Ethel vivía junto a Hada y su otra hermana, Sonia, en el departamento más alto de una casa de Lexington Avenue.
Era una casa donde mareaba entrar. Todo allí era dorado, niquelado, cromado, y no sé cuántos «ados» más. Dos conserjes con cara de perro dogo vigilaban la entrada. Hicieron un saludo a la mujer, llevando sus manos enguantadas a la visera de sus gorras. Hada ni siquiera los miró. No la impresionaba aquel ambiente y daba la sensación de aborrecerlo, como si antes el ambiente la hubiese aborrecido a ella. No sé cómo explicar lo que sentí entonces, aunque luego, conforme se sucedieron los hechos, me fui dando cuenta de que había sido una sensación importante: Como si Hada me dijese que se sentía un poco molesta allí. Era en cierto modo como si la obligasen a vivir en aquella casa a la fuerza.
—¿Vives con tus padres? —pregunté, mientras subíamos a gran velocidad en el ascensor.
—Solo con mi padre. Es viudo. Y, naturalmente, con mis dos hermanas. Con Ethel y con Sonia.
—¿No te sientes a gusto con ellas?
Comprenderás que las cosas han cambiado. No es fácil sentirse ahora a gusto junto a Ethel.
Guardé silencio, a pesar de que ya tenía otra pregunta en los labios. Y es que aquella casa, con su ambiente lujoso, con sus porteros uniformados, con sus ascensores ultrarrápidos, me había devuelto al mundo de las cosas reales, tangibles, a ese mundo de las cosas que siempre son iguales a sí mismas y no ofrecen ningún misterio. Pero había bastado oír el nombre de Ethel para que todo se desvaneciera y quedara tan sólo el enigma. Ethel no solo hubiera sido capaz de sentir que se hallaba en un ascensor —caso de encontrarse junto a nosotros—, sino que sabría lo que ni Hada ni yo podríamos saber nunca: cuántas personas morirían en él el día que se rompieran los cables.
Ethel era para mí en estos momentos como unos extraños ojos que sabían ver en el futuro. ¿Cómo sería la cara donde estuviesen aquellos ojos? ¿Cómo sería la mujer que había adivinado la muerte de Clark y había previsto otras?
Casi sentía una opresión en el pecho, pese a todo, al pensar que dentro de unos instantes iba a enfrentarme con ella.
Hada oprimió el timbre de la puerta de hierro y cristal, y al cabo de unos segundos nos abrió una sirvienta enfundada en un ceñido y bien moldeado uniforme negro.
—¿Quién está en la casa? —preguntó Hada.
Parecía no dar la menor importancia al hecho de no haber venido a dormir la noche anterior. Y, desde luego, la sirvienta tampoco hizo el menor gesto de extrañeza al verla.
—Solo están sus hermanas Sonia y Ethel.
—¿Qué hacen?
Hada preguntaba con cierta sequedad. La sirvienta había acabado en aquel instante de cerrar la puerta, y me indicó el vestíbulo con un gesto de su mano antes de responder:
—La señorita Sonia está ocupada con su clase de música. La señorita Ethel está sola en su habitación.
—Muy bien. Pasa, Silver.
Dejamos atrás un vestíbulo fabuloso, cuyos muebles no hubiera podido comprar el capitán Murray ni con el sueldo de diez años, y caminamos rápidamente por un pasillo cuya pared izquierda era de cristal, a través del cual se veía una gran terraza invernadero. La lluvia seguía cayendo mansamente, y las agujas de los rascacielos se difuminaban grises en la lejanía.
A través de las paredes llegaban las notas de un piano, interpretando una difícil pieza de Debussy. Todo en la casa era normal, tranquilo, apacible. No parecía que aquello pudiera tener la menor relación con lo de Villa Mónica. Pero Ethel estaba allí, y Ethel, a pesar de aquel ambiente tranquilo, sosegado, adivinaba a lo lejos una estela de crímenes.
Hada se detuvo ante una puerta y dijo:
—Mejor será que entres solo. Yo no tendría fuerzas ahora para soportar las preguntas de Ethel. Pero, sobre todo, no la interrogues, y haz que no sospeche nada. Ethel, en el fondo, está asustada de sus propias palabras. Si llega a enterarse de que Clark, efectivamente, está muerto, puede sufrir una crisis.
—Bien. Esperaré a que sea ella la que hable.
—Procura mostrarte como un visitante cualquiera. No muestres asombro por nada de lo que oigas. Haz lo mismo que harías si te hubieran metido en esa habitación para que esperaras mientras me cambio.
—Espero que Ethel no se dé cuenta de que quiero interrogarla. ¿Cuándo nos veremos Hada?
—Entra luego en mi habitación. Es en esa puerta de enfrente. Como verás, resulta un poco más modesta que la de Ethel.
La puerta de la habitación de Hada, en efecto, era más pequeña. Daba la sensación de que por allí se iba a las dependencias del servicio. Pero yo no tenía la mente preparada para fijarme en esas tonterías ahora.
Llamé con los nudillos a la puerta de Ethel y, transcurridos unos segundos sin obtener respuesta, entré.
Estuve a punto de lanzar una exclamación de asombro.
Ethel estaba allí, y tenía vueltos hacia la puerta sus grandes ojos muy abiertos. Eran unos ojos azules y resultaban tan limpios, tan puros, tan cristalinos como una piedra preciosa lavada por las aguas de un río. Tenía los cabellos rubios y la piel muy fina. Esto en cuanto a su cara, que era angelical. En cuanto al resto, que valía la pena, puedo asegurar que Ethel no era una chica poquita cosa, ni delgadita, ni nada de eso. Era una chica que provocaría una revolución si la dejaran asomarse solo por un lado del escenario, en una revista. Parecía mentira que una mujer así, tan impresionante, pudiera dedicarse a adivinar cosas que estuviesen en relación con los muertos. Vacilé, mirándola, y entonces noté que su mirada, si es que ella podía lanzar miradas, se centraba en mí. Noté también que sus ojos enviaban un mensaje frío y muy lejano, como si llegase de alguna región helada y misteriosa a la que yo no podría llegar nunca. Pensé eso e inmediatamente me arrepentí, porque, al fin y al cabo, Ethel tenía que ser una chica como las otras.
Cerré la puerta y permanecí quieto durante unos instantes. Fue ella la primera en hablar:
—A usted le ha traído mi hermana Hada.
Tenía una voz dulce y suave, pero profunda. Traté de aparentar naturalidad y dije:
—Sí, he venido con ella. Soy uno de sus amigos.
—Pero usted no había estado nunca en esta casa.
—No, nunca. Hada y yo nos hemos conocido hace muy poco tiempo.
—¿Anoche?
Tragué saliva, sin saber bien qué decir. Al fin resolví que lo mejor sería la verdad.
—Sí, en efecto. Nos conocimos anoche.
—¿Y han estado investigando juntos sobre la muerte de Clark?
—¿Clark? —pregunté, mientras me recorría un estremecimiento.
—Es el primero de los muertos, y usted lo sabe. Han debido ver su cadáver esta misma noche.
—Creo que se equivoca, Ethel. No conozco a ningún Clark. Y ahora, realmente, no sé de qué me está usted hablando. Pero es un tema de conversación que no me gusta.
—Ha entrado usted aquí dispuesto a no apartar la verdad de sus labios. Pero ahora ya ha empezado a mentir. Y sabe que dentro de poco se verá envuelto en sus propias palabras si sigue por ese camino.
—Usted no sabe quién soy —suspiré—. ¿Por qué habla así?
—Desea usted probarme —musitó, entrelazando los dedos y haciendo nerviosos movimientos con ellos—. Quiere que le diga quién es usted. Quiere saber si soy una adivinadora vulgar, de las que dicen en voz alta, los nombres de personas a quienes no ven, y de las que son capaces de enumerar lo que lleva en los bolsillos. Pues no, no soy una adivinadora de esa clase. Me siento incapaz de decir quién es usted, y hasta cuál es su edad aproximada. En este momento no soy más que una pobre ciega.
—En este sentido y en cualquier otro —susurré—. Creo que no debería hacer más lastimosa su situación encerrándose en ese mundo que usted misma se ha creado de ojos para dentro. Pudiera muy bien ser que ese mundo se poblara de fantasmas, de horrores, de tinieblas. Haría usted bien tratando de ser una muchacha normal y que, aparte su desgracia, no busca en la vida ninguna clase de complicaciones.
—Yo no las he buscado. ¿Ha aprendido usted voluntariamente todo lo que sabe? ¿No hay muchas cosas que la vida le ha enseñado a pesar de que no quiso aprenderlas?
Tuve que reconocer que sí.
—Igual me ocurre con esos muertos. Son ellos los que me han dicho que existen. Son ellos los que me han dicho dónde están. Yo nunca los he buscado.
—¿Qué muertos? —pregunté, intentando fingir indiferencia—. ¿Clark, por ejemplo?
Ethel me contestó con otra pregunta:
—¿Tenía Clark el rostro vuelto hacia el Norte? ¿Iba vestido con un traje gris?
Estuve a punto de dar un salto hacia adelante. ¡Sí, Clark iba vestido con un traje gris! ¡Sí, Clark tenía el rostro vuelto hacia el Norte! ¿Pero cómo lo sabía ella? ¿Por qué?
—Ethel —susurré, conteniendo mi nerviosismo—, creo que no la molestaré mucho si me siento aquí un instante, junto a usted, y hablamos. Es interesante para los dos que podarlos hablar durante unos minutos. Celebraría que pudiese verme porque, entre otros motivos, se sentiría así ríenos inquieta. Pero puedo asegurarle que no hay en mí nada de anormal. Soy, simplemente, un amigo de su hermana, y ocurre que sus palabras me intranquilizan. Quisiera comentarlas con usted.
Ethel me indicó mudamente, con la mano, una butaca situada frente a la que ella ocupaba. Cuando supo que yo me había sentado y que aguardaba sus palabras, preguntó:
—¿Es usted policía?
—No, no de ningún modo. Ni quiero ni sabría serlo.
—¿Qué es, entonces?
—Un escritor de novelas. Pero dudo que usted haya llegado a leer alguna de ellas.
—¿Se han traducido al sistema braille para ciegos?
—¡Oh, no! No merecen la pena. Los ciegos tienen cosas más importantes en qué pensar.
—De todos modos tráigame alguna. Haré que me la lea la doncella.
—Gracias, pero no se la traeré por el momento. Quizá desmereciera en su concepto. Y ahora, si no tiene inconveniente, hablemos de usted. ¿Desde cuándo está ciega?
—Eso ha tenido que decírselo ya mi hermana Hada.
—Es posible, pero ya no recuerdo la respuesta.
—Desde hace tres meses. Sufrí un accidente de automóvil. Quedé ciega, pero todos me han dicho que pudo ser peor. Estuve treinta días sin recobrar el conocimiento.
—¿Recuerda algo de aquel accidente?
—No, nada. Yo iba por una carretera. Iba sola y era de noche. Y de repente un gran silencio, y un gran vacío, y al abrir los ojos estaba en el lecho de un hospital, con las alanos atadas. Tuve tiempo de ver durante unos minutos lo que había a mi alrededor. Pero luego mi vista se nubló para siempre.
—¿Ve sombras al menos? —pregunté con interés.
—No veo nada. Aunque hay cirujanos que confían en devolverme la visión, no puedo ver absolutamente ningún objeto.
—Y ese accidente, ¿lo había previsto usted? Quiero decir: ¿lo había adivinado de algún modo?
Ethel sonrió cansadamente.
—Otra vez quiere probarme y saber si yo soy una adivinadora vulgar. Le gustaría saber si yo adivino lo que le va a ocurrir a la gente, ¿no es así?
—Dudo que me comprenda.
—Al contrario, le comprendo perfectamente. ¿Quién le ha dicho que yo era capaz de adivinar algunas cosas?
—Hada.
—Naturalmente, usted no lo creyó.
—No.
—Pero lo cree ahora, después de ver el cadáver de Clark, que vestía un traje gris y tenía el rostro vuelto hacia el Norte.
Tragué saliva, o al menos intenté tragarla. Tenía como un nudo en la garganta. Era muy extraño e inquietante lo que ame había traído allí, y me daba cuenta, además, de que Ethel disponía de una inteligencia y una tenacidad nada comunes. Era capaz de llevar una conversación a su modo hasta donde a ella le conviniera, y sabía insistir hasta hacer caer al otro en contradicciones o en equívocos. No iba a ser fácil hablar con ella, y mucho plenos si no podía decirle la verdad.
De repente decidí decírsela.
—He visto a Clark —susurré—. Y en efecto, estaba tal como usted anunció. Con el rostro vuelto hacia el Norte, vistiendo un traje gris.
Ella no se inmutó, igual que si aquella noticia le fuese tan conocida como la fecha de su propio nacimiento.
—Tenía que ser así —dijo sencillamente.
—¿Pero cómo puede hablar de ese modo? —salté—. ¿Cómo puede decir sencillamente: «Tenía que ser así», al hablarle de un asesinato? ¡A Clark lo despacharon obsequiándole con dos balas a la altura del corazón, y usted lo sabía! ¿Cómo lo sabía? ¿Por qué?
—Lo sabía del mismo modo que sé que esto no es más que el principio de una carrera trágica.
—¿Pero por qué lo sabe?
Ella no me contestó, y adiviné que le iba a ser muy difícil hacerlo. O bien porque tenía algo que ocultar o bien porque ignoraba de qué modo había llegado a saber todo aquello. Todos ignoramos por qué llegan a nosotros los presentimientos, o por qué sentimos miedo a cosas que no hemos visto nunca. Quizá ella sentía la presencia de aquellos muertos como una angustia, pero sin saber por qué.
—Me gustaría conocerla mejor —dije, dispuesto a cambiar de actitud—. Es posible que tengamos aficiones comunes y que la compañía del uno no sea desagradable para el otro. ¿Qué suele usted hacer? ¿Siempre está encerrada en esta habitación?
—Por lo pronto, nosotros dos ya tenemos una cosa en común —dijo en voz muy baja—: el miedo.
—No siento miedo. Sé que todo esto ha de tener una explicación, y que llegaré a conocerla.
—¿Espera que sea yo quien le saque de sus dudas?
—Usted puede hacerlo mejor que nadie. Pero esto no es un interrogatorio, ni pretendo que lo sea. Hábleme simplemente de lo que sintió cuando supo que Clark estaba muerto.
—No puedo decírselo.
—¿Por qué?
—Es algo que yo sentí, pero ese sentimiento no puedo transmitirlo a otros. Supe que Clark estaba muerto, y lo vi como entre sueños con las manos agarrotadas a la altura del corazón, vestido con el traje gris que solía usar con frecuencia.
Suspiré e hice una pregunta que me parecía tonta.
—De acuerdo, lo vio. Presintió su muerte. ¿Pero cómo pudo saber que tenía el rostro vuelto hacia el Norte?
—Porque en la habitación donde lo vi había una brújula. Y él cayó en la dirección de la aguja.
—¿Porque en la habitación donde le vio había una brújula?
—Exactamente. Así era.
Con un sentimiento muy próximo a la desesperación traté de recordar lo que habíamos visto en la biblioteca de Villa Mónica. Butacas, una larga mesa, estanterías con libros…, pero ninguna brújula. No, de eso estaba seguro. No había allí ninguna brújula.
—Dígame; esa habitación que usted vio, ¿era la biblioteca de Villa Mónica?
—No lo sé. ¡No lo sé!
Sus alanos se apretaron cerrándose, y luego fueron hasta su cabeza, comprimiéndola como si quisieran evitar que estallase.
—No lo sé. ¡No lo sé! —repitió en un gemido.
Cuando se interroga a alguien, hay que aprovechar el momento en que ese alguien empieza a perder el control de sus nervios. En voz baja insistí, inclinándome hacia ella.
—¿Cómo supo entonces que era Villa Mónica el sitio donde se encontraba Clark?
—Tampoco lo sé —dijo, serenándose de repente y cerrando los ojos, como si le molestase lo que con ellos hubiera podido ver—. Y si no es un policía le ruego que deje de hacerme preguntas. Todo esto es más doloroso para mí de lo que pueden creer todos ustedes.
—Está bien. Le ruego que me perdone. Habitualmente no soy así, y casi nunca hago preguntas a nadie. Pero es que esta vez ale siento realmente intranquilo. Y tengo miedo también por usted.
—A mí no puede ocurrirme nada.
—En realidad quiere decir que no le importa ya lo que pueda sucederle, ¿no es así?
—Ahora es usted quien empieza a adivinar las cosas.
—¿Por qué no me habla de su accidente? ¿Lo presintió?
Ella abrió los ojos de nuevo, y otra vez tuve la sensación de que eran los más hermosos que había visto nunca, y de que podían distinguirme a pesar de su ceguera.
—Sí, lo presentí.
—Hábleme de ello.
—Apenas hay nada que hablar. Iba por una carretera y vi un gran cartel con unas letras doradas, pintadas con pintura luminosa. No recuerdo bien lo que decían aquellas letras, pero era algo así como: «Las más hermosas mujeres de Norteamérica». No puedo precisar más. De repente pensé en que aparecería una noticia en los periódicos: «Este es el lugar donde apareció muerta la muchacha desconocida». ¿No ha tenido usted nunca la sensación, al pasar por un determinado lugar, de que ahí «tiene» que ocurrir algo? Algo parecido es lo que sentí entonces. Y justamente cuando pensaba aquello debí perder el conocimiento. Ya le he dicho que luego lo recobré en el lecho del hospital.
—¿No supo entonces qué era lo que había ocurrido?
—No.
—Pero ahora sí que lo sabe. La han examinado varios médicos. Le han dicho: «Usted fue arrollada por un camión». O bien: «Se derrumbó una casa que había junto a la carretera, alcanzándola». ¿Qué es lo que le han dicho?
—Que fui arrollada por un automóvil. Pero además ocurre que estaba completamente empapada de agua de mar.
—¿De agua? ¿Es que estaba el mar junto a la carretera? ¿Es que el coche pudo arrojarla hasta allí a consecuencia del golpe?
—No lo sé.
—Pero hay alguien que por lo menos lo sabe. La persona que la salvó. ¿Dónde está la persona que le salvó la vida?
Y entonces fue cuando Ethel dijo simplemente.
—Ha muerto.