—No podemos permitir que siga en su estudio dirigiendo el espectáculo —dijo Tommy Duggan a Pete Walsh cuando abandonaron el lugar de los hechos—. Hemos de obligarle a salir a la luz, y cuanto antes mejor.
Se habían llevado el cadáver de Bernice Joyce. El equipo forense había hecho su trabajo.
—Con la brisa del mar —había dicho a Tommy el jefe del equipo—, no hay la menor posibilidad de que encontremos algo útil. Hemos buscado huellas dactilares, pero todos sabemos que el asesino usa guantes. Es un profesional.
—Un profesional de tomo y lomo —dijo Tommy a Pete cuando subieron al coche.
El rostro de Bernice Joyce ocupaba su mente, tal como lo había visto una semana antes, cuando la había interrogado en casa de Will Stafford.
No vaciló cuando él le preguntó si se había fijado en el pañuelo, recordó Tommy. Sabía que Rachel Wilcox lo llevaba. Pero ¿recordaba haber visto a alguien cogerlo?, se preguntó Tommy. «No creo —decidió—. Tal vez le vino a la memoria después.
Me dijo que el lunes volvía a Palm Beach, pero, aunque hubiera sabido que iba a quedarse, no se me habría ocurrido hablar con ella otra vez».
Se sentía disgustado e irritado consigo mismo. El asesino leyó el artículo del periódico y se asustó hasta correr el riesgo de asesinar a la señora Joyce a plena luz del día. Y si aún se ceñía al plan preconcebido, mañana habría otra víctima, recordó Tommy. Pero esta vez sería una joven.
—¿Adónde vamos? —preguntó Pete.
—¿Has llamado a Stafford?
—Sí. Dijo que podemos pasar cuando nos vaya bien. Estará en el despacho todo el día.
—Empecemos con él. Llama primero a la oficina.
Entonces se enteraron de que Natalie Frieze había desaparecido.
—Olvídate de Stafford —dijo Tommy—. La policía local está hablando con Frieze. Quiero estar presente.
Se acurrucó en el asiento mientras reflexionaba sobre la terrible posibilidad de que el asesino en serie ya hubiera elegido a su siguiente víctima: Natalie Frieze.