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Cuando más lo necesitaba, pues aquella semana tenía que pagar desde el último plazo de unos libros que había comprado hasta el alquiler de mi habitación, Dan Reynolds, que me debía trescientos dólares, desapareció y nunca más se ha vuelto a saber de él.

Posiblemente se enroló en la Marina, se marchó de fotógrafo a Budapest o se casó, todas las cuales son, al fin y al cabo, maneras de desaparecer.

El caso es que yo me quedaba sin mis trescientos dólares, y no podía explicar a ninguno de los acreedores que Dan Reynolds era un sinvergüenza, un fresco o un partidario de la inseminación artificial. Nadie iba a hacerme caso.

Fui a ver a Burkam, que por entonces era mi editor, y le dije que estaba escribiendo una novela.

—¿De qué? ¿Del Oeste? No se vende ni un solo ejemplar.

Burkam era un tipo que se pasaba incluso los domingos en su oficina, haciendo números, y que tenía una casa en las afueras, con un gran jardín por donde se paseaba libremente un caimán. Burkam se había hecho docenas de fotografías con él, y docenas de veces también me había amenazado con traer el caimán a su despacho.

—No me diga que va usted a insistir en los temas del Oeste. Sus novelas no se leen porque no dan sensación de realidad, porque son pura filfa.

—Pero señor Burkam, yo viví allí… Conozco el Oeste. Nevada es como mi segunda patria. ¡Yo podía haber descubierto una mina de oro debajo de sus desiertos pedregosos, áridos, silentes!

Con Burkam no valían las parrafadas. Me miró desde detrás de sus gafas y me espetó:

—Pues descubra usted la mina de oro y déjeme en paz a mí, Silver.

—Todo ha sido descubierto ya, señor Burkam. No quedan posibilidades ni siquiera para un joven que quiera trabajar. Pero entrégueme usted un anticipo a cuenta de mi próxima novela, y le aseguro que esa será la mejor de todas las que he publicado. El otro día, mientras contemplaba con envidia a las parejas de enamorados de Central Park, recordé una vieja y conmovedora historia. Una historia que se convertirá en la mejor de mis novelas, y que miles de lectores conservarán entre sus libros predilectos. Será una historia del Oeste, pero en la que juega un gran papel el amor —concluí.

—No interesa. El amor no es lo que busca con preferencia el público lector de novelas del Oeste. De modo que piense algo mejor si quiere sacarme dinero, Silver.

—Hay algo mejor. Estoy sin blanca. Ese granuja de Dan se marchó sin pagarme mis trescientos dólares.

—Y sin entregarme a mí el original que me debía. Y ahora recuerdo que usted lo presentó y garantizó el contrato. ¡Tendrá que devolverme lo que le pagué en concepto de derechos, o soy capaz de demandarle aunque sea ante la Cámara de Representantes! ¡Al fin y al cabo, de un tipo como usted no me extrañaría nada que se dedicase a actividades antiamericanas y al espionaje atómico!

Cuando Burkam se ponía así no había modo de sacarle nada. Era capaz de jurar que no había vendido un ejemplar de mis libros desde el siglo XVII. De modo que le saludé con una inclinación de cabeza, puse cara de mártir incomprendido y me dirigí en un elevado hasta el Bronx, donde estaba situado el despacho de Cottet.

Cottet era un tipo que negociaba con patentes, armas de contrabando, ropas usadas y derechos de autor. En sus libros semisecretos todo estaba confundido y todo venía a ser lo mismo. Me debía casi cien dólares de una traducción al portugués que un año antes se había hecho de varias de mis novelas.

Su despacho era pequeño, sórdido, miserable. A falta de cosa mejor, tras la mesa de su despacho Cottet tenía colgado un diploma de su colegio acreditando que había sido un niño de buena conducta. Un armario archivador lleno de botellas de güisqui estaba en un rincón. En el rincón opuesto había otros dos armarios llenos de libros y papeles, pero el archivador era el único que se cerraba y se abría.

Cottet tenía una secretaria que nadie sabía por qué estaba allí. Seguro que le debía mensualidades atrasadas y que por las noches soñaba con pellizcarla, lo cual debía notarse en sus ojos a la mañana siguiente. Pero a pesar de todo, Gladys, que así se llamaba la chica, no se iba. Debía sentir por Cottet una veneración filial, ya que además él era viejo y calvo y usaba todavía cadena de reloj cruzada sobre su chaleco.

Había olvidado ya aquella deuda, pero ahora fui con ánimo de cobrarla. Si Cottet no tenía dinero le propondría llevarme a Gladys como prenda, lo que al fin y al cabo no era mal negocio.

Pero sobre la puerta del despacho vi clavada una pequeña corona y en ella un rótulo: «Descanse en paz».

Entré de golpe, temiendo que se hubiera muerto Gladys. Pero no. Gladys no se había muerto. Estaba muy viva y miraba al débil trasluz de la ventana unas medias negras que acababa de sacar de su estuche de papel transparente. Lanzó un «Oh» como si yo la hubiera descubierto en alguna intimidad, lo cual viene a probar al fin y al cabo que las mujeres tienen mucha más imaginación que los hombres.

—¿Quién se ha muerto? —pregunté—. ¿Qué es lo que ocurre?

—No se ha muerto nadie aún, pero el patrón, Cottet, está dando las últimas boqueadas.

—¿Vive todavía y ya le habéis puesto la corona en la puerta?

—Es que dentro de media hora tengo que cerrar y empieza ya el fin de semana. De ese modo ya tendré el trabajo hecho.

Las mujeres son así de brutas. Lo que ocurre es que si las mujeres son como Gladys, uno no se fija en eso.

—No sabía que Cottet estuviera enfermo… —susurré.

—¿No? ¿A qué has venido?

—Hay unos antiguos derechos de traducción que suman casi cien dólares. Me interesaría cobrarlos porque de lo contrario no voy a poder llegar al lunes próximo. Dejo mi dinero a los amigos, me fío de ellos y luego viene el desastre. Oye, Cottet no se querrá ir al otro mundo dejando deudas, ¿verdad? —pregunté recelosamente.

—En cuanto Cottet muera, este negocio hará explosión. Hay doscientos acreedores preferentes que se echarán encima. Yo misma no he cobrado en los últimos dos meses. De modo que vete pensando en algo mejor para solucionar tus apuros.

—Pero si Cottet vive esto continuará, ¿verdad? Él tiene crédito y saldrá de este apuro. Ha salido de otros…

—Si Cottet vive puede que todo se arregle.

Tomé entonces una decisión y me senté en uno de los desvencijados butacones que había en el despacho.

—Esperaré a tener noticias. No hay nada que de tanta paciencia como tener una sola puerta a la que llamar. ¿No te molesta el que me quede aquí, Gladys?

—Haz lo que quieras. Yo voy a pasar a ese cuartito y me pondré algunos detalles de luto. Como algún día me entere de que has estado mirando por el ojo de la herradura, te abro la cabeza.

—Eres una empleada modelo, Gladys. Si alguna vez pongo un negocio ya me acordaré de ti.

—Más vale que te acuerdes de pagar los impuestos. El otro día vinieron a revisar los libros y salió a relucir tu nombre un par de veces. Pero de eso ya hablaremos otro día.

Penetró en el cuartito de que me había hablado y salió al cabo de media hora.

Hay mujeres que tienen un sentido muy especial del luto. Gladys se había cambiado las medias, pero por lo demás no había hecho más que pintarse mucho los labios, darse muge a las mejillas y peinarse con una fantástica cola de caballo.

Me miró con lástima y me preguntó:

—¿Aún sigues esperando el dinero?

—Me temo que Cottet era mi último recurso, Gladys.

Ella hizo un mohín, y en aquel momento llamaron la puerta. Sin esperar permiso, alguien la abrió, y dos individuos vestidos de gris penetraron en el despacho. A uno de ellos lo conocía por haberlo visto en una subasta en Coney Island. Debía ser algo así como un agente ejecutivo. Los dos empezaron a mirar los muebles, pero luego vieron a Gladys y ya no miraron más.

—¿Qué es lo que vienen a hacer ustedes? —preguntó ella con una actitud muy digna, mientras contemplaba la perfección de sus labios con un espejito de mano.

—El viejo ha muerto —dijo uno de ellos.

—Descanse en paz —añadió el otro.

En aquel momento comprendí que no cobraría nunca, y que aquella era la semana de mi mala suerte. Y en aquel momento Gladys y yo comprendimos también que después del «descanse en paz», las frases a la memoria de Cottet habían terminado.

—Venimos a hacer un inventario de todo esto —dijo el que yo conocía como agente ejecutivo—. Hay docenas de acreedores que están interesados en una acción judicial para que estos bienes sean sacados a pública subasta.

—Me buscaré otro empleo —dijo Gladys—. Afortunadamente aún los hay en Nueva York. Todo esto me ocurre por depositar confianza en un fracasado como Cottet. ¿Vienes, Silver?

Dije que prefería quedarme allí. Y es que cuando uno nota más la tristeza de no tener dinero es cuando va junto a una mujer hermosa.

—¿Esperas que aún venga Cottet a pagarte, Silver?

—No, no espero que venga. Los muertos no vuelven nunca, y menos a pagar. —Dije esto sin tener ni la más remota idea de lo que vendría después. Sin sospechar que dentro de un par de horas me vería envuelto en un mundo de pesadilla. Y que esa frase de que los muertos no vuelven me parecería entonces una cosa discutible.

Salí cuando los dos tipos vestidos de gris iban ya a terminar su trabajo, temiendo que al fin me valoraran a mí también como un mueble. Eran las once de una noche negra, sucia, triste.

Y el Bronx, además, es un barrio negro, sucio y triste.

Las casas caían verticalmente sobre un asfalto húmedo, brillante, donde, el resplandor de los faroles parecía crear rostros que se burlaran de la noche. Las escasas ventanas iluminadas despedían una luz fluida y lánguida que era en las tinieblas como una mancha. Y mis pasos resonaban quedos y lentos en el silencio como las notas de una canción de la que nadie supiera el nombre.

Es inútil que uno empiece a preguntarse por qué cuando no sabía adonde ir eligió un determinado sitio. Por qué las cosas pequeñas influyen a veces en nuestro destino y lo cambian a veces todo. Es inútil preguntárselo porque no hay respuesta, pero todos sabemos que en la vida las cosas suceden así.

Nuestro mundo puede cambiar si un día, en vez de elegir ir por una calle, elegimos ir por otra.

Y así sucedió aquella noche.

Desde un snack bar, que todavía continuaba abierto, llegaba una música, suave y pegadiza, que me gustó. Era una música que parecía hablar de la noche, y de la ciudad en sombras, y de Gladys y de todas las mujeres hermosas que hay en el mundo. Fui hacia allí y me detuve frente al local, oyendo la melodía. Luego todo acabó, y música, recuerdos, Gladys y mujeres hermosas fueron tragados por la maldita noche. Seguí andando.

Pero ya había tomado aquel camino.

Y el cansino me condujo a una calle ancha y tranquila llanada calle Sesenta y Tres Oeste, si no recuerdo mal. Era una calle de edificios más bien bajos, con un pequeño jardín en la parte delantera, y en ese jardín unos arbolitos muy pequeños que se mueren de pena o de asco, pero que cada primavera aún sonríen tímidamente a sus dueños para que estos no se enteren. La calle Sesenta y Tres Oeste pertenece en cierto modo a la aristocracia del Bronx. Sus casas son confortables, y hasta hay allí una clínica. Claro que es una clínica para perros y animales domésticos, pero eso no hace al caso. Lo cierto es que hay a un lado de la calle un profundo desnivel, y que entonces se estaban realizando unas obras que lo arreglarían todo, pero que por el momento convertían el desnivel en un barranco.

Yo sabía esto de un modo muy vago. Recordaba haber pasado por allí en otra época, bastante antes de que Burkam fuese mi editor. Recordaba también que desde allí era posible divisar en parte una hermosa vista de la ciudad. Y pensé que ya que la ciudad no podía ofrecerme nada mejor, estaba a plenos en mi derecho al pedirle que me ofreciese una buena vista.

Me encaminé hacia allí, y entonces salió la luna. Y esa luna alumbró montones de tierra, vallas, un par de casetas cerradas donde debía guardarse el material para las obras y, a lo lejos, el relieve desigual del barranco, tras el que se abrían las fauces negras de la noche.

Bueno, la luna alumbró todo eso, y algo más. Unas huellas.

Unas huellas de mujer.

Uno, en la tierra blanda de una zona donde se realizan obras, espera encontrar huellas de zapatones, de herramientas y aún de orugas de tractor. Nunca las huellas delicadas, pero firmes, dejadas por un zapato femenino. Y ese hecho insignificante, que en sí no tenía nada de particular, me llamó la atención por la clase de terreno, y porque había salido una luna redonda y clara, y quién sabe también si porque aún no había cenado aquella noche. Me llamó la atención y las seguí con el silencio y la rapidez que hubiera empleado un gato.

La mujer estaba allí.

Estaba allí, al fondo, quieta, vuelta hacia el barranco, con las manos recogidas sobre el pecho y la cabeza ligeramente hundida, como si estuviese concentrada exclusivamente en sí misma. La luz de la luna se proyectaba sobre sus cabellos rubios y los hacía parecer casi completamente blancos. Llevaba un vestido muy ceñido y que realzaba sus bonitas formas. Aquel vestido debía haber costado un dineral y las bonitas formas veinte o veinticinco años de buena alimentación, vitaminas y excelentes cuidados médicos.

La mujer estaba tan quieta que parecía una estatua. De haber sido aquel lugar un parque, yo hubiera dicho que era la creación de un artista original. Pero las estatuas no van por sí solas junto a los barrancos, y las mujeres tampoco a menos que tengan una cita tan importante como puede serlo la cita con la muerte.

Debí adivinar que iba a ocurrir algo, pero confieso que en aquel momento no lo adiviné. Simplemente la silueta de la mujer me atraía tanto que me detuve a contemplarla como el que se detiene a contemplar en un museo un cuadro de esos que los maestros recomiendan que se miren, pero por cuya causa le meten a uno en la cárcel si se atreve a tocarlos con los dedos.

Algo así me ocurría con esta mujer.

Sabía que estaba lejana, que nunca podría rozarla con mis manos, que pertenecía a un mundo tan remoto como el de la Luna y las estrellas. Todo esto lo adivinaba yo instintivamente por su elegancia y por la rara distinción que emanaba de su figura. Pero la seguía mirando porque, a pesar de todas esas sensaciones, aquella mujer y yo estábamos tan próximos como los dos únicos seres vivos que se encontraran en un lejano planeta.

Me acerqué un poco más a ella, y entonces me di cuenta de que vacilaba. Estuvo a punto de caer.

¿O fue a lanzarse y le faltó decisión en el último segundo?

Corrí hacia ella. Nunca me han gustado los suicidas, y ello en buena parte porque el suicidio es siempre un acto estúpido, del que sin duda se arrepienten todos los que tienen tiempo. La mujer vaciló otra vez, y ahora no me quedó duda de que le faltaba la decisión en el último segundo. Antes de que repitiera su intento la sujeté por la cintura. Podía haber tenido la mala suerte de que la persona que se encontraba allí fuera un viejo decrépito, en cuyo caso tal vez mi abrazo no hubiera sido tan entusiasta. Pero no todo van a ser infortunios en la vida de uno. La mujer a la que sujeté era algo impresionante, y una vez sujeta puedo prometer que hubiera hecho falta algo así como un voto en contra del Comité de Seguridad para obligarme a soltarla.

La mujer se debatió. Parecía desesperada, atónita o las dos cosas a la vez.

—¡Suélteme! ¡No se meta en esto! ¡No le importa nada! ¿Me oye? ¡No le importa!

—¿Pero qué pretendía hacer, loca? ¿Se ha dado cuenta? ¿Por qué quería hacer esto, si es que puede confesarlo a alguien?

—Porque ellos me amenazaban —dijo con los ojos cerrados y apenas con un hilo de voz.

—¿Ellos? ¿Quiénes son ellos?

Y entonces fue cuando la mujer dijo aquella frase sin sentido, absurda, pero que causaba como un escalofrío en la espalda:

—Ellos. Los muertos.