5

El capitán Murray se bebió de un sorbo el café, a pesar de que estaba hirviendo, y luego gritó:

—¡Maldita sea! El día que te conocí debía haber emigrado a las islas Hawaii, Kane.

—¿Por qué?

—¿Eres tan imbécil como para no darte cuenta de que esto no tiene pies ni cabeza?

—Sin embargo, es verdad. Es verdad todo lo que digo. De modo que levántate y empieza a trabajar.

Murray tenía algo mejor humor, porque efectivamente su hija se había casado con el artista de variedades tres cuartos de hora después de fugarse con él. Pero las explicaciones que yo le acababa de dar le hacían otra vez sentirse sanguinario.

Estábamos en los monumentales archivos de la Metropolitana. Cualquier cosa que hubiese ocurrido veinte años o cinco minutos antes del momento actual, tenía que estar ya recogida allí. Eran las dos de la madrugada y en las vastas salas trabajaba muy poca gente.

—¿Cuándo dices que fue ese accidente? —me gritó Murray desde la puerta de un armario metálico donde había ordenados y puestos por orden de fechas millares de expedientes,

—Hace tres meses.

—Pues entonces empezaremos a mirar por aquí. Si supieses el sitio donde ocurrió sería mucho más sencillo. De todos modos, lo encontraremos pronto.

Empezarlos a mirar, y cinco minutos después el expediente había aparecido. Era uno de los que tenía menos páginas.

—Aquí esta. Ethel Herbert. Su cuerpo empapado en agua fue trasladado al hospital Bellevue por un camión del transporte de pescado de los que hacen el servicio nocturno a Nueva York. Tenía señales en todas partes. Mira. No hay duda de que la atropelló un automóvil. ¿Es guapa la chica?

—Sí.

—¡Maldita sea! ¡Quién fuera automóvil!

—Cien veces me he preguntado por qué un tipo educado y joven como yo puede ser amigo de un tipo grosero y viejo como tú, Murray.

—Será porque todo el mundo necesita tener alguien a quien insultar. Pero vanos a leer el expediente.

El expediente, en realidad, decía muy pocas cosas. Pero las pocas cosas que decía eran extraordinarias. ¿Por qué había sido recogido empapado en agua el cuerpo de una mujer que se encontraba en un lugar completamente seco? ¿Por qué la policía no había logrado detener al automóvil que la arrolló? ¿Por qué en el lugar donde fue recogida no había huellas de neumáticos que indicaran un viraje o un brusco frenazo?

Me obsesionaba todo aquello. Era como si tuviera la sensación de encontrarme ante una obra de brujería. Murray, como hombre práctico, intentó resumir los detalles.

—Primer enigma —dijo—: Esa muchacha fue encontrada en un lugar seco, pese a lo cual estaba empapada en agua.

—Sí, era salada. Agua de mar. ¡Qué asco!

—¿Podían llegar las olas hasta aquel trozo de carretera?

—Ni pensarlo. Ni aunque el huracán Connie viniera otra vez. Hay casi dos millas desde el mar hasta aquel pedazo de carretera.

—Entonces hay que suponer que alguien la sacó del mar y la llevó hasta allí. ¿Pero, quién? ¿Por qué la abandonó luego? ¿Y por qué Ethel Herbert tenía que haber sido sacada del mar precisamente? ¿No la arrolló un automóvil?

—Mira, eso no lo sé. En la vida real no ocurren tantas cosas. Y en las novelas del Oeste que tú escribiste, supongo que tampoco.

—Pero hemos de averiguar qué ha ocurrido. ¿Dice algo más ese maldito informe?

Murray volvió una hoja.

—Luego viene el parte médico. Ante todo, y según parece, el coche que la arrolló era un turismo y tenía unos guardabarros muy modernos y salientes. Esos guardabarros tuvieron que quedar abollados por fuerza, pero excuso decirte que no se pudo detener por las cercanías a ningún automóvil así, lo cual no deja de ser un poco extraño. Pero sigamos con el parte médico: Esa muchacha, Ethel, sufrió fractura sencilla de la tibia izquierda, a consecuencia de lo cual estuvo inmovilizada en cama durante algún tiempo. Pero eso no fue lo peor: la conmoción cerebral debió ser terrible. Aquí dice que estuvo treinta días sin recobrar el conocimiento. Luego quedó ciega, pero, según, el dictamen, tal vez se la podrá devolver la visión mediante una nueva intervención quirúrgica. Ese ya no es asunto nuestro.

Volvió la hoja y concluyó, en un tono de perro dogo estrictamente profesional:

—Hay orden general de busca y captura contra el causante o causantes del atropello.

—¿Pero, por qué huyó el hombre que la sacó del piar? —me pregunté a mí mismo, como obsesionado—. Y en el piar, ¿qué automóvil pudo atropellarla?

—¿Ella no recuerda nada?

—No.

—¿Pero no dices que esa chica adivina las cosas? ¿Por qué no adivina lo que le ocurrió a ella misma?

—Lo de esa chica es muy extraño, Murray. No puedo decirte si adivina las cosas o no. ¡Pero sí puedo decirte que lo de Clark fue cierto!

Además, algo me obsesionaba. Algo que no dije a Murray. ¡En la habitación en que Clark fue asesinado había una brújula!

—¿Qué demonios te pasa, Silver?

—Nada. Debe ser que no tengo dinero. Pero, fuera de eso, nada más.

—Estuvimos en Villa Mónica y sacamos el cadáver —me explicó Murray con el acento cansado que le habían proporcionado sus quince años en la brigada de Homicidios—. No te equivocaste al decir que habían sido disparos de Germán Luger. Hemos estado también haciendo averiguaciones acerca de su propietario, de Giacomo Perducci.

—¿Quién es?

—Un italiano que estaba tramitando su nacionalización en los Estados Unidos. Al final lo echó todo a rodar y se largó con viento fresco. No hemos sabido nada de él, salvo que seguramente está en Italia. No comprendo cómo un extranjero consiguió adquirir esa casa tan cerca de la costa. Pero, en fin, tampoco es asunto nuestro. Por cierto, ¿sabes que Villa Mónica había sido expropiada por el Estado, y que por ella habrá de pasar un día una carretera directa hasta la playa?

—No, no lo sabía.

—Pues así es, muchacho. De todos modos, los obreros encargados de la demolición no hubiesen tardado mucho en encontrar el cadáver de Clark. No has hecho más que precipitar los acontecimientos.

Aquello me hizo permanecer pensativo un largo rato. Pero me hizo quedar pensativo inútilmente. Porque después de dar varias vueltas a esta última circunstancia, no llegué a ninguna conclusión. Sí, desde luego, habíamos adelantado los acontecimientos. ¿Y qué?

—Oye, Kane —silbó Murray—. Esa chica me da mala espina. Sabe muchas cosas.

—Es arriesgado afirmar que las sabe. O, en todo caso, las sabe de un modo muy especial. Da la sensación de que las cosas le duelen como una herida. De que las arranca de su cerebro como el que se arranca de la carne una espina.

—Estás muy poético esta noche, Silver. Bueno, ¿qué piensas hacer?

—Hay que averiguar quién la sacó del agua y la llevó hasta aquel trozo de carretera.

—Sera difícil. Y, además, hay muchas carreteras y caminos en aquella zona, casi todos los cuales pasan cerca del agua. Lo primero que hay que averiguar es por cuál de esos sitios la sacaron, es decir, qué camino siguió el que luego la dejó en aquella carretera.

—¿No se ha podido determinar ni siquiera eso? —pregunté con cierta ingenuidad.

—Te acabo de decir que por aquella zona pasan muchas carreteras, la mayor parte de ellas cercanas al agua, y las cuales, naturalmente, se entrecruzan con frecuencia. Es algo así como aquel juego de líneas cruzadas en que hay que averiguar qué camino debe seguir el ratoncito que está en un lado para alcanzar el queso que está en el otro. Aunque ahora se me está ocurriendo una cosa: ¿No pudo ser Ethel arrollada en un barco, o algo así? Hay transbordadores que cargan automóviles, y a alguno de ellos se le pudieron haber soltado las amarras. Eso explicaría el principio de la cuestión.

—Ethel dice que presintió lo que iba a ocurrir. Dice que iba por una carretera solitaria y que, de repente, «supo que allí ocurriría» un accidente. Acto seguido, perdió el conocimiento y ya no volvió a recobrarlo hasta su lecho del hospital.

Murray se pasó las manazas por la barba, que ya empezaba a ser espesa.

—Esa niña lo adivina todo, ¿eh?

—Al parecer sí, Murray.

—¿Pues por qué diablos no adivina quién la llevó hasta allí? ¡Anda! Dile que adivine eso.

—Nos corresponde averiguarlo a nosotros —silbé—. Pero, de todos modos, ya sabemos una cosa.

—¿Cuál?

—Que este hombre está muerto.

Murray lanzó una maldición.

—¡Me estáis sacando de quicio! ¡Me estáis volviendo loco entre tú y esa bendita niña!

—Si la vieras, Murray, no la llamarías «niña». Pero, en fin, no es este el momento para hablar de si tiene o no tiene las caderas bien formadas. Lo importante es que en su cerebro hay algo que nosotros no podemos penetrar. Busquemos al segundo muerto.

—¿Dónde?

—Verás, cuando Ethel me dijo que ese hombre estaba muerto, seguí hablando unos instantes con ella. Y entonces pareció recordar algo más, y tras vacilar visiblemente, me dijo que ese hombre tenía un ojo de cristal.

—¡Un hombre con un ojo de cristal! No debe haber muchos en Nueva York. Pero insisto en lo mismo. ¿Dónde lo buscamos?

—En el depósito de cadáveres.

—¡Tú estás muy seguro de lo que Ethel dice! ¡Parece mentira que un cínico como tú pueda transformarse en un parvulillo y tomar al pie de la letra todas esas patrañas!

—Ella dijo que estaba muerto.

Yo ya empezaba a hablar como un espectro. Empezaba a hablar como lo hizo Hada la noche que la encontré. Murray me miró, se encogió de hombros y salimos en busca de su coche.

El camino hasta el Bellevue no era largo. Lo hicimos en silencio y sumidos en nuestros propios pensamientos. Yo miraba los escasos anuncios y lo leía todo con una rapidez y una claridad inauditas, con esa mágica rapidez con que se leen las cosas durante los sueños. Y todo aquello, en efecto, me parecía un sueño, un sueño raro, macabro, del que en cualquier momento hubiera de despertar para encostrarme solo en la noche, bajo el guiño de las estrellas.

En el Bellevue nos recibieron a ladridos por llegar a aquella hora.

—¿Es que no pueden dejar esas inspecciones para otro rato? ¿Temen que los muertos se escapen?

—Cállate o te meto a ti en la frigorífica —gruñó Murray al funcionario—. Queremos saber una cosa.

—¿Por casualidad quieren saber las horas en que aquí no debe venir nadie?

—¡Cállate, te he dicho! ¿Hay en las frigoríficas algún cadáver que tenga un ojo de cristal?

El funcionario se rascó la nuca, chasqueó la lengua un par de veces y luego nos invitó a que le siguiésemos. Era absurdo, pero yo notaba una extraña opresión en el pecho. Y notaba cómo el corazón me latía sordamente.

Llegamos ante la inmensa frigorífica, y el empleado tiró fuertemente de uno de los cajones. Dentro estaba el cuerpo desnudo de un hombre de unos cincuenta años, calvo, con un ojo de cristal. Presentaba tatuajes en diversos lugares del cuerpo.

—Este es el único.

Noté que Murray estaba algo pálido. Quiso dominarse y lanzó una maldición con la que solo consiguió ponerse más nervioso.

—¿Qué ropas llevaba?

—Debería mirarlo en la ficha, pero creo que no hará falta. Lo recuerdo. Ropas de tejido azul sencillo.

—Un pescador de los que suele haber por las costas —dije mirando a Murray—. Él pudo ser quien sacó a Ethel del agua, llevándola hasta aquel trozo de carretera y huyendo después. El porqué no lo sabemos aún ni quizá lo sepamos nunca. Pero lo cierto es que pudo ser él. ¿Nadie se ha preocupado de reclamar el cadáver?

—Nadie.

—¿Cuáles son las, causas de la muerte?

—Un balazo en la región cardíaca.

Las respuestas tajantes y concretas del funcionario me hicieron fijarme en algo. Aquel cadáver llevaba muy poco tiempo allí. Todos debían recordar perfectamente su entrada. Me fijé bien en el color de su piel y con voz no demasiado segura pregunté:

—¿Cuándo ingresó este cadáver en la morgue?

—Hace dos días —susurró el funcionario—. Y, según el dictamen forense, había muerto pocas horas antes.

Me llevé la mano derecha a los ojos y me apreté nerviosamente los párpados.

—¡Dos días! ¡Después de tres meses de estar ciega, después de tres meses de haber perdido todo contacto con el mundo, Ethel Herbert había adivinado que aquel hombre iba a morir!

Miré a Murray y noté que este también había palidecido. Movía los labios y lanzaba maldiciones en voz baja, lo cual era en él indicio de no saber por dónde andaba.

—Tenga la bondad de enviarme este expediente a la brigada de Homicidios —dijo por fin mirando el funcionario—. Y entreténgame a toda persona que venga a reclamar este cadáver. En cinco minutos estaremos nosotros aquí.

—Bien, capitán, pero no espere que eso ocurra a las tres de la madrugada.

Salimos y Murray encendió un cigarrillo. No me ofreció ninguno porque yo no fumo apenas. Y a partir de aquel momento él tampoco.

Un segundo después había lanzado el cigarrillo al suelo y lo pateaba rabiosamente.

—¡No puede ser, Kane! ¡Todo esto es tan absurdo como creer que esa pobre ciega ve mucho más que nosotros! ¡Tiene que haber aquí una monstruosa casualidad! ¡Todo esto es ridículo!

La noche era quieta, serena, y nosotros parecíamos como dos manchas entre las sombras.

—No lo es, Murray. Ella dijo sencillamente: «Clark está muerto». Y lo estaba. Dijo más tarde: «Aquel hombre tenía un ojo de cristal y también está muerto». Ya has visto que es así.

Subimos al automóvil, sin hablar más. De repente Murray dijo:

—Bueno, lo que en realidad hace Ethel Herbert no es adivinar. Adivinar significa prever un suceso futuro, si yo no entiendo al revés las palabras. ¿Y qué suceso futuro ha previsto ya? Fíjate, Kane, en que solo de cosas pasadas nos habla.

Era cierto. Impresionado por la situación, no me había dado cuenta de esto.

—Así es, Murray. Pero no olvides que eso es una forma de la adivinación. Ella no podía conocer los sucesos de los cuales nos ha hablado. Solo el propio asesino hubiera sabido tanto como sabía ella.

Murray puso el automóvil en marcha. Enfilamos por la orilla del río y de repente Murray frenó en seco. Salí proyectado hacia adelante y estuve a punto de chocar con el parabrisas.

Me volví hacia Murray y me di entonces cuenta de que me estaba mirando con ojos de obsesionado.

—¿Has dicho el propio asesino? —silbó—. «¿El propio asesino…?»