Douglas Carter, Hayes Avenue, 101, Spring Lake.
Tommy Duggan y Pete Walsh se encontraban en el despacho del fiscal, donde le habían informado acerca de sus averiguaciones sobre el asesinato de Bernice Joyce y la desaparición de Natalie Frieze.
—El marido nos dijo que debe de estar en Palm Beach y que a partir de ahora solo hablará con nosotros a través de su abogado —concluyó Tommy.
—¿Qué probabilidades hay de que aparezca en Palm Beach? —preguntó Osborne.
—Estamos investigando las líneas aéreas, para ver si voló en alguna. Creo que hay una posibilidad entre mil —contestó Tommy.
—¿El marido os permitió registrar la casa?
—De eso se encargó la policía de Spring Lake. No había señales de lucha o violencia. Daba la impresión de que estaba haciendo las maletas y de repente se largó.
—¿Había cosméticos? ¿Algún bolso?
—El marido dijo que, cuando la vio ayer en el restaurante, vestía una chaqueta de piel, una camisa de seda a rayas marrones y doradas y pantalones de lana, y que llevaba un bolso marrón. En la casa no apareció el bolso ni la chaqueta. Reconoce que discutieron y que ella durmió en el cuarto de invitados la noche anterior. Eso fue el miércoles. Había suficientes cosméticos, perfumes, lociones y vaporizadores en el dormitorio principal y en el cuarto de invitados para abrir una tienda de Macy.
—Yo diría que de Elizabeth Arden —observó Osborne—. Tendremos que esperar a ver si aparece. Como persona adulta, tiene derecho a ir a donde le dé la gana. ¿Dices que su coche estaba en el garaje? Alguien debió de recogerla. ¿Algún novio?
—No, que sepamos. He hablado con la empleada de hogar —dijo Walsh—. Va tres tardes a la semana. Los jueves no toca.
El fiscal enarcó las cejas.
—¿Va por las tardes? Casi todas las empleadas de hogar van por la mañana.
—Llegó cuando nos marchábamos. Explicó que la señora Frieze suele dormir hasta tarde y no quiere que nadie la moleste con el ruido de la aspiradora o lo que sea. Tuve la clara sensación de que esta mujer no apreciaba mucho a Natalie Frieze.
—De momento habrá que esperar —dijo Osborne—. ¿Qué pasa, Duggan? No pareces muy feliz.
—Lo de Natalie Frieze me huele mal —dijo Tommy—. Me pregunto si alguien se ha adelantado un par de días al 31.
Se hizo el silencio durante un largo momento.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Osborne.
—Porque esa mujer encaja en la pauta. Tiene treinta y cuatro años; no es una jovencita de veinte o veintiuno, pero igual que Martha Lawrence y Carla Harper, es una mujer guapa. —Duggan se encogió de hombros—. Tengo un mal presentimiento acerca de Natalie Frieze, y además el marido no me cae bien. Su coartada para la desaparición de Martha Lawrence es muy endeble. Afirma que estaba en el patio trasero, trabajando en sus macizos de flores.
Walsh asintió.
—Vivió los primeros veinte años de su vida en la casa donde se encontraron los restos de Martha Lawrence y Letitia Gregg —dijo—. Y ahora su mujer ha desaparecido.
—Señor, será mejor que nos preparemos para recibir al doctor Wilcox —sugirió Tommy Duggan—. Vendrá hoy a las tres.
—¿Qué le habéis sacado? —preguntó Osborne.
Tommy se inclinó hacia delante en su silla con las manos enlazadas, una postura que adoptaba cuando sopesaba sus opciones con cautela.
—Se prestó de buena gana a venir. Sabe que no es preciso. Cuando llegue, subrayaremos de nuevo que puede marcharse cuando quiera. Mientras sea consciente de eso, no tendremos que leerle sus derechos y, la verdad, prefiero no hacerlo, no sea que se cierre en banda.
—¿Qué tienes contra él? —preguntó Osborne.
—Nos está ocultando muchas cosas y sabemos que es un mentiroso. Dos datos de peso.
Clayton Wilcox llegó a las tres en punto. Duggan y Walsh le acompañaron hasta una pequeña sala de interrogatorios, donde los únicos muebles eran una mesa y unas sillas, y le invitaron a sentarse.
Les interrumpió cuando le aseguraron una vez más que no iban a detenerle y que podía marcharse cuando quisiera.
—Supongo que habrán discutido si iban a leerme o no mis derechos —dijo con un brillo de diversión en la mirada— y han llegado a la conclusión de que hacer hincapié en mi libertad de marcharme les cubre lo suficiente en lo que a la ley concierne.
Sonrió al ver la expresión de Pete Walsh.
—Caballeros, por lo visto han olvidado que he pasado la mayor parte de mi vida en ambientes universitarios. No tienen ni idea de los debates sobre las libertades civiles y el sistema judicial que he escuchado ni de a cuántos juicios fingidos he asistido. Era rector de una universidad, ¿recuerdan?
Era la oportunidad que Tommy Duggan esperaba.
—Doctor Wilcox, al investigar su pasado me sorprendió descubrir que se había jubilado del Enoch College con cincuenta y cinco años. No obstante, acababa de firmar una renovación de su contrato por cinco años más.
—Mi salud no me permitía cumplir con mis obligaciones. Créame, el puesto de rector de una institución pequeña pero prestigiosa exige mucho tiempo y energía.
—¿Cuál es su enfermedad, doctor Wilcox?
—De tipo cardíaco.
—¿Ha consultado con su médico?
—Por supuesto.
—¿Se hace chequeos con regularidad?
—Hace tiempo que mi salud se mantiene estable. La jubilación ha eliminado bastantes tensiones de mi vida.
—Eso no contesta a mi pregunta, doctor. ¿Se hace chequeos regulares?
—He sido un poco descuidado al respecto. No obstante, me encuentro muy bien.
—¿Cuándo fue al médico por última vez?
—No estoy seguro.
—No estaba seguro de si se había visitado con la señora Madden. ¿Aún lo afirma o ha cambiado de opinión?
—Puede que me visitara una o dos veces.
—O nueve o diez, doctor. Tenemos los historiales.
Tommy llevaba el interrogatorio con cautela. Advirtió que Wilcox se estaba poniendo nervioso, pero no quería que se fuera.
—Doctor, ¿le dice algo el nombre de Gina Fielding?
Wilcox palideció mientras se reclinaba en la silla y miraba al techo para ganar tiempo.
—No estoy seguro.
—Le entregó un cheque de cien mil dólares hace doce años, justo cuando se jubiló. Escribió en el cheque «escritorio y buró antiguos». ¿Le refresca eso la memoria?
—Colecciono antigüedades.
—La señorita Fielding ha de ser muy lista, doctor. Tenía veinte años en aquel tiempo y hacía el penúltimo curso en el Enoch College. ¿No es así?
Una larga pausa. Clayton Wilcox miró a Tommy Duggan y luego desvió la vista hacia Pete Walsh.
—Tiene toda la razón. Hace doce años, Gina Fielding hacía el penúltimo curso en el Enoch College y tenía veinte años. Muy bien aprovechados, debería añadir. Trabajaba en mi oficina y me prestaba muchas atenciones. Empecé a visitarla de vez en cuando en su apartamento. Una relación consensuada se desarrolló durante un breve período, lo cual era muy inapropiado y escandaloso en potencia. Era una estudiante becada, procedente de una familia pobre. Empecé a darle dinero para sus gastos.
Wilcox contempló la mesa durante un largo minuto, como si encontrara fascinante la superficie arañada. Alzó la vista de nuevo y extendió la mano hacia el vaso de agua que le habían ofrecido.
—Al final recobré el sentido común y le dije que nuestra relación debía terminar. Dije que le encontraría otro empleo en la administración, pero amenazó con querellarse contra mí y la universidad por acoso sexual. Estaba dispuesta a jurar que yo la había amenazado con retirarle la beca si no mantenía relaciones conmigo. El precio de su silencio fueron cien mil dólares. —Hizo una pausa y respiró hondo—. Pagué y dejé mi cargo porque no confiaba en ella. Si rompía su palabra y demandaba a la universidad, la prensa no se interesaría tanto si yo ya no era rector.
—¿Dónde está ahora Gina Fielding, doctor?
—No tengo ni idea. Sé que mañana estará en la ciudad, en busca de otros cien mil dólares. No cabe duda de que ha estado siguiendo la prensa amarilla, y ha amenazado con vender su historia al mejor postor.
—Eso es extorsión, doctor. ¿Lo sabe?
—Conozco la palabra.
—¿Pensaba pagarle?
—No. No puedo vivir así el resto de mi vida. No le daré ni un centavo más a pesar de las consecuencias de mi decisión.
—La extorsión es un delito muy grave, doctor. Sugiero que nos deje instalar un aparato de grabación. Si conseguimos grabar a la señorita Fielding exigiendo dinero a cambio de su silencio, podremos llevarla ante los tribunales.
—Me lo pensaré.
«Le creo —pensó Tommy Duggan—. Pero ello no disipa mis dudas. En cualquier caso, es la prueba de que le atraen las jovencitas. Además, el pañuelo de su mujer sigue siendo el arma homicida. Tampoco tiene coartada para la mañana de la desaparición de Martha Lawrence».
—Doctor, ¿dónde estaba entre las siete y las ocho de esta mañana?
—Fui a dar una vuelta.
—¿Estuvo en el paseo?
—En algún momento sí. Empecé allí y luego di una vuelta al lago.
—¿Vio a la señora Joyce en el paseo?
—No. Lamento muchísimo su muerte. Ha sido un crimen brutal.
—¿Vio a algún conocido, doctor?
—No presté atención. Como puede comprender, tenía mucho en que pensar. —Se levantó—. ¿Puedo irme ya?
Tommy y Pete asintieron.
—Avísenos si quiere que grabemos su conversación con la señorita Fielding, doctor —dijo Tommy—. Debo añadir algo: estamos investigando a fondo las muertes de la señorita Lawrence, la señorita Harper, la doctora Madden y la señora Joyce. Sus respuestas a nuestras preguntas han sido evasivas, en el mejor de los casos. Volveremos a hablar con usted.
Clayton Wilcox salió de la sala sin contestar.
Walsh miró a Tommy Duggan.
—¿Qué opinas?
—Creo que ha confesado lo de la Fielding porque no le quedaba alternativa. Es la clase de mujer que, aunque él comprara su silencio, le vendería a los periódicos. En cuanto al resto, parece que tiene la costumbre de dar largos paseos sin encontrarse con nadie que pueda corroborar su coartada.
—Y también parece sentir debilidad por las jovencitas —añadió Walsh—. Me pregunto si nos ha revelado todo lo que pasó con la Fielding.
Volvieron al despacho de Tommy, donde les esperaba el mensaje de Joan Hodges.
—Douglas Carter —exclamó Tommy—. ¡Ese tipo lleva muerto más de cien años!