Nick Todd telefoneó a Emily en cuanto se enteró del asesinato de Bernice Joyce.
—¿Conocías a esa mujer, Emily? —preguntó.
—No.
—¿Crees que el artículo aparecido en ese periodicucho ha sido el causante del asesinato?
—No tengo ni idea. No he leído el artículo, pero creo que es terrible.
—Fue la sentencia de muerte de esa pobre mujer. Estas cosas todavía me despiertan más deseos de entrar en la oficina del secretario de Justicia.
—¿Cómo va eso?
—He sondeado a algunos de sus funcionarios más importantes. Gané un caso importante contra ellos el año pasado, lo cual podría beneficiarme o perjudicarme, vete a saber. —Se produjo un sutil cambio en su voz—. Anoche llamé, pero supongo que habías salido.
—Fui a cenar. No dejaste mensaje.
—No. ¿Cómo va la investigación?
—Puede que me esté equivocando, pero empiezo a ver una pauta común en todas esas muertes, y es espantosa. ¿Recuerdas que te dije que Douglas Carter, el joven con quien estaba prometida Madeline, se suicidó?
—Sí.
—Nick, lo encontraron con una escopeta a su lado. La desaparición de Madeline le deprimió terriblemente, pero era joven, guapo, adinerado y con un futuro prometedor en Wall Street. Todo lo que he encontrado sobre él en diarios y en otros materiales es positivo y nada insinúa que tuviera tendencias suicidas. Otra cosa: su madre se encontraba muy enferma, y por lo visto estaba muy unido a ella. Debía de ser consciente de que su muerte la destruiría. Dime una cosa, ¿cómo se sentiría tu madre si te pasara algo?
—Nunca me lo perdonaría —contestó con ironía Nick—. ¿Cómo se sentiría la tuya si te pasara algo a ti?
—No le haría ninguna gracia, por supuesto.
—Entonces, hasta que tu acosador y ese asesino en serie al que intentas identificar no sean detenidos, haz el favor de cerrar con llave todas las puertas y tener la alarma conectada, sobre todo cuando estés sola. Oye, tengo una llamada. Nos veremos el domingo, si no hablamos antes.
«¿Por qué Nick se siente obligado a ser mi santo protector?», se preguntó Emily mientras colgaba. Eran las once y media. Durante las dos últimas horas y media, había examinado los informes de la policía y los recuerdos escritos de la familia Lawrence.
También había llamado a sus padres a Chicago y a su abuela a Albany y les había contado cuánto le gustaba la casa.
«Lo cual es cierto», se dijo mientras pensaba en todo lo que les estaba ocultando.
«Julia Gordon Lawrence llevó un diario durante años. No escribía cada día, pero sí con frecuencia. Me gustaría leer cada palabra —pensó Emily—, y lo haré si los Lawrence me dejan conservarlos lo suficiente. Ahora necesito encontrar en ellos información relacionada con las desapariciones y la muerte de Douglas». Sobresaltada, se dio cuenta de que ya no consideraba su muerte un suicidio, sino que pensaba en él como una víctima del asesino de las tres jóvenes.
Ellen Swain desapareció el 31 de marzo de 1896.
Claro, pensó Emily. Julia debía de haber escrito algo al respecto. Repasó los diarios y encontró el de ese año.
No obstante, antes de empezar a leer, quería hacer otra cosa. Abrió la puerta del estudio que daba al porche, salió y miró al otro lado de la calle. Los registros municipales daban fe de que la antigua casa de los Carter había sido destruida por un incendio en 1950. Luego se construyó la que había ahora, una copia minuciosa de una casa de estilo Victoriano de principios de siglo, con porche circular incluido.
«Si Madeline estaba sentada aquí, y Douglas, o Alan, la llamó…».
Emily quería verificar la hipótesis que había formulado el día anterior. Siguió el porche hasta la parte posterior de la casa y bajó los escalones que conducían al patio trasero. El constructor había aplanado la tierra, pero el barro se adhirió de inmediato a sus zapatos mientras caminaba hacia la cerca de boj que marcaba los límites de su propiedad.
Se dirigió hasta el lugar donde habían encontrado los restos de las dos víctimas y se detuvo. El enorme acebo, con sus gruesas ramas, habría impedido a cualquiera de la casa saber si Alan Carter había visto salir a Madeline y la había matado sin querer o de forma deliberada. El sonido del piano que tocaba su hermana habría ahogado los gritos.
«Pero aun en el caso de que hubiese ocurrido así —se preguntó Emily—, ¿qué relación tiene eso con los asesinatos actuales?».
Volvió adentro, cogió el diario de 1896 y buscó las anotaciones posteriores al 31 de marzo.
El 1 de abril de 1896, Julia había escrito:
Mi mano tiembla mientras escribo esto. Ellen ha desaparecido. Ayer fue a ver a la señora Carter para tentar su apetito con un manjar blanco. La señora Carter ha dicho a la policía que recibió una breve pero agradable visita. Ellen parecía bastante nerviosa, dijo. La señora Carter estaba descansando junto a la ventana de su dormitorio y vio a Ellen salir de la casa y caminar por Hayes Avenue en dirección a su casa. Fue la última vez que la vio.
«Lo cual significaba que pasó ante la casa de Alan Carter», pensó Emily.
Recorrió las páginas siguientes a toda prisa y se detuvo. La anotación de tres meses más tarde decía:
La querida señora Carter ha sido llamada a su hogar celestial esta mañana. Todos estamos muy tristes, aunque pensamos que ha sido una gran bendición para ella. Se ha liberado del dolor y la pena y ahora se ha reunido con su amado hijo Douglas. Pasó los últimos días en un estado de confusión mental. A veces pensaba que Madeline y Douglas estaban en la habitación con ella. El señor Carter ha soportado con entereza la larga enfermedad de su esposa y la pérdida de su hijo. Todos confiamos en que el futuro sea más benigno para él.
«¿Qué sabemos del esposo y padre? —se preguntó Emily—. No hay mucho escrito sobre él. Por otra parte, es evidente que la señora Carter y él no asistían a las fiestas y demás acontecimientos sociales». Gracias a las escasas referencias, descubrió que se llamaba Richard.
Siguió pasando las páginas en busca de más datos sobre cualquiera apellidado Carter. Había muchas referencias a Ellen Swain durante el resto de 1896, pero Emily no localizó nada sobre Alan o Richard Carter.
La primera anotación de 1897 era del 5 de enero.
Esta tarde hemos asistido a la boda del señor Richard Carter con Lavinia Rowe. Ha sido una ceremonia íntima, debido al hecho de que la difunta señora Carter falleció hace menos de un año. Sin embargo, nadie echa en cara al señor Carter esta felicidad. Es un hombre muy apuesto, que no ha cumplido todavía los cincuenta años. Conoció a Lavinia cuando fue de visita a casa de Beth Dietrich, prima suya y amiga íntima mía. Lavinia es una chica muy atractiva, equilibrada y madura. A los veintitrés años, el señor Carter le dobla la edad, pero todos hemos visto romances de ese tipo, y algunos han sido muy dichosos. Dicen que venderán la casa de Hayes Avenue que tanto dolor ha conocido y ya han adquirido una residencia, más modesta pero encantadora, en Brimeley Avenue, 20.
«Brimeley Avenue, 20 —intentó recordar Emily—. ¿De qué me suena esa dirección?». Y entonces lo supo: había estado en esa casa la semana anterior.
Allí vivía el doctor Wilcox.