Marty Browski entró en su despacho el sábado por la tarde para intentar ordenar su escritorio, con la esperanza de trabajar unas pocas horas sin que nadie le interrumpiera. Sin embargo, al cabo de pocos minutos, decidió que lo mejor habría sido quedarse en casa. No podía abstraerse. Toda su atención estaba centrada en una sola persona: Eric Bailey.
La página de economía del diario de la mañana afirmaba sin ambages que la empresa de Bailey iba directa a la bancarrota y que las declaraciones engañosas de su fundador acerca del desarrollo de nuevos productos causaban una gran preocupación al director de la Bolsa de Nueva York. El artículo insinuaba que podía acabar en los tribunales.
«Encaja tan bien con el perfil del acosador como si hubiera posado a propósito», pensó Browski. Había repasado de nuevo los registros del servicio de Teletac, pero no había encontrado pruebas de que ningún vehículo de Eric Bailey hubiera circulado al sur de Albany.
No tenía otro coche a su nombre y era improbable que hubiera alquilado un vehículo arriesgándose a dejar una pista. Pero ¿y un coche a nombre de la empresa?
Browski lo pensó cuando estaba a punto de descartar la posibilidad y volver a casa. «Diré a los chicos que lo investiguen —decidió—. Me llamarán a casa si descubren algo».
Había otra posibilidad: la secretaria de Bailey. ¿Cómo se llamaba? Marty Browski contempló el techo como si esperara que una voz celestial le respondiera. Louise Cauldwell. El nombre le vino como por ensalmo.
Constaba en la guía telefónica. Su contestador automático estaba conectado. «Lo siento, ahora no puedo contestar. Haga el favor de dejar un mensaje. Le llamaré en cuanto pueda».
«Puede que haya salido o puede que no», pensó Marty, irritado, mientras se identificaba y le dejaba su número de teléfono. Solo la señorita Cauldwell podía saber si Bailey poseía otros medios de transporte, aparte de los dos vehículos registrados a su nombre.