Marty estaba terminando de cenar cuando sonó el teléfono. Louise Cauldwell, la secretaria de Eric Bailey, acababa de llegar a casa y había escuchado el mensaje. Marty no se anduvo por las ramas.
—He de preguntarle algo, señora Cauldwell. ¿Sabe si Eric Bailey conduce otro coche, aparte de los dos matriculados a su nombre?
—Creo que no. He estado con el señor Bailey desde que fundó la empresa y solo le he visto en el descapotable o en la furgoneta. Los cambia cada año, pero siempre por el último modelo.
—Entiendo. ¿Sabe si el señor Bailey piensa irse este fin de semana?
—Sí, a Vermont a esquiar. Lo hace con frecuencia.
—Gracias, señora Cauldwell.
—¿Ocurre algo, señor Browski?
—Pensaba que sí, pero veo que me he equivocado.
Marty se acomodó en su estudio para pasar la noche viendo la televisión, pero al cabo de una hora se dio cuenta de que no prestaba atención a lo que estaba viendo.
—Se me acaba de ocurrir algo —anunció a las nueve a Janey, y se precipitó hacia el teléfono.
El servicio de Teletac confirmó su corazonada. Ninguno de los vehículos de Eric Bailey había circulado durante aquel día.
—Conduce un tercer coche —masculló Marty—. Ha de tener un tercer coche.
«Habrá salido, —pensó mientras marcaba de nuevo el número de Louise Cauldwell—. Es sábado por la noche, es una mujer atractiva». Pero Louise Cauldwell descolgó a la primera.
—Señora Cauldwell, ¿Eric Bailey podría utilizar otro coche de la empresa?
La mujer vaciló.
—Tenemos coches de la empresa alquilados a nombre de nuestros ejecutivos. Algunos se han marchado hace poco.
—¿Dónde están esos coches?
—Hay un par en el aparcamiento. Es posible que el señor Bailey haya utilizado alguno, aunque no puedo imaginar por qué.
—¿Sabe a qué nombres están matriculados? Es muy importante.
—¿El señor Bailey se ha metido en algún lío? Quiero decir, últimamente está sometido a una gran presión… Me tiene muy preocupada.
—¿Es su comportamiento lo que la preocupa, señora Cauldwell? —preguntó Marty—. No piense en la confidencialidad ahora, se lo ruego. No le hará ningún favor a Eric Bailey si no colabora.
Hubo un momento de vacilación.
—La empresa se está yendo a pique, y él se ha venido abajo —dijo por fin la mujer, con voz emocionada—. El otro día entré en su despacho y estaba llorando.
—Pues cuando yo le vi, parecía en plena forma.
—Sabe disimular bien.
—¿Le ha oído mencionar el nombre de Emily Graham?
—Sí, ayer. Parecía enfadado después de que usted se marchara. Me dijo que culpa a la señora Graham de la ruina de la empresa y que, cuando ella vendió las acciones, otras personas se pusieron nerviosas y siguieron su ejemplo.
—Eso no es verdad. Las acciones subieron cincuenta puntos más después de que ella vendiera.
—Temo que lo ha olvidado.
—Señora Cauldwell, no puedo esperar hasta el lunes para saber la matrícula del coche que está conduciendo. Ha de ayudarme.
Media hora más tarde, Marty Browski se encontró con Louise Cauldwell en las oficinas de la empresa de Bailey. La mujer desconectó la alarma y subieron a la oficina de contabilidad. Al cabo de unos minutos tenía las matrículas de los coches alquilados y los nombres de los ejecutivos que los conducían. Dos de los coches estaban en el aparcamiento. Marty consultó el tercero con el servicio Teletac. Había circulado por la Garden State Parkway y a las cinco de la tarde se había desviado por la salida 98.
—Está en Spring Lake —dijo Marty mientras descolgaba el teléfono y llamaba a la policía de la localidad.
—Vigilaremos su casa —prometió el sargento de guardia—. La ciudad está invadida por la prensa y los curiosos, pero le prometo que, si el coche está aquí, lo encontraremos.