a causa de tu ceguera? —pregunté al fin—. Eso no podemos dejarlo.
—Sí, estaba en tratamiento médico.
—¿Sabes si te curarás?
—Eso no puedo saberlo.
—No te comprendo, Ethel. Adivinas unas cosas con extraña certeza y, en cambio, no conoces otras.
—Yo no adivino nada, Silver. Es sólo como si una voz dijera dentro de mi cráneo: «Esto ha sucedido». O: «Esto va a suceder».
—Pero cuando te referiste a Clark, no sólo debías pensar en que había acaecido su muerte. Por fuerza tuviste que «verle». Todo aquello de las manos agarrotadas, del rostro vuelto hacia el Norte, no pudiste pensarlo. Sencillamente lo viste.
—Sí. Lo vi en mi interior. Vi a Clark muerto como si lo tuviera delante de los ojos. Le expuse a Hada mi pensamiento, y entonces ella se horrorizó.
—Sí, ya lo sé. Tu hermana estuvo a punto de cometer una locura a causa del miedo. ¿Pero por qué no tomó a risa tus palabras? ¿Por qué se impresionó tanto, en lugar de no hacerte caso?
—Habíamos comentado muchas veces la desaparición de Clark. Y a esto se unió el miedo que a ella siempre le había causado Villa Mónica.
—Hay una cosa que no comprendo. Bueno, son muchas las cosas que no comprendo, pero esta me inquieta particularmente: ¿Por qué dijiste que en la habitación donde viste a Clark había una brújula?
—La vi. La vi con tanta claridad como el cadáver. Estaba allí. Una pequeña brújula.
Su voz era baja, densa, y volvía a ser profética. No solo me inquietaba, sino que me molestaba aquella voz. No parecía la suya. Era como si surgiera de la garganta de una mujer que hubiese vivido muchos siglos atrás.
—¿«Viste» también al hombre que te recogió en la carretera?
—Vi que tenía un ojo de cristal. Eso era todo. Y que cuando te conocí a ti, él estaba ya muerto.
—Háblame de Smith. ¿Qué sabes de él? ¿Puedes también verle?
Tiempo atrás aquellas preguntas me hubieran parecido ridículas. Me hubiera parecido ridícula la misma situación. Sin embargo, ahora, y después de lo que había sucedido, esperaba sus palabras con extraña ansiedad.
—No, no puedo verle. Sólo sé que morirá el seis de mayo, es decir, mañana.
—¿Dónde ha de morir? ¿No puedes precisar ni siquiera eso? ¿No eres capaz de adivinarlo?
—Ya te he dicho que yo no adivino nada. No hago ningún esfuerzo. Solo hay una voz que me lo dice.
—¿Y esa voz no te dice dónde ha de morir Smith?
Ella se llevó las manos a la cabeza y estuvo pensando, pensando, durante largos minutos. Yo notaba la intensidad de sus pensamientos por la expresión un poco ansiosa de su rostro. Tenía incluso los ojos cerrados como para concentrarse mejor, a pesar de que la luz no penetraba en ellos. Esa expresión terminó haciéndose imposible, desesperada. Dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y musitó:
—No puedo recordar nada. No puedo saber…
Intenté tranquilizarla.
—Aquí harás vida normal. Te traeré alimentos dos veces al día, y yo dormiré en cualquier sitio. Saldremos para que te visite tu médico, y Murray no te encontrará. Ellos no pueden vigilar toda la ciudad. Se limitarán a poner agentes en algunos sitios.
—Y a ti, ¿no te buscará?
—Pienso presentarme a él, y doy por seguro que me insultará y tratará de echarme las manos al cuello. Pero no tendrá medios de sacarme una palabra. Tendrá que fiarse de lo que le digan los agentes que habrá puesto en los aeródromos, en las estaciones…
Al pronunciar la palabra «estaciones» noté que sufrían como una sacudida los labios de Ethel.
»¿Qué te ocurre?
—No sé. No lo podría decir…
—¿Es que acaso esa palabra…?
—Sí, ha sido esa palabra —musitó—. ¡Ahora sé dónde va a morir Smith!
La sujeté por los brazos. Y lo hice con tanta fuerza que sin darme cuenta la zarandeé entre ellos.
—¿Dónde? —aullé casi— ¿Dónde?
—En la estación Grand Central —suspiró ella.