Burkam arrojó el cigarrillo al suelo y dijo:
—¿Pretende que le conceda un plazo superior para entregarme su próximo libro? ¿No recuerda que tiene un contrato conmigo? ¿Y no recuerda que lo está incumpliendo ya?
Me encogí de hombros, y por un momento Burkam debió creer que me había vuelto loco.
—Silver, le prestaré cien dólares. Me encogí de hombros otra vez. Seguro que la cara que yo ponía aquella mañana no la había puesto nunca. Seguro que debía parecer algo así como mi propio espectro. Era una sensación muy rara la que debía tener Burkam. Pero la definió bastante bien cuando me dijo:
—Mire, Silver, yo no sé lo que ocurre esta mañana. Imaginemos que usted es un tipo alegre, desenvuelto, un poco fresco y con la manía de comprar siempre las cosas a plazos, por lo que necesita dinero con frecuencia. Imaginemos que yo ya me he acostumbrado a usted. E imaginemos por fin que tiene usted un hermano gemelo que se ha hecho algo así como monje trapense, y al que no importan el dinero ni nada, sino la idea constante de la muerte. Pues bien, Silver: ¡Tengo la idea de que es su hermano gemelo el que ha entrado aquí! ¡Me desconcierta usted! ¡Me vuelve loco! ¡Me decepciona en el cariño que por usted siento! ¡Y como siga en esa actitud soy capaz de darle dos patadas en los riñones y dejarlo seco!
—Prefiero los cien dólares —musité—. Pero aunque me los dé no voy a cambiar de actitud por eso.
Burkam, que se había puesto en pie, se sentó otra vez frente a mí y partió en dos pedazos, con los dientes, un nuevo cigarrillo.
—¡Maldita sea! ¡Ya me está usted reventando, Silver! ¡Debía entregarme un libro el mes próximo y ya cuento con él! ¡No me venga ahora con excusas de que no se cree preparado para hacerlo!
—Durante un mes no voy a ser capaz de nada, Burkam —susurré.
—¿Pero qué diablos le pasa? Usted vino aquí ayer por la tarde y estaba perfectamente normal, y lo único que pedía era dinero, lo cual es en usted indicio de una salud excelente. Ahora, de improviso, viene, se planta ante mí, baja la cabeza y me dice que está obsesionado por la idea del destino y por la idea de la muerte. ¿Qué nos importan a nosotros el destino y la muerte, Silver? ¡Lo único que nos interesa es la venta de nuestros libros! ¡Y usted va a escribirme uno que haga chuparse los dedos o le parto la cabeza! ¡No le pagaré ni medio dólar mientras no me entregue el original! —Y de repente, cambiando de actitud—: ¿Qué le ocurre? ¿Es que tanto le impresionó la muerte de nuestro buen amigo Cottet?
—Cottet no era amigo suyo, aunque usted haya dejado su viaje de fin de semana para asistir al entierro. Pero no es la muerte de Cottet lo que me ha impresionado. Es algo que ocurrió anoche.
—¿Qué ocurrió anoche, Silver?
Por unos instantes volví a ser el que siempre había sido.
—En una calle obscura del Bronx me encontré con una mujer de espanto.
—¿Y a eso le llama desgracia? ¿Por eso se siente impresionado? ¡A pesar de mi edad, quisiera yo encontrarme mujeres guapas y amables en todas las esquinas, Silver!
—Esta no me llamó la atención porque fuera guapa ni fea. Me llamó la atención por otra cosa.
—¿Era rica? —preguntó Burkam, con los ojos brillándole igual que bengalas.
Hay que decir a todo esto que Burkam aún era soltero, y que estaba necesitando desesperadamente alguien que aportase dinero fresco a su editorial maltrecha.
—No, no era rica. Y vamos ya a dejar de hablar, Burkam. Durante un tiempo tendré que estar sin entregarle mis acostumbradas novelas del Oeste. No soy capaz de escribir una línea. No soy capaz de nada.
Me levanté y salí. Burkam lanzó una de esas maldiciones que si se ponen en una novela no las deja pasar Censura. No le hice caso. En la salita de recepción encontré a Berta, la secretaria, que a pesar de tener ese nombre tan poco poético era una finlandesa rubia y alta, con unos ojos azules que hacían recordar las limpias aguas de los lagos de su país. Me miró fijamente, entreabrió los labios y dijo:
—Chup, chup…
Berta siempre estaba lanzando besos al aire y a la gente. Pero era como el comerciante astuto que pone sus mejores géneros en el escaparate, y además inicia de vez en cuando una buena campaña de propaganda: Con Berta, o se casaba uno o no pasaba de los besos al aire. Descaradamente le pedí:
—Préstame quince dólares.
—¡Oh, qué poco poético! Paso a paso, todos os vais volviendo igual que Burkam.
«Todos» éramos los novelistas habituales de aquella casa, a los que se podía reconocer por la expresión de angustia con que siempre atravesábamos la puerta. Cogí los quince dólares, dije un débil «Gracias» y salí a la calle, sobre la que había caído una densa y extraña niebla.
Dentro de su Mercedes Benz, Hada me estaba esperando.
Ni ella ni yo habíamos dormido aquella noche. Y a pesar de ser las once de la mañana, ni ella ni yo teníamos sueño. Éramos como dos espectros a los que hubiesen encerrado dentro del mejor automóvil de la ciudad.
—En casa estarán ya muy intranquilos por mi suerte —dijo ella—. Debemos ir allí.
—Puedes telefonearles.
—No es lo mismo.
—Han pasado las horas de una forma tan extraña, y tan rápidamente, que creo haber perdido la noción del tiempo. Después de haber estado hablando toda la noche contigo, aún tengo la sensación de que debemos empezar de nuevo. Como si acabáramos de conocemos y no nos hubiésemos dicho nada todavía. Nunca me había ocurrido lo que me está ocurriendo hoy.
—De todos modos —dijo Hada, tercamente—, es ya hora de que regrese a mi casa.
—Te doy la razón, pero tengo miedo de dejarte sola.
—¿Por qué? No ha ocurrido nada que yo no supiese que iba a ocurrir.
—Anoche aún tenías derecho a creer que todo aquello eran alucinaciones, porque no habías visto el cadáver de Clark. Y sin embargo, estuviste a punto de cometer una locura. ¿Qué sería ahora, cuando tienes derecho a suponer que todo cuanto diga tu hermana Ethel ha de ser cierto?
—Estoy tan obsesionada que no pienso tomar ninguna decisión. Lo único que quiero hacer es avisar a la policía.
—Comprendo que deberíamos haberlo hecho hace varias horas, cuando descubrimos el cadáver. Pero me causa cierta aprensión hacer intervenir a la policía.
—¿Por qué?
—Siempre terminan enredándolo todo. Los agentes tienen narices de cinco palmos, y siempre creen estar oliendo cosas. Cuando uno les hace intervenir sabe cómo empieza todo, pero nunca sabe cómo terminará.
—De todos modos, insisto en que es necesario avisarles. Tú y yo nada podemos hacer ya.
—¿Estás segura? ¿No hay nada que te hayas callado? ¿Nada que yo no sepa aún?
—Todo lo que sé te lo he explicado. ¡Y es en realidad tan poco lo que sé! Me encuentro enfrentada con el misterio. Ethel me dijo un día: «Sé dónde está tu vestido blanco». Y el vestido blanco estaba allí. Me dijo otro día: «Clark ha muerto y se encuentra en Villa Mónica, con las manos agarrotadas a la altura del corazón y el rostro vuelto hacia el Norte», Y así ha sido. ¿Qué más puedo saber yo? Sólo estoy segura de una cosa, y es que ahora tendré miedo de todo y de todos, y en primer lugar tendré miedo de mis propios pensamientos.
—Por eso creo que deberíamos reflexionar bien antes de dar parte a la policía.
—Estaré más tranquila cuando me haya descargado de este peso. Cuando lo sepa alguien más fuera de tú y yo.
—¿Tienes ya en cuenta que Clark no se había muerto él solito? No sé si te habrás fijado, pero tenía dos balazos en la espalda a la altura del corazón. Uno de los proyectiles le atravesó por completo y quedó en su mano. Era un proyectil de Luger.
—La policía investigará todo eso.
—Pero puede envolver a tu hermana Ethel. ¿Cómo sabía ella que Clark estaba allí?
—¿Cómo supo lo del vestido? ¿Cómo sabe tantas y tantas cosas?
—Mira, Hada, esto no es lógico. Puede deberse a un conjuro de casualidades diabólicas. Pero si interviene la policía de algún modo, ten por seguro que acusarán a Ethel.
—No pueden acusar a una pobre ciega.
—Bueno, no hagas mucho caso de eso.
—Por otra parte, ¿poderlos nosotros guardar silencio después de haber descubierto un asesinato? ¿No está eso penado por la ley? ¿Y no apareceríamos nosotros mismos como complicados en ello?
Vistas las cosas de ese modo, Hada tenía razón. Hasta entonces debía reconocer que tenía razón en todo cuanto me había dicho. Empecé a pensar que ya no éramos dueños de nuestros propios actos, sino esclavos de las circunstancias.
Hada insistió:
—Obremos como te digo y dejemos que las cosas sigan su cansino. Si reflexionas bien te darás cuenta de que no hay otra alternativa. Avisar a la policía es nuestra única probabilidad de quedar limpios de culpa en todo esto. No hay ninguna otra.
Puse el automóvil en marcha y arrancamos suavemente, saliendo del aparcamiento. A través del parabrisas veía las personas y las cosas como sombras inconcretas y lejanas. Lo veía todo como a través de la niebla de mis propios pensamientos. Estuve a punto de pasar una luz roja, y el silbato del policía me despertó. Me libré de la multa por esa especie de manía que tienen todos los agentes de tráfico del mundo de no castigar a los conductores de coches caros, que les infunden respeto, sino a los motociclistas y los conductores de coches de ocasión.
—¿Varios a la policía? —preguntó Hada muy suavemente, cuando volvimos a arrancar.
—Sí, pero no a un sitio cualquiera. Varios a ver a Murray, que es capitán de la Metropolitana y además es un buen amigo río. Él me prometerá obrar con la máxima prudencia.
—Como quieras.
Fuimos a ver a Murray. A Murray se le había fugado una hija la semana anterior con un artista de variedades. Estaba aullando en su oficina, y siguió dando aullidos al verme a mí.
—Cállate, Murray, por Dios. Traigo a una señorita.
Hada entró en el despacho. Y Murray se calló al instante, abriendo unos ojos como platos.
—¡Diablos, qué chica!
Luego se sentó y, sin transición, siguió lanzando alaridos.
»¡Deberían prohibirse en todo este estado los espectáculos de variedades! ¡Debería prohibirse que las mujeres asistieran a ellos! ¡Debería prohibirse que una muchacha pudiera tomar un billete de tren en compañía de un tipo como Skelton!
—¿Quién es Skelton?
—El artista de variedades que se ha fugado con mi hija. ¡La engañó! ¡La sedujo villanamente!
—¿Qué edad tenía tu hija, Murray?
—Treinta años.
—¿Y Skelton?
—Veinticuatro.
—Entonces no tenlas. El raptado y el engañado villanamente es él. Seguro que tu hija, tenía ya incluso pagados por adelantado los honorarios del juez de paz que tenía que casarlos.
Murray por poco me lanza un tintero a la cabeza.
—¿Pero qué te has creído? ¡Mi hija es un ángel! ¡Incapaz de pensar en un matrimonio por sorpresa! ¡Sal de aquí o te hago detener por espía soviético!
—A más de uno habrás detenido sin saber ni quiénes son los soviéticos, camello. Pero yo ahora vengo a hablarte de una cosa que está muy lejos de todo eso. Algo que te obsesionará.
Murray, que solo tenía cincuenta y dos años y estaba la mar de bien conservado, se enderezó.
—¿Algo relacionado con esta señorita?
—Sí, en cierto modo.
—Entonces habla. ¡Habla! ¡Habla! ¿Han tratado de agredirla en la calle? ¿Le han robado un maletín conteniendo prendas interiores?
—Nada de eso. ¿Es que no ocurren más que robos y agresiones en tu demarcación, Murray?
—¡Basta de preguntas! ¡Aquí el que pregunta soy yo! ¿A qué has venido? ¿Qué quieres decirme?
—Siéntate y escucha.
Le ofrecí un cigarrillo, esperé a que se calmase y le expliqué todo lo que había ocurrido la noche anterior. Se lo expliqué todo, con los máximos detalles, sin dejarme absolutamente nada. Estábamos solos en el despacho y Hada, que tenía cerrados los ojos, parecía no respirar siquiera. En cuanto a Murray, que al principio había puesto cara de gato, terminó abriendo mucho la boca y no dándose cuenta de que una mosca estaba a punto de instalar un pisito con su compañera en la punta de sus narices.
Al fin cerró las mandíbulas, y estas produjeron el sonido de una tapadera metálica.
—Lo que me estás explicando es absurdo, Silver.
—Te he mentido más de una vez, Murray, para proteger a algún compañero. Pero sabes de sobra que no te mentiría en una cosa así. No iba a ganar nada. Además, puedo demostrártelo. Tengo al muerto.
Murray, que había apuntado en una hoja de papel la dirección de Villa Mónica, fue a dar una orden por el dictáfono.
—Un momento, Murray.
—¿Qué pasa?
—No pienses que te he elegido como confidente por casualidad. Ni creas que he venido aquí porque no podía ir a otro sitio.
—La policía no es nunca confidente de nadie.
—En este caso vas a olvidar tu profesión para recordar únicamente nuestra amistad. Te ruego que vayas con tus hombres a Villa Mónica y te hagas cargo del cadáver, pero eso con la máxima discreción y sin suscitar comentarios en la prensa. Hay que investigar de una forma muy especial en este caso. Ya te habrás dado cuenta de que el asunto es lo bastante extraño como para provocar un verdadero revuelo en todos los periódicos del país. Y así no conseguiríamos nada.
—Eso es cierto.
—Entonces…
—Pero deberé dar cuenta a mis superiores.
—Hazlo como si se tratara del vulgar descubrimiento de un cadáver. Lo que te he explicado aquí sólo debes saberlo tú por el momento.
—¿Cuántos días estaré obligado a guardar silencio sobre lo que me acabas de decir?
—Máximo, durante una semana.
—Está bien. Una semana no es mucho tiempo. Pero a cambio tienes que prometerme una cosa.
—¿Cuál?
—Que no habrá secretos entre los dos. Y que yo meteré las narices en todos los lugares a donde tú vayas.
Miré a Hada.
—¿Hay algún inconveniente en eso?
—Ninguno.
—Entonces, prometido, Murray.
El capitán se puso en pie. Había olvidado ya por completo lo de Skelton y su hija.
—¿Cuál va a ser tu primer paso, Silver?
—Almorzar. Nos hace buena falta. Luego iré a ver a Ethel.
—De acuerdo. Almorzaré con vosotros.
Salirlos los tres para meternos al poco rato en un restaurante poco caro. Se notaba en Hada que estaba acostumbrada a frecuentar lugares de más rumbo. Y ni ella ni yo probarlos apenas bocado, a pesar de que el capitán trató de animarnos comiendo con los dedos y bebiendo con la boca llena.
—Bien mirado, hay artistas de variedades que se ganan estupendamente la vida, ¿verdad, Silver?
Se había olvidado de nuestro problema. La experiencia, al fin y al cabo, había servido para hacerle perder parte de su sensibilidad. No se daba cuenta de que el miedo y la inquietud estaban allí, en nuestras manos un poco temblorosas, en nuestros ojos.
—Vamos a ver a Ethel.
Nos pusimos en pie y salimos. Estaba lloviznando. La tarde era fría y gris, espesa, y estaba cargada de enigmas. Era como una de esas tardes en que uno piensa en casas abandonadas, en bosques donde se ocultan misterios y en todas las historias de miedo que a uno le contaron cuando era niño. Ya sé que resulta difícil pensar así en Nueva York, donde no hay nada abandonado y donde el mayor misterio consiste en las combinaciones que la gente hace para no pagar todos los impuestos. Pero es que tanto Hada como yo habíamos perdido de vista el mundo real. Para Hada y para mí no existía más que lo que estaba detrás de las casas, detrás de los hombres. Lo que nunca se ve con los ojos, pero que a veces nos da miedo durante la noche, y por eso sabemos que existe.
Los pequeños charcos formaban dibujos tristes, monótonos, que los pies de los transeúntes se encargaban de deshacer. Y la lluvia seguía cayendo, cayendo, con una lentitud y un silencio estremecedores. Yo contemplaba las gotas de agua con la misma ingenuidad con que debió contemplarlas el hombre primitivo, que no sabía de dónde venían ni lo que eran. E igual que el hombre primitivo ignoraba muchas cosas, quizá yo ignorase lo esencial, de la vida y de la muerte. Quizá yo, como Hada y Murray, no veía las cosas terribles que sólo Ethel era capaz de ver.
—¿Pero qué diablos te pasa, Silver?
—Nada, perdona. Estaba pensando. Puedes ir a Villa Mónica mientras yo me encargo de visitar a Ethel.
—¡Hum! ¡Vaya tarde para sacar muertos de sus escondites! ¿Me telefonearás enseguida con lo que sepas, Silver?
—Iré a verte esta misma noche.
—De acuerdo. Pero como me engañes en algo, soy capaz de…
—Sí, ya sé. De acusarme de espía.
Le hice un saludo con el brazo y esperé a que detuviera un taxi. Habíamos venido en el Mercedes, y Murray no tenía ahí su coche oficial. Yo estaba tan obsesionado que ni siquiera pensé en la falta de educación que todo aquello representaba, puesto que nuestra obligación de personas correctas era llevarla al precinto. Pero no pensábamos en eso. No pensábamos más que en nuestro propio problema cuando subimos de nuevo al coche y yo dije, cediendo el volante a Hada:
—Bien, vamos a conocer a esa misteriosa Ethel.