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Joan Hodges estaba repasando los ficheros informáticos y confeccionando una lista de los pacientes de la doctora Madden de los últimos cinco años.

Habían enviado a un técnico de la policía para ayudarla. Dos psicólogos, ambos amigos de la doctora Madden, se habían ofrecido para reconstruir los historiales médicos que habían quedado desparramados por la consulta.

Tommy Duggan había ordenado la aceleración de las actividades. Si el historial del doctor Clayton Wilcox no aparecía, ello sugeriría la firme posibilidad de que él fuera el asesino.

Joan ya había comprobado que nadie de la lista que Tommy Duggan le había entregado se contaba entre los pacientes.

—Pero eso no significa que no haya utilizado un nombre falso —la previno Tommy—. Tenemos que saber si falta un historial que conste en el ordenador, porque en tal caso investigaremos a la persona.

Habían colocado los historiales en orden alfabético sobre largas mesas metálicas dispuestas en la sala de estar de la doctora Madden. En algunos casos habían roto o arrancado las etiquetas con su nombre, de modo que los resultados no serían concluyentes.

—El trabajo policial es tedioso —dijo el técnico de la policía a Joan con una sonrisa.

—Ya lo veo.

Joan deseaba terminar la tarea y encontrar un nuevo empleo. Ya había llamado a la agencia de colocación. Varios psicólogos que conocían a la doctora Madden habían insinuado que les gustaría hablar con ella, pero Joan sabía que necesitaba un cambio radical. Continuar en un despacho con un ambiente similar le recordaría una y otra vez la macabra visión de la doctora Madden, sentada en su silla con una cuerda alrededor del cuello.

Encontró un nombre con una dirección de Spring Lake y frunció el entrecejo. Leyó el nombre y no pudo situarlo, aunque no los conocía a todos. Tal vez era un paciente nocturno. No conocía a casi ninguno.

«Espera un momento —pensó—. ¿Es el que solo vino una vez, hace unos cuatro años?

Le vi subiendo a su vehículo cuando volví aquella noche para coger mis gafas, que había olvidado. Le recuerdo, porque parecía enfadado. La doctora dijo que se había marchado con brusquedad. Me dio un billete de cien dólares que el hombre había arrojado sobre su escritorio. Le pregunté si quería una factura por el resto de sus honorarios, pero la doctora dijo que lo olvidara. Será mejor que pase el nombre al detective Duggan cuanto antes», decidió mientras descolgaba el auricular.